lunes, diciembre 17, 2007

Pirómanos de nación (II).

Produce satisfacción ver cómo una campaña emprendida con dedicación puede llegar a calar en la gente, hasta lograr erradicar una costumbre que antaño estaba muy arraigada en nuestra sociedad. Me refiero a la cruzada adelantada en todo el país para evitar que, sobre todo los niños, quemen pólvora en navidad. Son muchos años de repetir la misma cantaleta, cuando se acerca el fin de año, para que ningún paciente acuda a los pabellones de quemados. Y fue hasta que lograron que las autoridades de muchos municipios del país prohibieran la venta de pólvora, única medida eficaz para lograr reducir su consumo.

Para un menor es normal en la actualidad disfrutar de las fiestas navideñas sin utilizar pólvora, lo que no ocurre con quienes pertenecemos a generaciones anteriores, ya que renunciar a esa costumbre no ha sido fácil. Son muchos los que aún tratan de conseguirla, ya que ciertas fechas no son concebibles sin el olor característico del humo que produce la pólvora. Pero hay que ver cómo cambian las costumbres. Porque así como hoy en día un padre puede ser denunciado por permitirle a un hijo quemar pólvora, en nuestra infancia lo común era compartir con los muchachitos el peligroso y excitante pasatiempo.

Desde los primeros días de diciembre los menores empezábamos a preguntar cuándo iban a comprar la pólvora, y mientras tanto buscábamos la forma de prenderle candela a cualquier cosa. Una modalidad muy común era “sacarle el diablito” a una botella de aguardiente. Había que esperar a que los mayores desocuparan un envase, y si faltaba poco debíamos acosarlos para que acabaran rapidito, para después dirigirnos al sótano o a un cafetal a proceder con el delicado experimento. El desocupado recipiente debía tener un cunchito de licor, el cual se distribuía por su interior y luego debíamos frotar el envase con entusiasmo para calentarlo. Por último, ojala en la oscuridad, destapábamos la botella para arrimarle un fósforo encendido al pico. Entonces producía una llama azul espectacular que en un santiamén desaparecía por su única abertura, con un fogonazo que generaba un sonido muy particular.

Echar globos era una entretención de todas las noches que requería de muchas manos para lograr el objetivo. Las mechas había que hacerlas con la ayuda de alambre de amarrar y un pedazo de estopa, materiales que también se utilizaban para fabricar el hisopo. Después de instalar la mecha en su sitio e impregnarla con ACPM o petróleo, varios ayudantes se subían en la chambrana a coger el globo de la parte de arriba y de los lados, mientras otros lo llenaban de aire al soplarlo con una “china”. Luego había que encender el hisopo, que chorreaba gotas encendidas de combustible, y con mucho tino insertarlo en el interior del globo por el estrecho agujero donde estaba la mecha, la cual se encendía de una vez. El hisopo se dejaba un momento en el interior para aprovechar la cantidad de calor que generaba, y cuando el globo empezaba a jalar, era necesario sacarlo con un movimiento rápido y preciso para evitar un incendio. Entonces el encargado del “lanzamiento” daba instrucciones para que uno a uno los ayudantes soltaran las puntas que sostenían, y por último le daba los tres giros reglamentarios antes de soltarlo de una vez. Todos los presentes hacíamos fuerza para que se elevara sin contratiempos, mientras algunos trataban de apagar el hisopo pisándolo o golpeándolo contra el suelo.

A partir del alumbrado todos los días había pólvora y cada niño recibía su cuota al principio de la noche: varios puñados de papeletas, otros tantos de buscaniguas, media docena de silvadores, dos pliegos de totes y muchas velitas romanas. Los voladores, castillos, bengalas y la “culebra” de tacos que reventaba a media noche, eran administrados por los mayores que casi siempre le permitían a uno de los niños encender las mechas; y lo mejor es que los mocosos teníamos licencia para andar con un “pielroja” encendido para tal menester.

A diferencia de las “chispitas mariposa” de ahora, las velitas romanas estaban elaboradas con pólvora empacada finamente en pitillos de papel. Nosotros preferíamos desbaratarlas para hacer “diablitos”, los cuales consistían en caminos de pólvora que producían una llamarada espectacular. Claro que los muchachitos manteníamos las manos impregnadas de pólvora de tanto manipularla, y sobra decir qué era lo primero en incendiarse cuando prendíamos un fósforo.

En un principio los adultos ponían orden y controlaban nuestro accionar, pero a medida que la fiesta entraba en calor y el aguardiente hacía efecto, se formaba el desorden y el voleo de pólvora era indiscriminado. Ahora pienso que es un verdadero milagro que quienes pertenecimos a esas generaciones no tengamos mutilaciones ni marcas dejadas por tanta irresponsabilidad.

Otra entretención mientras llegaba la pólvora consistía en coger una esponja brillo, amarrarla de un alambre, encenderla y hacerla girar con fuerza para producir un anillo incandescente. En una navidad la familia de Fabio Escobar se disponía a estrenar finca y el hijo menor, Sergio, se fue al escondido a divertirse con el peligroso juguete. El techo de la casa era de paja y cuando una de las esponjas se soltó, produjo un incendio que consumió todo en pocos minutos, y el mocoso se salvó de la pela porque todos trataban de salvar lo que fuera posible.
pmejiama1@une.net.co

lunes, diciembre 10, 2007

Pirómanos de nación (I).

Los niños de mi generación fuimos pirómanos de nacimiento, o de nación, como decimos coloquialmente. Desde siempre han existido ciertas cosas que despiertan en los menores una atracción casi obsesiva, como es jugar con agua, pantano o candela. La mayor gracia de estas entretenciones es que todas han sido prohibidas por los adultos; la una porque el mocoso puede pescar una pulmonía, además de que hay que volverlo a vestir, el pantano porque ensucia la ropa y la otra porque puede quemarse, perder un ojo, causar un incendio y muchos otras consecuencias que sobra enumerar. En todo caso desde que un bebé abre sus ojos al mundo ya quiere jugar con el chorro de agua, y al dar sus primeros pasos aprovecha cualquier descuido para meter las manos en el inodoro.

Para un infante no existe nada más encantador que correr por las calles mientras diluvia, meterse a cuanto charco encuentre y echar a navegar barquitos de papel por los caños que se forman en las cunetas de la calle. Disfrutar de un baño en la piscina con un fuerte aguacero es delicioso, y ni hablar si es por la noche y sin el permiso de los padres. Pero como lo que más nos prohibieron de pequeños fue jugar con cualquier tipo de candela, esa modalidad es la que más llamaba nuestra atención. Desde cuando nos decían, al participar en una fogata, que no nos arrimáramos mucho porque seguro nos íbamos a orinar en la cama durante la noche. Claro que a los mocosos no nos valía ningún cuento, y solo buscábamos la oportunidad de empujar un palo que faltaba por quemarse o echar al fuego cualquier objeto que encontráramos. Y ante un descuido de los demás, nada como escupir en la candela y escuchar el chisporroteo que esto genera.

Antaño la luz se iba con regularidad y había que ver a los mocosos arrimarse a las velas como chapolas a jeringuear con el pabilo encendido. Procedíamos a conseguir un alfiler o una puntilla para calentarlo en la flama y luego con él horadar la esperma. También era común el “gorro” de poner la mano encima de la llama a ver cual aguantaba más calor. Hacer bolas de parafina era una delicia y también se estilaba chorrear gotas en la mano para demostrar hombría; claro que las mamás se enfurecían cuando los chorreones iban a parar al tapete o a los muebles. Aún ahora a los muchachitos les fascina el día del alumbrado, que celebramos el 8 de diciembre en homenaje a la Virgen María, porque pueden meterle mano a las velas con la disculpa que quieren participar en la ceremonia.

Cuando el mocoso tenía 6 o 7 años aprovechaba cualquier oportunidad para hacerse a una caja de fósforos y quemarlos de mil formas diferentes. Siempre al escondido, la sensación de encenderlos uno a uno para verlos consumir era indescriptible y solo cuando alguno se negaba a encender, y ante el reiterado rastrillar al fin prendía pero se quedaba pegado del dedo que lo sostenía, el zambo desistía de su empeño y con disimulo se encerraba en el baño para meter el área enrojecida bajo el chorro de agua fría, y así tratar de soportar el ardor e impedir que se formara la delatora ampolla. Luego tocaba recurrir a los remedios caseros: frotarse el dedo en el pelo, untarse mantequilla o aplicar hielo en la quemadura. Si no funcionaba, no quedaba de otra que confesar la pilatuna para que la mamá le untara la pomada correspondiente, lo que ella hacía después de retorcerle un pellizco o darle un chancletazo al carajito por inquieto y desobediente.

Para descrestar a los amigos no había nada igual que conseguir unos fósforos que regalaban en los bares, tabernas y hoteles, los cuales venían en un empaque muy particular y además tenían las cerillas de cartón parafinado; del extranjero también traían los que tienen la cabeza de fósforo adherida a un palito de madera. Entonces no era común ese tipo de fósforos y por lo tanto para cualquiera se convertían en una novedad, y muchos hacían colecciones de los diferentes modelos y empaques.

Un cohete casero se hacía con un pedacito de papel de aluminio, de los que tienen las cajetillas de cigarrillos como revestimiento interno, en el cual se procedían a envolver, bien apretadas, las cabezas de 3 fósforos. Luego se abrían un poco las tres cerillas a modo de patas, y se le arrimaba la llama de otro fósforo por debajo para que al explotar el improvisado motor hiciera que la nave volara unos cuantos metros. Otra peligrosa entretención consistía en rellenar una mina metálica de lapicero, cuando se le acababa la tinta, con cabezas de fósforo disueltas en alcohol, las cuales se aprisionaban muy bien con trozos de algodón o de papel. Cuando el taco estaba listo se acondicionaba a un carrito de juguete, y después le arrimábamos una vela encendida para que el calor hiciera reventar el taco que actuaba como una turbina.

De milagro no quedamos tuertos o con la cara marcada, porque muchas veces el improvisado proyectil explotaba mientras lo preparábamos. Lo que sí queda claro es por qué a quienes pertenecemos a generaciones anteriores la pólvora y la candela nos producían una atracción irresistible.
pmejiama1@une.net.co

lunes, diciembre 03, 2007

Hay que leerlo (II)

Tocar temas políticos o religiosos es delicado, porque algunos no aceptan opiniones divergentes y se ofenden ante cualquiera que ose exponer tesis diferentes a lo convencional. Entre todo lo creado por un Ser superior la inteligencia del hombre es lo más maravilloso y perfecto. Y si recibimos el don de la razón para tener la capacidad de discernir, controvertir y analizar, ¿por qué no podemos utilizar esa herramienta para profundizar en las enseñanzas de nuestra religión?

Sigo pues con algunas elucubraciones acerca del libro La puta de Babilonia del escritos antioqueño Fernando Vallejo, un personaje que no va a tener para dónde coger el día que estire las patas porque ni siquiera el Maligno va a querer recibirlo; al menos a San Pedro, después de lo duro que le tira en sus cuartillas, que ni se aparezca por las puertas del cielo a pedirle cacao porque lo enciende a bastonazos. En cuanto a mí, puedo decir que no soy ateo, ni gnóstico, ni agnóstico; soy simple y llanamente anticlerical.

Aunque en su libro Vallejo enfila baterías contra la iglesia católica, apostólica y romana, a todas las demás les canta la tabla y les enrostra unas cuantas verdades; de pronto el budismo es la única que sale bien librada por espiritual y profunda. A Alá y su profeta Mahoma los vuelve ropa de trabajo, porque se refiere a ellos con las expresiones más ofensivas que existen y menosprecia todo lo que tenga que ver con esa doctrina. Si los fundamentalistas islámicos sentenciaron al escritor Salman Rushdie por sus Versos satánicos, y debido a unas caricaturas publicadas en un país escandinavo armaron semejante despelote, no quiero pensar en lo que le sube pierna arriba a Vallejo el día que lean sus diatribas; claro que él se consuela con que su poca importancia en el mundo literario lo exime de ese peligro.

A cualquier católico le mueve la aguja enterarse por ejemplo de que el gran cisma de la iglesia, cuando expulsaron a Martín Lutero y por ello fundó la iglesia protestante, se dio porque el monje alemán no comulgaba con la venta de las indulgencias. Cómo es posible que la iglesia canjeara por dinero, con familiares y amigos del difunto, el tiempo que este debería pasar en el purgatorio. Se aprovechaban del oscurantismo, de la ignorancia y la estulticia de los fieles para que creyeran semejante cuento tan reforzado, y así llenar las arcas de la iglesia con los ríos de dinero y propiedades que entregaban los angustiados creyentes, para que sus seres queridos no se asaran a fuego lento en las parrillas de la eternidad.

Que la razón la tenía Lutero y no el papa León X, es algo que ni siquiera merece discutirse, y al conocer un poco acerca de ciertas costumbres y reglas de los protestantes quedan inquietudes que generan dudas y preguntas. Por ejemplo enterarnos de que ellos no admiten imágenes en sus templos, a excepción de un crucifijo que no presenta siquiera el cuerpo de Cristo. Desde el becerro de oro, las figuras de dioses y divinidades, los iconos orientales, hasta el tótem y las figuras sagradas adoradas por los pueblos primitivos, la iglesia católica ha criticado la idolatría a esas figuras emblemáticas, pero nada dice de la infinidad de imágenes que abundan en sus iglesias y catedrales. Distintas representaciones de Dios y de su hijo sacrificado, desde el niño Jesús hasta el Cristo resucitado; el espíritu santo; la santísima trinidad; todos los santos y santas; beatos y mártires; las once mil vírgenes; los cuatro evangelistas; y cuanto personaje haya sido reportado en los pasajes bíblicos. Lo increíble es que muchos católicos son fervientes devotos de una imagen a la que le rezan en el templo, sin profundizar ni un poco en sus principios religiosos. También nos llevan ventaja los protestantes en que sus pastores son miembros de familia, con mujer e hijos, además que conviven con la comunidad que rigen.

Vallejo es irreverente y sarcástico, pero le critico su vulgaridad ofensiva. Porque está muy bien que tenga el valor de decir lo que todos callan, pero no es necesario zaherir o escandalizar con expresiones exageradas a muchos lectores desprevenidos. También me choca su desmedida defensa de los animales, ya que señala de asesinos a quienes gustamos de echar a la olla una gallina o un espinazo de marrano. Además lo veo como un vegetariano compulsivo a quien solo lograría subyugar un buen “muchacho sudao”; porque en sus escritos no se cansa de recordarnos que es más dañado que agua de florero.

Y ante semejante avalancha de información histórica, de fechas, datos, nombres, sucesos, documentos y anécdotas, encuentro un detalle que me deja confundido. Dice en un aparte del libro que en un temblor de tierra se desplomaron dos torres de la catedral de Manizales y que en esa tragedia murieron varias beatas y rezanderos. Imagino que se refiere al terremoto de 1962, cuando se vino al piso una sola torre, la nor occidental, y el único muerto fue un parroquiano que tomaba tinto en el vecino café Adamson, a donde fue a caer de cabezas en un escusao la estatua de San Francisco de Asís, la cual coronaba la torre colapsada. Con decirles que desde entonces al mencionado santo le dicen “San-itario”.
pmejiama1@une.net.co