martes, junio 24, 2008

Y nosotros… ¿qué hacíamos?

Cómo han cambiado las cosas con respecto a las vacaciones. Ahora en muchos establecimientos educativos se rigen por el calendario B, que termina el año lectivo en el mes de junio. Entonces la pausa de medio año es por un lapso considerablemente largo, mientras que a fin de año el descanso es más corto. Me late que se trata de una modalidad copiada del exterior, porque en los colegios bilingües despachan a los profesores a que pasen el verano con sus familias en el hemisferio norte. Y con lo que nos dicta imitar en todo a los extranjeros.

Lo más curioso es que para muchos estudiantes la época de vacaciones se convierte en un martirio; los chinos se jartan en la casa y no saben qué camino coger. Ni hablar del problema que representa para los padres de familia, debido a que la mayoría trabaja, y con desespero buscan qué inventarse para entretener a los muchachitos. Nada los mortifica más que saberlos en la casa idiotizados frente a la pantalla del televisor, del computador o conectados a los juegos electrónicos. Entonces recuerdo lo que representaba para nosotros salir a vacaciones, y no puedo entender cómo semejante regalo del cielo puede convertirse en un inconveniente.

Pensándolo bien, sí entiendo. A los infantes de ahora les tocó vivir una época de inseguridad y barbarie que les coartó la libertad; prisioneros inocentes de sus casas, edificios o conjuntos residenciales. Y aparte de los peligros que hay en la calle, súmele la paranoia de los papás que no les permiten ni asomarse a la ventana. Entonces no hay duda de que para nosotros la cosa sí era muy fácil, porque aparte de que las mamás permanecían en la casa, podíamos movernos sin ataduras ni imposiciones; al mocoso que se defendiera solo, lo echaban para la calle desde las ocho de la mañana y solo podía entrar cuando tuviera ganas de hacer popó, presentara un hueso roto o una herida abierta.

De manera que el menú de diversiones era ilimitado y menciono solo algunos. Jugábamos guerra libertadora, chucha o la lleva, cuclí, estatua y quemado. Con canicas de cristal a los cinco hoyos, al pipo y cuarta, al hoyito o nos inventábamos un recorrido para realizar una vuelta a Colombia, donde cada bola representaba un ciclista; dicha competencia también se practicaba con tapas de gaseosa rellenas de parafina o cáscara de naranja. Hacíamos comitivas, casas en los árboles, trincheras y escalábamos barrancos. Teníamos yoyo, trompo, balero, popo o bodoquera, navaja, pica pica, cauchera y marranita. Las cometas eran fabricadas por nosotros con papel de seda y engrudo. Y nos entreteníamos con actividades tan simples como sacar gusanitos de un barranco con la ayuda de un espartillo.

A cierta edad el pasatiempo preferido era rodar por las faldas en carritos de balineras. Después de ahorrar unos pesitos, mi papá nos completaba el capital necesario para fabricar las naves. Cogíamos el bus que nos llevaba al centro, bajábamos a las carreras hasta el Parque Liborio y en cualquier taller conseguíamos rodamientos de segunda. En una ferretería comprábamos puntillas, además del tornillo y las arandelas necesarias para darle movilidad al eje delantero. Después, en una construcción que hubiera en el barrio negociábamos con el celador para que nos vendiera unos recortes de madera. Solo quedaba conseguir un pedazo de cuerda gruesa para controlar la dirección.

El martillo, un serrucho, el machete para redondear los ejes y así poder meter las balineras, y a trabajar se dijo. Cada quien le ponía su sello personal al carrito, y nunca faltaban los gallos y las novedades; un cojín, calcomanías, rayas de color, dibujos y grabados adornaban las carrocerías. Concentrados en el ensamblaje nos turnábamos la herramienta, y nunca faltaba una mano amiga para solucionar cualquier inconveniente. Era cuestión de una tarde y todos a ensayar los carros.

Por fortuna en cualquier barrio de Manizales hay varias cuadras en pendiente para improvisar los autódromos. En el barrio La Camelia, donde vivíamos entonces, podíamos chorrearnos desde la Avenida Santander hasta la iglesia de Palermo sin peligro porque el vecindario apenas nacía y las calles eran desiertas. Ocho cuadras en bajada, con curvas de todo tipo, hacían del recorrido una aventura inolvidable. Podía llover, tronar y relampaguear y no hacíamos otra cosa que rodar por esas faldas. Manteníamos los codos y las rodillas en carne viva, o con costras de sangre seca, y las mamás no paraban de renegar porque destruíamos bluyines, camisas y zapatos. Lo de menos era el pellejo del zambo.

Además nos gustaba innovar y ponerle más peligro al programa. Como el carrito era para conductor y un pasajero, cogíamos prestado el atomizador que usaba la mamá para echarse laca en el pelo y lo llenábamos de gasolina. Entonces en plena carrera rociábamos las balineras con el líquido inflamable y la llamarada era inmediata, por las chispas que se formaban al rastrillar el metal contra el pavimento. Esa vaina nos producía unas descargas de adrenalina que no alcanzo a describir.

De noche nos dejaban salir un rato y la entretención preferida era hacer maldades. Quebrar bombillos, timbrar en las casas, azuzar los perros del vecindario, fumar al escondido, mortificar al celador y al que se atravesara. Por fortuna la gente era paciente y tranquila, porque de lo contrario no estaríamos contando el cuento.
pmejiama1@une.net.co

martes, junio 17, 2008

Los hombres en la cocina...

El machismo de nuestros antepasados veía con malos ojos que un varón realizara cualquier labor del hogar. Era común entonces aquel estribillo que sentenciaba que los hombres en la cocina huelen a rila de gallina, con el que las mujeres buscaban espantar a cualquier representante del sexo masculino que osara invadir sus terrenos, sin importar la edad del intruso. Y era esa misma frase la utilizaba por la cocinera cuando los muchachitos, en un descuido, aprovechábamos para robarnos una tajada madura del recipiente donde las ponía a escurrir después de fritarlas.

Algunos campesinos todavía acostumbran evitar que su muchacho colabore con cualquier oficio de la casa, y no falta el que se pone furioso si el zambo quiere recoger el plato después de comer, para llevarlo a la cocina. Que se vuelve maricón, aseguran, y que ni se le ocurra al mocoso tender la cama, recoger la ropa sucia o pasar una escoba. Para eso están las mujeres, arguyen, y no hay poder humano que los haga cambiar de opinión. Imagino sus comentarios cuando ven en la televisión los programas de cocina, donde la gran mayoría de chefs son hombres; claro, dirán, mire no más cómo terminó Saúl García.

La verdad es que dicho concepto está muy revaluado, porque ahora en cualquier reunión los que cocinan son los hombres. Las mujeres ya colgaron el delantal, y se dedican a conversar mientras sus consortes las atienden y preparan las viandas. Lo mismo en los hogares, donde ya es habitual que el marido se meta a la cocina a preparar sus recetas; además, tenemos muy claro que nadie va a ayudarnos al momento de lavar y organizar, y que la condición es que la cocina debe quedar como estaba: impecable.

Pero como hay cocineros de cocineros, los más apetecidos en la actualidad, además de bien pagos, son los expertos en transformar las inocentes hojas de coca en ese fatídico polvo blanco que se ha encargado de estigmatizarnos ante el mundo. Porque utilizar la hojita no tiene ningún misterio, como lo han hecho durante siglos los indígenas andinos que la utilizan para mascarla mientras trabajan, o para “mambear”, que es una costumbre ancestral de nuestros aborígenes que habitan en la Sierra Nevada. Otro ejemplo de que es inofensiva es el te que comercializan en países como Bolivia y Perú.

Entonces, nos preguntamos muchos, por qué quienes abusan al momento de chupar el polvo como unas aspiradoras, terminan embrutecidos. Aparte del daño que hace la droga en las mucosas de la nariz, hasta llegar al punto de perder el apéndice nasal. Sabemos que a las hojas le adicionan algunos productos químicos, por lo que las autoridades combaten por igual el tráfico de estos insumos, pero al menos yo no tenía conocimiento de la forma de preparar ese veneno que se conoce en nuestro medio como perico. Como gracias al internet no se queda nada oculto, recibí un video donde un cocinero prepara ante la cámara, sin dejar ver la cara de ninguno de los presentes, un poquito de pasta de coca para mostrar el proceso. Esa pasta, a la que le falta otro proceso para purificarla, es lo que llamamos aquí basuco y en otras latitudes crack.

Lo primero que presenta el video es a los llamados “raspachines” en su labor de recolectar las hojas de coca, y luego el momento en que pesan los bultos para recibir su salario. Después en una ramada que funge de “laboratorio”, como los que vemos a diario cuando son desmantelados por la fuerza pública, dos personajes proceden con la preparación. Encima de un plástico riegan el contenido de varios bultos de hojas y las pican con una guadaña (guaraña dicen los campesinos); luego las esparcen con los pies y después de adicionar varios puñados de cemento gris, las pisan con sus botas pantaneras.

En una regadera de las utilizadas para rociar las matas mezclan gasolina, una solución de soda cáustica y amoníaco, menjurje que riegan muy bien sobre las hojas y el cemento. Entonces el cocinero y su ayudante pisan de nuevo la mezcla, para después echarle cal viva en generosas proporciones y volver a pisar; según parece, marchar sobre la mezcla es la mejor forma de amalgamarla. Otras dos rociadas, una con gasolina y otra con solución de ácido sulfúrico, para luego echar todo en una caneca y dejarlo reposar.

Después de un tiempo, a esa mezcla le echan más gasolina y la revuelcan con un palo. Luego una dosis de ácido sulfúrico para pasar el líquido por un trapo y filtrarlo. A reposar de nuevo y otra filtrada, antes de echarle amoníaco para precipitar. Con el mismo palo revuelven bien y proceden a darle la última filtrada al pasarlo por un gante sucio y antihigiénico (brilla por su ausencia la asepsia de recipientes e instrumentos utilizados). Después de escurrir bien el trapo aparece la pasta de coca y solo resta secarla, y el proceso para convertirla en cocaína pura es a base de acetona y ácido hidroclorato.

Con razón cualquier traqueto de pacotilla monta su laboratorio y a exportar se dijo, si los productos químicos utilizados no tienen ningún misterio y basta conseguir un cocinero experimentado que prepare la mercancía. Y como clientela es lo que hay…
pmejiama1@une.net.co

miércoles, junio 11, 2008

No le busque más.

En medio de su frustración y desespero es común oír a la gente preguntarse qué puede hacer por el país. Todos quisiéramos contribuir en algo, pero nadie conoce una forma directa y expedita de poner el granito de arena necesario para ayudar a que salgamos de este berenjenal. El ciudadano común se siente maniatado frente a la gravedad de los hechos que presencia a diario, y añora tener la oportunidad de obrar de manera efectiva para paliar en algo el sufrimiento de los demás. Es por ello que las convocatorias a las marchas populares tienen tanta acogida: porque la ciudadanía siente que aporta con su presencia, que puede expresarse y participar.

Insisto en que la mejor manera de colaborar para sacar al país de esta situación es muy simple. Basta con ser un ciudadano honesto, acatar la ley, ser responsable, productivo, respetuoso y todo lo que pueda calificarlo como buena persona. Es tan simple como éso. Porque entonces no es sino sumar unos con otros, y si todos nos comportamos así, no veo forma de que haya cualquier tipo de conflicto o inconveniente. Pero mientras la consigna para una gran mayoría sea la ley del más astuto para embaucar a los demás; del engaño y la marrulla; del soborno y la intimidación; la corrupción y el desfalco; y cualquier forma de llevarse al prójimo por delante, todo está perdido. Es común en nuestro medio la desilusión que siente un patrón cuando se entera de que ese empleado de absoluta confianza, a quien conoce desde pequeño, y ha ayudado y respaldado en todo, le metió la mano en la caja menor. Eso, más que rabia y desconcierto, produce dolor en el alma.

Nunca viviremos en paz mientras exista tanta injusticia social. La desigualdad es alarmante y la falta de oportunidades para los menos favorecidos agranda la brecha entre clases sociales. El derroche de algunos ante la miseria de tantos es algo que repugna y envenena. Mientras haya personas que habitan cinturones de miseria sin ninguna dignidad, es utópico siquiera aspirar a tener un país mejor. Aquí nadie paga impuestos porque sabe que se roban el erario, y en cambio busca demandar al estado bajo cualquier pretexto para exprimirlo al máximo. Entonces caemos en un círculo vicioso. Porque si se roban la plata nadie aporta al fisco, sin aportes tampoco hay inversiones, sin estas, el establecimiento colapsa y… mejor dicho, nos traga la tierra a todos.

Leí un texto que corrobora esta idea e invita a que dejemos de buscar el por qué de nuestro subdesarrollo. Causas como que somos un continente muy joven, comparado con Europa, porque países como Australia y Nueva Zelanda, que hace 200 años eran territorios inexplorados, ahora son ricos y florecientes. Tampoco es por extensión, porque miremos que Japón, con superpoblación y muy poca área disponible, es una de las economías más importantes del mundo. Tenemos los recursos naturales que cualquier nación envidiaría, diversidad de pisos térmicos, una tierra fértil y agradecida, ríos y ciénagas por montones, costa sobre dos océanos, y lo más importante de todo, un recurso humano estupendo.

El problema es de actitud, no le busque más. Porque si nuestra población canaliza positivamente todo ese potencial de ingenio, astucia, laboriosidad, enjundia y don de gentes que posee, seríamos una fortaleza en todos los sentidos. Qué tal por ejemplo la calidad de nuestros falsificadores; o la imaginación que utilizan para transportar sustancias ilícitas; o el éxito de las meretrices que exportamos; o la habilidad de algunos personajes para realizar grandes estafas. Tenemos malandrines que son capaces de tumbar un avión con un poncho.

El éxito de los países ricos y poderosos se basa en el comportamiento de sus ciudadanos. Ellos cumplen, sin que tengan que indicarles o deban multarlos para obligarlos, unas reglas básicas que deberían ser innatas en el ser humano. Son normas tan simples como la ética, la cual nadie puede comprar en una tienda o aprender en el aula, porque éso viene en la sangre. O el orden, que tanta falta hace en nuestro diario vivir; o la integridad, que vale más que cualquier otro atributo; o la puntualidad, que aunque parezca algo nimio, habla tanto de quien no la practica.

Un ciudadano responsable en todos los aspectos de su vida, que busque siempre superarse y mejorar en todo, y que aprecie su empleo y a su empleador (aunque existen patrones que francamente), es alguien en quien puede confiarse y que seguro rendirá en su trabajo. Pero sin duda algo primordial es el respeto a las leyes y a los derechos de los demás. Esa manía que tenemos de pasarnos las normas por la faja, y anteponer nuestra comodidad y beneficio, así tengamos que pasar por encima del prójimo, es la causa de tanto desorden. No podemos negar que a veces provoca ahorcar al sujeto que se cuela en la fila, o al que parquea su carro en sitio prohibido sin importar el caos que genere.

Es menester que los colombianos abandonen la costumbre de echarle la culpa al gobierno de todo lo que les sucede. Como el ciudadano que pierde su casa en un incendio y ante la pregunta del periodista sobre qué camino va a coger, responde:
-Ese no es asunto mío. Que el Presidente mire a ver cómo nos soluciona el problema.
pmejiama1@une.net.co

martes, junio 03, 2008

Cuentos variaditos.

Una salida genial, un chispazo oportuno, el apunte certero o un juego de palabras ingenioso son suficientes para romper el hielo en cualquier situación, para desarmar al iracundo, y es la herramienta perfecta para distender los ánimos. La risa es el mejor remedio conocido hasta ahora, no requiere de esfuerzos ni hay que invertir dinero para disfrutarla. El buen humor brota como reflejo de una actitud positiva y optimista. Bien lo dice el refranero popular cuando asegura que al mal tiempo solo queda ponerle buena cara. Y que conste que la buena cara se pone, no se coloca.

La gente me relata sus anécdotas y siempre las anoto en el archivo que tengo destinado a ese menester. Claro que no falta el que sale con un cuento bien pendejo, y pasado el tiempo hace el reclamo porque su relato no ha sido difundido como él lo esperaba. Lo que pasa es que la condición impajaritable para que esto suceda es que el cuento me guste, porque de lo contrario, ni modo. Todos tenemos diferente gusto y lo que a alguien le parece genial es posible que yo no le encuentre ninguna gracia, así como muchos pensarán al leer mis escritos que me embobé. Aquí van algunos de esos cuentos.

Fernán Escobar es mi primo en segundo o tercer grado y es un poco mayor que yo. Cuando tenía 6 años llegó un día del colegio muy cariacontecido, por lo que Amparo, la mamá, averiguó qué le pasaba para tratar de animarlo. El muchachito le preguntó si sabía quiénes eran los “judidos”, a lo que ella respondió positivamente, y entonces quiso saber si también había oído hablar de un tal Jesús. Cuando la madre confirmó que sabía muy bien quiénes eran los personajes, Fernán comentó, con los ojos encharcados, que estaba muy triste porque esa gente había vendido a Jesús por 5 monedas de plata. La madre quiso tranquilizarlo al explicarle cómo habían sucedido los acontecimientos y además le dijo que la venta había sido por 30 monedas. El mocoso abrió los ojos y puso cara de contento, para rematar la charla con este comentario:
-¿Fueron 30 monedas? ¡Ah!, no. Entonces lo que quedó fue muy bien vendido.

Es común oír a la gente renegar de sus empleados de confianza, pero pasan años con ellos y no los cambian por física pereza de tener que entrenar al que llega. La empleada del servicio, el mensajero, la secretaria o el agregado de la finca, le conocen al patrón los resabios, los gustos, la manera como le deben trabajar y tantos detallitos que hacen que haya armonía entre empleado y empleador. Además, existe la falsa creencia que el subalterno de turno es único e irremplazable, y cuado salen de él y consiguen uno mucho mejor, reniegan por el hecho de haberlo aguantado durante tanto tiempo. Gabriel Ochoa, un paisa agradable y buen conversador, tiene una secretaria desde hace mucho tiempo que se convirtió en su mano derecha. Pues a Esneda, que es como se llama la mujer, y debido a los defectos y peros que presenta al desempeñar su trabajo, Gabriel le puso un remoquete que la define en forma descriptiva, además de displicente, y para ello le bastó cambiar una sola letra: Le dice “Es-nada”.

Relaté hace mucho tiempo el cuento de Álvaro “Pinocho” Uribe, cuando una vieja le preguntó por qué le dicen así, y él con ganas de ahorcarla le respondió que es debido a que tiene los pies planos. El hombre es arquitecto y en cierta ocasión debió viajar a Girardot para reunirse con unos inversionistas de Ibagué que proyectaban adelantar una obra en esa población cundinamarquesa. Mientras trataron los temas referentes a su trabajo Pinocho aportó y participó en la junta, pero en cierto momento los presentes se enfrascaron en discusiones económicas que nada tenían que ver con él. Preocupado porque la reunión terminara pronto para alcanzar a regresar a Manizales sin que lo cogiera la noche, miraba el reloj con insistencia y mostraba cierta inquietud. Entonces una de las damas presentes, ricachona y jailosa, quiso entablarle conversación con una frase que es típica de las señoras. Le preguntó si él era de los Uribe de La Ceja, y Pinocho le respondió:
-No señora, soy de los de “la nariz”.

Desempeñaba el doctor Alberto Mendoza Hoyos el cargo de Gobernador de Caldas y se enteró en una reunión social que uno de sus colaboradores más cercanos era del “otro equipo”, como decíamos antes. El doctor Mendoza parecía un lord inglés por su educación, modales exquisitos y una decencia que lo distinguía de los demás, y debido a su prudencia no sabía cómo confirmar tan delicada situación. Entonces resolvió citar a su despacho a uno de los secretarios, Mario Humberto Gómez Upegui, con quien tenía confianza y además estaba seguro de que él sabría detalles del hecho porque tenía fama de ser muy comunicativo. El gobernador fue al grano y con mucho tacto dijo que se rumoraba que uno de sus funcionarios tenía ciertas tendencias reprochables, mal vistas por la sociedad y por la iglesia, y que le agradecía si podía averiguarle algo al respecto. Entonces Mario Humberto, con esa espontaneidad y franqueza que lo caracterizaban, confirmó:
-¿Se refiere a fulanito? ¡Cacorrísimo mi doctor, cacorrísimo!
pmejiama1@une.net.co

La vuelta del domingo.

La vida diaria se vuelve rutinaria y repetitiva, hasta el punto que cualquier cambio nos trastoca el biorritmo y genera un malestarcito difícil de describir. Nada peor que enviciarse a hacer siesta, tener un horario muy estricto para las comidas, dormirse siempre a la misma hora o acostumbrarse a leer algo en el baño porque de lo contrario no se le mueve el estómago. El organismo se moldea con esas reglas y cuando hay algún cambio inesperado, vienen las molestias e incomodidades. Y es tan marcado ese ritmo que cada siete días, el domingo, el ser humano siente una vaina que no tiene una explicación lógica. Es como una pendejada que le indica qué día es sin necesidad de tener un calendario a la mano. A unos les da depresión, otros tragan sin medida y no faltan los que prefieren hacer deporte todo el día; a mí por ejemplo me coge un sueñito al caer la tarde que no puedo controlar. Me duermo sentado, algo que nunca sucede durante la semana.

Hacer locha el domingo es delicioso. Leer el periódico despaturrado en la cama, desayunar tarde y sin restricciones, sintonizar fútbol en el televisor para no ponerle cuidado, bañarse a medio día y vestirse con cualquier mecha, es una licencia que uno mismo se concede. Pero sin duda lo mejor es salir a dar una vuelta y darle gusto al paladar con todo tipo de mecato. Subir a Chipre, disfrutar del paisaje y comer obleas o fresas con crema es algo refrescante para el espíritu. Después recorrer la carrera 23 por el centro para ver tanta gente que sale a lo mismo, darse un “vueltón” dominguero con la familia.

Resulta que en la última salida le puse ojo crítico al asunto y tengo varios comentarios. El mirador que construyeron en el Parque del Observatorio, en Chipre, aparentemente está listo hace varias semanas y nada que lo abren al público. Ojalá sea porque reconsideraron la querella instaurada por el ingeniero Juan Vicente Escobar, ya que le robaron esa idea sin ponerse siquiera colorados. Desde el año 1998 este ilustre ciudadano se dedicó a trabajarle al tema, a venderlo y buscar apoyo para construir allí lo que ahora existe, aunque el resultado final es muy diferente a su idea original. Le hice a Juan Vicente una entrevista para radio hace varios años, conocí la maqueta y la exposición del proyecto, y no puedo creer que la anterior administración municipal le haya birlado la idea así no más. De manera que porque no pudieron llegar a un acuerdo monetario para resolver el asunto de los derechos de autor, resolvieron seguir con el proyecto sin tener en cuenta el respeto que merece él como ciudadano y la ética que debe ser ejemplo por parte del gobierno municipal. Otra inquietud que le dejo a todo aquel que suba al mirador: esa obra que costó 1500 millones de pesos, el ingeniero Escobar la iba a realizar con 450 millones.

Cuando hicimos el recorrido por la carrera 23, desde el Parque Olaya Herrera hasta el Fundadores, le propuse a mi sobrina Daniela que contáramos cuántos casinos, salas de juego, puntos de apuestas, salones de bingo y demás “desplumaderos” inundan ese sector de la ciudad. Encontramos, así por encimita, 25 casinos y 10 puntos fijos de venta de chance y otras apuestas. El “bazuco electrónico”, como lo bautizó acertadamente William Calderón, es una plaga que ocupa cuanto local resulte en el centro de la ciudad. Tiene que ser mucho el billete que deja ese negocio, porque la adecuación de los casinos es con todo los juguetes y hay que ver la fila de incautos que entran a desafiar la suerte con el firme convencimiento que van a salir de pobres. Y ahora acomodan máquinas “tragaperras” en todo tipo de negocios, donde la gente empieza a jugar las monedas de la devuelta y termina empeñando hasta los calzones para tratar de recuperarse.

Una vaina que tiene que ser desesperante para quienes residen en el centro es que algunos almacenes de ropa y baratijas no cierran a ninguna hora, y para colmo acomodan en la puerta unos parlantes monumentales que muele música bailable sin compasión. En las pausas, un locutor comercial repite como una lora las ofertas y promociones que ofrece el almacén, en incita a los transeúntes a que entren con un sonsonete cansino e insoportable. Imagino lo que será tratar de hacer la siesta con una “tarabita” de esas a pocos metros.

El corazón de Manizales es el Parque de Bolívar y lo veo muy triste sin árboles en su entorno. Ojalá esta administración le ponga mano al asunto y en vez de contratar “yupis” expertos para planear la siembra, que le pregunten al ingeniero Gonzalo Uribe Colorado que escribe tan sabroso sus cartas al director y conoce el tema al dedillo. Otra cosa: si las autoridades pudieron sacar los vendedores ambulantes de la 23, que los erradiquen de los costados de la Catedral Basílica, que es el icono de nuestra ciudad. Esa vaina parece un “agáchese” de pueblo.

Las viandas más apetecidas el domingo entre quienes recorren la 23 son los conos de La Suiza, y a 3 cuadras de allí tampoco falta la fila en un puesto callejero donde ofrecen “dedo a mil”.
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