miércoles, diciembre 23, 2009

Tú me das, yo te doy.

No cabe duda de que las campañas se demoran en calar en la gente, pero con el paso de los años y de tanto insistir en ellas empiezan a dar sus frutos. Recuerdo por ejemplo que hace 40 años los vehículos ni siquiera tenían cinturones de seguridad, aditamentos que aparecieron unos años después pero que muy pocas personas usaban. Entonces empezaron con la jodentina que había que abrocharse el cinturón, enseñaban fotografías de accidentes donde sus ocupantes por omitirlo sufrían heridas, explicaban cuáles eran sus virtudes y beneficios, y recomendaban utilizarlo en todos los casos, así el recorrido fuera corto. Tiempo después ya exigieron su uso y llegaron al punto de penalizar a quien no lo utilizara, pero gracias a tanta insistencia muchas personas no podemos transitar en un vehículo sin abrocharnos el cinturón de seguridad. Sin él nos sentimos como en pelota.

Cuatro décadas atrás también era inadmisible una Navidad sin pólvora. La mayoría de la gente, de todos los estratos, destinaba una partida del presupuesto de gastos decembrinos para adquirir globos, voladores, papeletas, buscaniguas, silbadores, culebras, totes, volcanes, velitas romanas y cuanto triquitraque ofrecieran. No importaban la edad ni el sexo para echar pólvora. A los niños pequeños los dejaban fumar para que prendieran las mechas y los adultos, ya copetones, hacían alarde de valentía al arriesgarse con esa peligrosa entretención. Hasta que un grupo de médicos resolvió que no más, ante la avalancha de niños mutilados y quemados que copaban las urgencias del Hospitalito infantil por estas calendas. Y fue así como iniciaron una campaña que en un principio no mostraba muchos resultados, pero que con el paso de los años empezó a crear conciencia hasta llegar a prohibirse el uso y comercialización de la pólvora en la mayoría de municipios del país.

Y como dicen que nunca es tarde para empezar, es hora de iniciar una campaña para erradicar la absurda costumbre de dar regalos por compromiso. Que los obsequios solo sean por cariño, a las personas que uno quiere y sobre todo a aquel que los necesite. Porque no hay nada que se note más que un regalo comprado por salir del paso; de esos que producen rabia al desempacarlos. En cambio al recibir ese objeto que se identifica con uno, o que necesitaba con urgencia, con ese que le dan en la vena del gusto, se siente gran aprecio por la persona que supo halagarlo. Solo cuando se trate de un verdadero compromiso con alguien ajeno a sus allegados, como el médico que lo atendió en un momento oportuno o cualquier persona que le prestó un servicio de manera desinteresada, puede regalarse una torta, una botella de vino o una ancheta, que son productos que van dirigidos al grupo familiar de quien lo recibe.

Con los niños sí que hay que tener conciencia al momento de comprarles el aguinaldo. Pensar en la forma de ser del infante, en qué puede aportarle el regalo a su formación y entretenimiento, si la fiebre por utilizarlo le va a durar, y lo más importante, averiguar que el muchachito no tenga uno igual. Con los menores hay que ser recursivos y utilizar la imaginación, porque muchas veces un mocoso goza más con una lupa, un mapamundi o un buen rompecabezas. Regalos mucho más baratos que además despiertan su interés y aportan a su desarrollo intelectual, en vez de un mundo de pendejadas que impone el comercio y que los zambos usan una o dos veces antes de relegarlos al fondo del armario.

Encuentro absurda la costumbre de los grupos de personas, como costureros, vecinos, compañeros de trabajo, etc., que en la reunión que acostumbran realizar en esta época para despedir el año y celebrar la Navidad, ponen como condición llevar un regalo de cierto valor determinado. Entonces todos se ven en el dilema de qué darle al otro, y sin falta terminan por comprar cualquier pendejada por salir del paso; y con toda seguridad le toca de amigo secreto ese fulano que le cae como una patada. Qué tal si mejor le piden a todos los asistentes que lleven ese mismo presente, pero con la condición que sea algo útil para una familia de escasos recursos o para esos niños que no reciben sorpresas en noche buena. No es sino encargar a alguien del grupo que reparta esos regalos entre aquellos que de verdad los necesitan.

Cuántos se gastan fortunas al comprar regalos fastuosos e inservibles solo para aparentar; con el agravante que se le aparecen a uno con una vaina de esas y toca salir a las carreras a comprar cualquier pendejada para retribuir el detalle. Nada, de ahora en adelante a dejar esa hipocresía y que quien quiera tirarse la plata en compras inútiles, pues que se la tire. A lo mejor si suspendemos esa bobada de tú me das, yo te doy, por fin llegará el día en que abandonen esa costumbre tan desagradable e incómoda.

Todo el mundo bien arrancado de plata y tener que participar en esa sinrazón del intercambio de presentes. Que cada quién se compre sus chiros o lo que de verdad necesite y que los regalitos sean solo para los pequeñines que todavía creen que se los trajo el Niño Dios, quienes por cierto gozan con cualquier chuchería.
pmejiama1@une.net.co

martes, diciembre 15, 2009

Moriremos esclavizados.

Al referirnos a la esclavitud la relacionamos de inmediato con un negrito escuálido e indefenso cargado de grilletes, con la espalda marcada por los latigazos despiadados de su amo. Sobre el papel el sometimiento desapareció de la mayoría de países del globo, aunque en realidad son muchas las personas que lo sufren de una u otra manera. Existen trabajos que aunque sean pagos se diferencian muy poco de esa modalidad absurda y abominable. Y hay quienes son esclavos de un vicio, de celos, de un amor, una religión; de una deuda, un marido machista y absorbente, una obsesión; de una diálisis u otra ayuda mecánica para sobrevivir, de un medicamento. Cualquier cosa que nos maneje la vida, que se convierta en una constante o en algo ineludible.

Desde que el ser humano empezó a poblar el planeta existe la esclavitud. En tiempos remotos parte del botín de guerra era el producido de la venta de los cautivos, que eran los habitantes del pueblo sometido. Adultos, adolecentes y niños que pudieran desempeñar alguna labor se ofrecían en los mercados como mercancía, y familias enteras vivieron durante varias generaciones esa mísera condición. En nuestro continente con la llegada de los españoles fueron los indígenas quienes pusieron el sudor y el sacrificio para llenarles los bolsillos a los ávidos conquistadores. En las minas, en la agricultura, como cargadores en las caravanas o en cualquier oficio que requiriera mano de obra, ahí obligaban al indio a trabajar sin ningún tipo de compensación. Solo la comida necesaria para que sobreviviera al abuso y al maltrato.

Cuando los aborígenes no pudieron suplir esa necesidad, porque de tanto atropellarlos los diezmaron hasta hacerlos casi desaparecer, entonces idearon el negocio de cazar como animales a los negros africanos para traerlos en condiciones infrahumanas a trabajar las tierras del nuevo reino. Mientras tanto, en la Rusia zarista la nobleza disponía del pueblo como una propiedad más, y es así como a un príncipe se le concedía un extenso territorio con sus habitantes incluidos. Siervos llamaban a los campesinos que pasaban a ser propiedad del nuevo patrón, quien disponía de sus vidas en todo sentido. ¿Y acaso no fue esclavitud el feudalismo de la edad media, los gulags de Stalin en Siberia, los eunucos guardianes de un harem o quienes cargaron las piedras para las pirámides?

En Colombia la esclavitud fue abolida después de negociaciones y tratados, y como testigo de ese momento histórico está la inmensa y centenaria ceiba que existe en el municipio de Gigante, Huila, árbol que fue sembrado en 1852 por el entonces presidente José Hilario López para celebrar tan magno acontecimiento. En Norteamérica debieron enfrascarse los estadounidenses en una guerra civil, brutal y fratricida, para lograr que los grandes hacendados sureños renunciaran a sus esclavos; aquellas inmensas plantaciones de algodón y tabaco fueron levantadas con el sudor y la sangre de los negros africanos. En la actualidad, los países desarrollados explotan al tercer mundo y con deudas y compromisos económicos aplican otra modalidad de sometimiento.

Llega el siglo XXI y enfrentamos una esclavitud moderna: la tecnología. Los afiebrados y gomosos no tienen respiro porque aunque tratan de mantenerse al día con el último PC del mercado, el mejor teléfono celular, una cámara fotográfica de ensueño y un carro fuera de serie, en menos de lo que canta un gallo ya están desactualizados. Mientras tanto quienes no acostumbramos estar con el último grito de la moda, esperamos pacientes para echarle mano a lo que siempre hemos conocido como sobrado de rico. Aparatos y objetos con muy poco uso que pierden su valor a una velocidad impresionante, por el solo hecho de aparecer en el mercado alguno más moderno y novedoso.

El control remoto, mando a distancia le dicen algunos, que durante mucho tiempo fue uno solo en la casa, el del televisor, ahora está acompañado de otros varios. El del video grabador, el DVD, el teatro casero, uno para el equipo de sonido, otro para el Ipod, el del radio del carro y hay quienes tienen uno hasta para cerrar la cortinas. Y deben funcionar todos porque no aceptamos tener que levantarnos de la cama a manipular algún aparato de forma manual. Además en las casas ya no dan abasto los enchufes porque tienen un cargador conectado: de los celulares, del cigarrillo electrónico, la máquina de afeitar, del portátil, el del video juego y otros tantos que ni recordamos a qué corresponden.

Y que tal la esclavitud que representan las claves para todo: para el cajero automático, de la tarjeta de crédito, para ingresar a nuestra cuenta bancaria desde la computadora, la segunda clave para hacer ciertas transacciones, la de ingresar al PC, la del correo electrónico, la que pide para Hotmail, Messenger, Facebook, ¡mejor dicho! Entonces uno empieza con la fecha de nacimiento, sigue con los últimos números de la cédula, con los del teléfono, con la placa del carro, con la dirección… Y vaya pues acuérdese. Lo peor es que las del banco cada rato las hacen cambiar, dizque por seguridad, y de una vez recomiendan que no las anote en ninguna parte. ¡Qué tal!, y uno sin saber qué idearse para lograr recordar tanta vaina.
Pero sin duda la mayor esclavitud es internet. Aunque… ¿cómo carajo funcionaba el mundo sin Google?
pmejiama1@une.net.co

lunes, diciembre 07, 2009

Médicos de antaño (II).

Fue mi amigo el doctor Gilberto Echeverri quien me prestó esta amarillenta edición de El Dedo, publicado en diciembre de 1979 para celebrar el aniversario número XX de la primera promoción de médicos de nuestra querida facultad de medicina. He disfrutado mucho al leerlo y eso que no conozco a los protagonistas, como me dice el doctor Gilberto, quien compartió aulas, amistad y ha sido colega y compañero de andanzas de estos personajes. Lacra, Momia, Tamal, Catarro, Feníbal, Abuela, Garrote, Tavito Grajales, Panceburra, Cirano y Pechuepalomo son algunos de los mencionados en las crónicas, trovas, parodias y demás escritos que contiene la gaceta de marras.

Se refieren quienes vivieron aquellas épocas a un profesor que causó polémica en la ciudad: el doctor Tulio Bayer. Hombre inteligente y culto, especializado en Harvard en el campo de la farmacología, quien nunca disimuló sus ideas comunistas y ese idealismo sincero que caracterizaba a los contestatarios de entonces. Cuentan que medía más de dos metros de estatura y tenía un automóvil Volkswagen escarabajo, conocido como una pulga, y que era un verdadero espectáculo verlo bajarse del pichirilo. Alguna vez desempeñó el cargo de Secretario de salud del municipio y emprendió una campaña agresiva para combatir la leche cruda que vendían puerta a puerta. Puso a sus alumnos a recoger muestras y analizarlas, para denunciar los infractores que “bautizaban” la leche con agua antes de venderla al consumidor. Lo increíble es que el primero en la lista de personas denunciadas fue el propietario de una empresa lechera, quien además era el alcalde de la ciudad. Dicen que el burgomaestre se quedó con las ganas de echarlo a las patadas, porque el secretario se le adelantó y presentó su renuncia.

En la sección dedicada al anecdotario encuentro unos cuentos muy buenos. Aseguran que cuando Jaime González (Momia) trabajaba en Fresno, llegó una señora a consultarle porque presentaba una lesión costrosa en ambas mamas. La mujercita estaba acompañada de su hijo de dos años y en el interrogatorio reconoció que todavía alimentaba al barrigón. Entonces Momia le sentenció: Vea mi doña, o usted desteta ese muchachito o el muchachito la desteta a usted.

Dizque una vez mandó el doctor Norman Pardo a su cobrador, un tal Emilio, a recuperar cartera y el pisco le llegó con esta razón: Doctor, que doña fulana le manda a decir que está muy agradecida por la forma como atendió al esposo, que la cuenta le parece correcta, pero que si le da una esperita mientras acaba de pagar el entierro.

Recibió el doctor Marino Alzate una pareja de campesinos que venían de Aguadas y quienes le dijeron que además necesitaban que le formulara a un amigo. Cuando terminó con ambos pacientes les pidió que hicieran pasar al amigo, a lo que el hombrecito muy serio le dijo que eso era imposible porque el otro señor se había quedado en el pueblo. Entonces el oftalmólogo les dijo algo exasperado que cómo se les ocurría que le iba a recetar sin verlo siquiera, a lo que el montañero respondió convencido: Tranquilo dotor, que él no pudo venir pero mandó la cédula.

Llegó un cotero a consultarle al doctor Jaime Arango porque presentaba un chancro en el pene que lo tenía muy mortificado y cuando el galeno procedió a interrogarlo, el hombre aseguró que esa vaina le había salido por levantar un bulto. Entonces el doctor Arango comentó con sorna: Tal vez un “bulto” de vieja, gran pendejo.

Procedía el neurocirujano Oscar Castaño a practicarle una arteriografía a una paciente y la anestesia la daba Gómez Calle. En cierto momento fue necesario cambiarle la posición a la señora y entonces Castaño le pidió al otro que se la empujara para adelante, a lo que Gustavo preguntó con malicia: ¿Y es que la vas a prender rodada?

Un profesor de entonces fue el doctor Ferry Aranzazu, clínico reconocido por sus conocimientos y dedicación a la profesión; además tenía fama de “cuchilla”, de ser muy serio en el trato y poco amigo de las bromas y la guachafita. Entre los alumnos había jóvenes oriundos de varias regiones del país, ya que la facultad muy pronto ganó fama nacional y sus cupos eran muy apetecidos, y entre algunos costeños que llegaron a estudiar había un joven dicharachero, alegre y mamagallista, características muy de su región pero poco comunes en esta Manizales fría y pacata.

Llama el doctor Ferry al corroncho de marras para que presente su exposición y empieza ese personaje a hacer gala de su facilidad de expresión, y a cada momento mencionaba a un tan Yobenjaez: “según Yobenjaez”, “como dice Yobenjaez”, “así lo confirma Yobenjaez”, etc. Es de imaginar que mientras tanto, el avezado profesor escudriñaba en su vasto conocimiento de la clínica médica y sus autores a ver si lograba recordar ese que su pupilo mencionaba con tanta propiedad. Terminada la presentación, el profesor llamó la atención del estudiantado para que imitaran la entrega y dedicación de ese joven inquieto y estudioso, que se notaba a la legua había investigado a fondo el tema. Para terminar, no se quedó con la gana de preguntarle quién era ese tal Yobenjaez que tanto nombraba, y el zambo contestó con absoluta convicción:
-Nadie menos que ¡Yo, Benjamín Ezpeleta Ariza!, para servirle mi docto.

pmejiama1@une.net.co

martes, diciembre 01, 2009

Médicos de antaño (I).

La profesión de la medicina se ha degradado con el paso de los años. Antes era una odisea ingresar a una facultad de medicina, porque se presentaban cientos de aspirantes pero solo había cupo para unos pocos, a diferencia de ahora que en muchas universidades el único requisito es tener con qué pagar las altas matrículas. Gradúan médicos por docenas para mandarlos a la calle a trabajar por salarios ridículos, porque sin duda el grado se convirtió en un segundo bachillerato. Hoy en día quien no se especialice y a eso le agregue varios diplomados, doctorados y cuanto curso dicten, se tiene que colocar como médico general a ver pacientes en quince minutos y a que le paguen menos que a un lustrabotas.

Antes el médico era respetado y acatado en todo sentido. Representaba un escaño muy importante en la sociedad y su presencia era requerida en cualquier tipo de acontecimiento; en los pueblos y ciudades el médico ocupaba la mesa principal con el alcalde, el cura párroco, el jefe de policía y el notario. Para cualquier hogar era un honor recibir al doctor, porque además atendían la clientela a domicilio, y su presencia irradiaba en las personas de todas las edades cierta reverencia. El facultativo atendía al paciente y lo trataba con cariño y consideración, se interesaba por sus dolencias, lo aconsejaba, le daba asesoría en cuanto estuviera a su alcance y se convertía en un miembro más de su familia.

Desde que un intermediario se metió en medio del vínculo médico – paciente, el asunto se empezó a fregar. Ya no tienen tiempo ni de mirar al enfermo a la cara de tanto llenar formas impresas y formularios, todos encausados a elaborar la factura. Porque esa es la única preocupación de las entidades de salud: facturar. Entre llenar papeles, rebuscarse chanfas en todas partes para redondearse un sueldo y estudiar hasta el cansancio para seguir en la lucha, a qué horas van a leer, a instruirse en otras artes, a practicar un pasatiempo, a alcanzar el nivel de cultura de aquellos galenos de antaño. Ahora el interés se centró netamente en lo monetario.

El doctor Alberto Gómez Aristizabal es un ejemplo de aquellos médicos de antes. Desde su época de estudiante, en una de las primeras promociones de la facultad de medicina de la Universidad de Caldas, se ha caracterizado por su espíritu inquieto, un excelente sentido del humor, una maravillosa manera de escribir y ese afán innato por adquirir conocimientos. Fue por medio del correo electrónico, que nos facilita relacionarnos con personas que nunca hemos visto, que he cultivado una amistad con este interesante manizaleño, quien se fue a buscar destino a Cali recién egresado de la facultad. Además me envía religiosamente cada dos meses la edición de La Píldora, una agradable revista que publica contra viento y marea y que está próxima a llegar a la edición #150, y cuya lectura es un oasis para el alma. Allí desfoga el doctor Lacra, como lo llamaban sus compañeros de universidad, todo su bagaje cultural, humorístico y literario.

Cuando la facultad de medicina de la Universidad de Caldas, que en un principio se llamó Universidad Popular, estaba todavía en pañales, Lacra, en compañía de algunos compañeros, publicaba cada mes un periódico que ponía a la comunidad patas arriba. Desde el rector hasta el portero tenían que ver con el asunto y en los pasillos y corredores no se hablaba de otra cosa, aparte de que todo el mundo rezaba para no ser blanco de chanzas y burlas; además hacía denuncias y críticas que ponían a temblar a los implicados. Y es que el autodidacta periodista además de magnífico componedor de rimas, era mamagallista profesional, músico incipiente, gocetas y burletero como el que más. Además le quedaba tiempo para estudiar, escudriñar e investigar.

Cuando celebraron los veinte años de egresados los primeros galenos de nuestra escuela de medicina, le propusieron al doctor Mago (otro remoquete que se ganó Lacra recién llegado a Cali, cuando se dedicó a practicar el hipnotismo que aprendió aquí en forma artesanal con algunos compañeros) que publicara una edición especial de aquel recordado periódico. Entonces en compañía de Hernán Estrada Duque, Catarro, hicieron una recopilación de algunas crónicas que en su momento tuvieron mucho éxito.

Cuenta Lacra en su crónica “Radiografía del doctor Ernesto Gutiérrez Arango”, que cuando procedía con su primera matrícula se enteró de que el decano de la facultad era un eminente médico que era reconocido por ser un potentado ganadero de la región. Decían que dicho personaje semejaba un lord inglés, que se sonaba con billetes de quinientos, el timbre de su casa era un queso de bola, brillaban el piso con crema de leche, etc. Cuando por fin conoció al rimbombante directivo, grande fue su sorpresa al verlo parado en el mostrador de la cafetería de la universidad, con un vestidito Valher común y corriente, y una mano en el bolsillo mientras se tomaba un tinto acompañado de una arepa. Mayor fue su extrañeza al oírlo comentar al dependiente, con su acento de paisa raizal: “Hijue los infiernos Pedro, ¡qué aguapanela tan verraca!”.

A quienes tuvimos el honor de conocer al doctor Ernesto y el inmenso placer de tratarlo alguna vez, solo nos queda decir: ¡Me parece verlo!
pmejiama1@une.net.co