domingo, enero 30, 2011

¡De ojo volado!

Después de leer el libro ¿Hacia un clero gay?, escrito por el sacerdote caleño Germán Robledo Ángel, quedé atónito, estupefacto, patidifuso, boquiabierto, confundido o para decirlo en lenguaje coloquial, ¡de ojo volado! Porque de todos es sabido que en las filas de la Iglesia Católica se han infiltrado gran cantidad de curas corrompidos que de seguir así llevarán a esa respetada institución a la ruina, pero enterarse con lujo de detalles de lo que allí sucede es otra cosa. Y que no crean que se trata de una publicación de esas tan de moda en Colombia donde todo aquel que alcanza la fama, por bueno o por malo, decide plasmar su historia, o lo que es peor, sus memorias, en un libro. Pacheco, Santofimio, Virginia Vallejo, Lucho Herrera, Jorge Barón o Alberto Giraldo son apenas una pálida muestra, además de todos los secuestrados que alcanzan la libertad.

No conozco al Padre Robledo pero por referencias me entero de que se trata de un hombre recto, inteligente y culto. Con estudios superiores en Colombia y Europa, puede notarse al leerlo que no es cualquier curita ignorante de pueblo. La denuncia que hace en el libro es valiente, muy bien documentada y basada en pruebas concretas que pueden encontrarse como parte del contenido. Tengo entendido que algunas personas han querido torpedear su intención de desenmascarar una realidad bochornosa y aberrante, con la modalidad de comprar los libros para destruirlos, pero quienes valoramos su esfuerzo debemos ayudar a difundir ese mensaje para que no suceda como siempre: ¡que no pasa nada!

Cualquier católico puede entender que para la Iglesia es muy difícil impedir que un sujeto con inclinaciones homosexuales, un pederasta, corruptor, ladrón, etc., se infiltre en sus filas, pero lo que nadie perdona es que las autoridades eclesiásticas opten por disimular un hecho delictivo de un sinvergüenza de estos con tal de evitar el escándalo. El “tapen-tapen”, según el Padre Robledo, es la táctica preferida por el Obispo de Cali para solucionar cada hecho bochornoso que se presenta. Y tienen el descaro de trasladar al degenerado a otra parroquia, a otra ciudad o a otro país para que siga allá con sus andanzas punibles. Basta recordar la ira que sintió la feligresía al enterarse de que el Cardenal Castrillón, uno de los más importantes colombianos que nos ha representado en la Santa Sede, felicitó a un Obispo por haberle tapado a un cura sus aberraciones y delitos.

Cuenta el Padre Robledo que en 1959 él era apenas un seminarista y el Obispo Francisco Gallego Pérez promulgó un decreto muy curioso, debido a que los curas de Cali tenían fama de ser muy varones. El decreto sancionaba con suspensión “a divinis” a los sacerdotes que visitaran prostíbulos o casas de citas. Pues el día que escucharon el texto de la nueva directriz, uno de los sacerdotes comentó en voz alta para que oyera hasta el Obispo: “Bendito sea Dios que no prohibieron desayuno, almuerzo y comida”. En cambio ahora, el autor del libro hizo un estudio concienzudo en compañía de un colega de mucha confianza y concluyeron que al menos el 30% de los sacerdotes de la Diócesis de Cali son gays; un dato conservador, porque están seguros de que la cifra es muy superior.

Dizque a un Monseñor se le bloqueó el computador y mandó a arreglarlo, pero el técnico quedó escandalizado con las imágenes y correos que encontró en la máquina (hablan de “ano-malías”). Dice el Padre Robledo que “el problema resultó ser un daño ‘chimbo’ y que ¡el dañao no era el computador!”. Cómo es posible que la moda en el seminario sean los reinados de belleza, desfiles de travestis y concursos de damas de la noche; y lo que es peor, con el conocimiento y la anuencia de las autoridades. O que haya sacerdotes que conviven en la Casa Cural con un muchacho; o hasta el colmo de otro que se mandó a poner implantes de silicona en el pompis.

Alguien dirá que invento o exagero, pero en el libro hay muchas anécdotas, casos comprobados y juzgados, copias de las denuncias, grabaciones telefónicas, hechos aterradores y vergonzosos, manipulaciones, arbitrariedades de la Jerarquía Eclesiástica, etc. Todo con nombre propio, sin indirectas ni suposiciones. Otro pensará que se trata de rencillas internas del clero de Cali, pero de ser así el Padre Robledo estaría en la cárcel por difamación o calumnia. En cambio nadie ha dicho esta boca es mía, a pesar de que en algunos medios de comunicación los han conminado para que se pronuncien. Quien quiera conocer todos los detalles consiga el libro y compruebe que no exagero ni una coma.

Deduzco que lo que el Padre Robledo busca con su denuncia es lo mismo que todos las personas exigimos, respeto, y este se logra cuando la misma Iglesia se encargue de denunciar a los infractores, entregarlos a la justicia y velar por que paguen sus culpas en la cárcel; nada de mandarlos a retozar a una casa de retiros. Advierte el autor a sus lectores en la conclusión del libro que lo que allí encuentran es una mínima muestra de la realidad y que “La Iglesia, si pretende ser la de Cristo, no puede ser convertida en Iglesia de fariseos, del tapen – tapen, clóset de gays o cuartel de misóginos”.

martes, enero 18, 2011

La alegría de leer.

Me parece ver la carátula de la cartilla en la que varias generaciones aprendimos las primeras letras. Como en aquel entonces no cambiaban los útiles escolares todos los años nos tocaban los textos ya medio descuadernados, con regueros de gaseosa, engrasados y llenos de corazones, dibujos y anotaciones; el libro ya habían pasado por la mano de primos, vecinos y todos los hermanos mayores. Todavía recuerdo lo que renegó mi papá porque no pude conseguir un Álgebra de Baldor, que costaba una fortuna, y debió comprarlo nuevo en la Librería Atalaya.

Es tan común saber leer y escribir que nunca agradecimos como corresponde a quienes hicieron posible que tuviésemos esa maravillosa oportunidad. Me pregunto cómo será la vida de un analfabeto, qué pensará cuando camina por la calle y ve los avisos, carteles y letreros; con qué ojos mirará un periódico; cuál será su indefensión al recibir una instrucción escrita; cómo puede sobrevivir en un mundo donde se da por descontado que todos conocemos el significado de las letras. Para ponerme en los zapatos del analfabeto busco en internet un escrito en árabe y al tratar de leerlo, experimento lo que enfrenta esa persona ante cualquier texto simple escrito en su propio idioma. Indefensión, humillación y desconsuelo ante semejante pobreza intelectual.

Quienes tenemos ese don maravilloso debemos aprovecharlo para alimentar el intelecto. Y que a nadie lo coja la vejez sin el gusto por la lectura porque le va a hacer mucha falta; qué carajo hace un anciano todo el día sin un fiel compañero como el libro. La lectura entretiene, mata el tiempo, instruye, acompaña, agiliza la mente y despierta la imaginación. Conozco muchos viejos que se le midieron a navegar en internet y no se cambian por nadie, porque ahí tienen el mundo al alcance de un clic. Si les gusta la prensa pueden escoger; si prefieren las ciencias, el arte, los deportes, la música, el cine o cualquier otro pasatiempo, ahí lo encuentran; o si lo que les gusta son los chistes verdes y ver viejas en pelota, se dan gusto con la oferta que encuentran.

Quien tenga algo para leer está entretenido. Existen libros tan absorbentes que piensa uno que lo pueden meter a la cárcel y ni se entera. Mejor todavía si está abierto a todo tipo de lecturas y no tiene resabios ni condiciones, porque siempre va a encontrar un librito por ahí en promoción o un buen amigo que le facilite algunos ejemplares recomendados; basta con tener fama de devolverlos y nunca faltará quién se los preste. Y aunque los ejemplares de lujo son costosos, esos mismos títulos en ediciones de bolsillo tienen precios muy asequibles.

Otra cosa es que uno no debe dejarse influenciar por los sentimientos para leer a un autor, porque puede perderse de cosas muy buenas. Lo que ha sucedido con el libro de Ingrid Betancur es un ejemplo de ello, porque dicen los conocedores que se trata de una lectura interesante y muy bien lograda; yo resolví que no lo compro ni muerto, aunque espero que alguien me lo preste. Fernando Vallejo me parece un maricón detestable y sin embargo soy fiel seguidor de sus libros. Que no me pase como a alguien a quien leí hace poco y que hacía una crítica a Camilo José Cela; en el escrito lo trata de escatológico, soplón y plagiario. En un aparte dice: “cogí anoche un libro de Cela, de quien no había leído nada. En la página 24 descubrí alarmado que me estaba gustando y lo arrojé por la ventana porque ¿qué tal que vaya uno y se envicie a leer a ese gilipollas? ¡Dios me libre!”.

Aunque detesto esos libros escritos por oportunistas que aprovechan su cuarto de hora, hace poco al quedarme sin lectura me topé con un ladrillo escrito por Mauricio Aranguren Molina, titulado Mi confesión. Relata la vida de Carlos Castaño y cualquier lector desprevenido puede quedar convencido de que los hermanos Castaño fueron unos redentores y héroes de la patria, que entregaron sus vidas por defender las instituciones. Además, es tal vez el libro más mal escrito que conozco; no me explico cómo la editorial Oveja negra publica semejante adefesio y una periodista de la talla de Salud Hernández escribe el prólogo sin leer su contenido. Porque si lo leyó, es imperdonable que no le haya corregido los “horrores” ortográficos, de puntuación, redacción y sintaxis. Por encimita encontré hasta 12 errores en 2 páginas seguidas y la tapa fue cuando leí “enriquézcasen” en la 208.

Cuando escribo algo lo reviso varias veces, consulto, realizo cambios y me esmero en hacerlo bien. Por eso me produce desazón el toparme por ejemplo con el libro Caín, del Premio Nobel de literatura José Saramago, y veo que el tipo escribe sin respetar la puntuación o sin ponerle mayúscula inicial a los nombres propios. O en la maravillosa novela de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, donde el autor “comete” anti dequeísmo infinidad de veces; ante semejante escritor pensé que el equivocado era yo, pero consulté con personas conocedoras y me dieron la razón.

Así es la vida, la licencia poética permite inventar palabras para cuadrar una rima, pero si uno comete cualquier errorcillo se lo cobran. Definitivamente todo lo del pobre es robado.

martes, enero 11, 2011

Respeto ante todo.

La buena convivencia se basa simple y llanamente en el respeto. Basta con que cada persona conozca sus deberes y sus derechos, pero sobre todo que los ponga en práctica, para que las sociedades vivan en paz y armonía. Ahí está la mayor diferencia entre los países desarrollados y los que aún seguimos en la estancada. Muchos se preguntan, por ejemplo, por qué nosotros que contamos con infinidad de recursos naturales, una excelente posición geográfica y un elemento humano recursivo e inteligente, seguimos condenados a vivir en el tercer mundo. Y que nadie diga que estamos llenos de bandidos, oportunistas, timadores y corruptos, porque afortunadamente esos son minoría; lástima que tan pocos hagan tanto daño.

Durante nuestra infancia nos enseñaron a respetar a cualquier persona mayor, sin importar sexo, color, religión o condición económica; yo debía decirle señor al que arreglaba el prado, al peluquero, al viejito que cargaba el mercado en un canasto o al policía de la esquina. El trato para la empleada del servicio era similar y ninguna persona era merecedora de humillación o desprecio; hasta el limosnero que pedía que le echaran las sobras de la cocina en un tarro viejo, era merecedor de respeto. Todos los mayores de la familia podían reprendernos y en caso dado hasta una palmada nos daban. En cambio hay que ver a muchos mocosos ahora, quienes creen que la gente vale por la plata que tiene; usted los regaña y le meten una insultada de padre y señor mío. Y no obedecen ni a palo. Por fortuna todavía muchos padres inculcan en sus retoños lo que acertadamente llaman las palabras mágicas: sí señora, muchas gracias, por favor, con mucho gusto, permiso, a sus órdenes.

Por ello llamó mi atención una frase que oí hace unos años y que resume la idea de una manera clara y precisa. Resulta que nos invitan con alguna frecuencia a pasar el fin de año a una finca de don Gabriel Pinedo Vidal, localizada en un lugar paradisíaco: muy cerca de los límites entre los departamentos de Magdalena y La Guajira está la desembocadura del río Buritaca en el mar Caribe, y en ese lugar queda La Avelina, como se llama la propiedad en homenaje a la madre del propietario. De allá no provoca regresarse porque la brisa del mar y el sonido de las olas arrullan en las noches, además de que la gastronomía costeña y las tertulias en la playa son fenomenales.

Recuerdo que la primera vez que fuimos los invitados éramos muchos, por lo que Gabriel, con esa amabilidad que lo caracteriza, renunció a su habitación y se acomodó en una hamaca, en una esquina del corredor detrás de la cocina; a su lado se instalaron además la niña Mary y el casero. La mujer, de mediana edad, es una guajira voluptuosa y alegre que prepara el pescado y los platos típicos con maestría, mientras que el tipo, a quien todos llaman Pajarilla, es un costeño relajado que laboró toda la vida con Gabriel en diferentes oficios. Otra cosa habitual en esa zona del país, es que el trato entre el patrón y los empleados es más una relación de amistad que de trabajo.

Nuestro anfitrión es un hombre de unos 65 años, calmado, bonachón y sencillo que se expresa en voz baja con un acento Caribe muy agradable, a diferencia del costeño común que es dicharachero, bulloso y ordinario, y que por su forma de hablar es difícil entenderle. Resulta que Gabriel, desde su hamaca, a toda hora llamaba al empleado, cincuentón él, para solicitarle algo: ¡Pajarilla!, anda mira qué pasa con el agua; ¡Pájaro!, fíjate ahí si tenemos naranjas cogidas; ¡Pajarilla!, te recomiendo que aspires la piscina, etc., mientras que el otro con la parsimonia habitual cumplía con sus labores. En una de esas Gabriel le grita: ¡Pájaro!, y el otro responde: ¡Ajá! Entonces el viejo lo reprende con la frase que me impactó: ¡Ajá no, señor!; y no es porque yo sea tu patrón, sino porque soy mayor que tú.

Por fortuna el buen humor tiene cabida en cualquier situación. Es común en nuestro medio que gentes humildes agreguen los artículos determinados “el y la” al nombre de las personas; dicen el Vítor, la Yojana, el Estiven, la Deisy. El Negro Rodrigo Peláez nació en Manizales pero creció en Bogotá y cuando terminó sus estudios superiores, se vino a desempeñar aquí la profesión. Edgar Díaz, bogotano, fue su compañero de universidad y también decidió establecerse aquí. Recién llegados, y como Rodrigo conocía más gente, acostumbraba presentar a su amigo a quien llamaba el Esgar; lo hacía adrede, por mamarle gallo. Y a toda hora que ahí viene el Esgar, que invitemos al Esgar, que pregúntele al Esgar.

Hasta que un día el doctor Díaz resolvió aclarar la situación, pero antes que todo recalcó que ellos eran amigos hacía muchos años, colegas y hasta socios en algún negocio, y que lo que quería proponerle era más un favor personal que una imposición. Que si era posible, le agregara la letra D a su nombre para que lo pronunciara correctamente; que él se lo agradecería de verdad porque esas cosas con el tiempo se vuelven costumbre. Pues dicho y hecho: desde ese mismo día el Negro lo llama “El Desgar”.
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