martes, marzo 29, 2011

Carreteras de herradura.

Viajar por carretera en nuestro país se complica cada vez más, porque la red vial es casi la misma de hace cincuenta años mientras el número de vehículos que la transita aumenta en forma exagerada. Los indígenas que habitaron este territorio trazaron caminos para desplazarse entre las diferentes regiones, muchos de ellos empedrados con lajas que trasladaban desde las canteras; hoy aún existen algunos que son disfrutados por caminantes, ciclistas o caballistas. Cuando llegaron los conquistadores aprovecharon estas vías para desplazarse, lo que facilitó en muchos casos su continuo trasegar por valles y cordilleras. Siglos después, arrieros y recuas fueron los encargados de mover la economía del país por los nuevos caminos de herradura, abiertos para tal fin.

Durante nuestra niñez soñábamos que en el año 2000 todo sería como en las películas de ciencia ficción; era común en las conversaciones aludir siempre al tema y cada quien comentaba su visión futurista. Asegurábamos, con total convicción, que para entonces existiría un túnel que comunicaría a Manizales con Mariquita y que después del recorrido por su interior, saldríamos al valle que rodea al río Magdalena. Nunca pensamos en la diferencia de altura entre los dos puntos, ni en ningún otro detalle técnico, porque para el siglo XXI todo sería posible.

Pues moriremos engañados porque no estamos ni tibios. Con justificado escepticismo nos enteramos acerca de proyectos viales que hablan de maravillosas obras de infraestructura, las cuales mejorarían un poco el desastroso estado de las vías colombianas. Doble calzada de Bogotá a Santa Marta; otra que dizque unirá la Capital de la República con el puerto de Buenaventura; nuevos trazados y autopistas en Antioquia, como la que planean para unir a Santa Fe de Antioquia con Puerto Valdivia, por el cañón del río Cauca, y así recortar de forma considerable el recorrido hacia la costa Atlántica; y ahora hablan de un trazado nuevo para darnos una salida al valle del Magdalena. Como dice el populacho: ¡viéndolo!

En el puente de marzo me fui de paseo a un lugar cercano a Girardot. Las opciones para viajar son la carretera conocida como La Línea, que une a Armenia con Ibagué, o salir por la vía al Magdalena y al llegar a Mariquita, seguir hacia Ibagué. Resolvimos esta última porque al menos el tráfico pesado es mucho menor, ya que por la otra vía transitan los camiones que viajan entre Bogotá y Buenaventura; claro que no se libra uno del todo de la congestión, porque el recorrido entre Ibagué y Girardot es complicado y estresante. Unos 25 kilómetros de doble calzada ya están habilitados y la pregunta que me hago es, si se demoran tanto para adelantar los trabajos en el plan, que es la parte fácil, cómo irá a ser cuando deban atravesar las cordilleras central y occidental para llegar al puerto marítimo.

Como el clima estuvo seco hasta pocos días antes del puente festivo viajamos sin pensar en ese inconveniente, pero la víspera del regreso empezó a llover el domingo a media noche y escampó el lunes por la mañana. Después de averiguar por el estado de las vías resolvimos devolvernos por una ruta que comunica a Girardot con Cambao, sin tener que ir hasta Ibagué, carretera que fluye paralela al río Magdalena y que es poco transitada porque hasta hace unos años la guerrilla dominaba esos territorios. Pues ahora creo que los bandoleros no se fueron de la región porque los combatió el ejército, sino porque se aburrieron. No hay dónde arreglar una llanta, comprar una gaseosa, entrar a un baño o comerse una empanada.

Qué sitio más abandonado y triste. Y aunque los paisajes son espectaculares, los pueblos y caserío son infames; por allá se muere un mico de tedio. El gobierno olvidó esa carretera y el paso del tiempo se encargó de acabar con ella; huecos inmensos y profundos, la maleza se cierra sobre la calzada y llega a convertirla en un solo carril, el barro rueda de la montaña en algunos tramos hasta borrar la capa asfáltica, y hay unos negativos que muy pronto se comerán toda la banca.

De Cambao al antiguo Armero la carretera tiene unos rotos muy peligrosos, por lo rápido que se transita, y luego hasta Mariquita sigue una vía en buenas condiciones. En la subida a Fresno encontramos mucho tráfico liviano debido al cierre de La Línea, aunque por fortuna había restricción de camiones. Después de Padua empezó a llover y apareció la neblina, lo que atortola a quienes no conocen la carretera y puede notárseles el susto en la forma como manejan. Ya en La Esperanza se largó un aguacero fenomenal y empezó a chorrear agua de la montaña; los taludes que han peinado para cortar curvas parecían derretirse y las quebradas empezaron a subirse a la carretera. Piedras, palos y barro dificultaban el paso y ni modo de devolvernos, porque atrás estaba peor. Terrorífico escenario el que vivimos.

Por fin llegamos a Potro Rojo y cuando creímos haber coronado, nos topamos con el cierre de la vía por la avalancha en Maltería; ahí el viaje se alargó en una hora. De manera que quienes planean pasear en Semana Santa deben esperar a ver cómo se maneja el clima, porque de seguir así, viajar por carretera se torna incierto y peligroso.
pamear@telmex.net.co

martes, marzo 15, 2011

Pena ajena.

Se ha vuelto costumbre utilizar esta expresión para referirnos a algo que le sucede a otra persona y sin embargo lo consideramos como propio, sin importar que el implicado sea un desconocido. Puede tratarse de metidas de pata, actos bochornosos, enredos, imprudencias, embarradas, actos delictivos, salidas en falso o cualquier otra situación que produzca malestar o incomodidad, los cuales asumimos en carne propia y por ello decimos que nos producen pena ajena. Si el involucrado es alguien conocido, un amigo, vecino, pariente o así sea un simple coterráneo, entonces el sentimiento y la incomodidad que sentimos son aún mayores. Sin importar que uno esté totalmente desvinculado del hecho y así no tenga velas en el entierro, no deja de sentir malestar ante una situación que considera anormal o reprochable.

Desde sus inicios Manizales ha sido reconocida en el ámbito nacional como una ciudad habitada por gentes conservadoras, chapadas a la antigua y pacatas, pero de igual manera se ha dicho que sus habitantes son personas cultas, distinguidas y sobre todo muy honestas. Aquellos primeros colonizadores se caracterizaron por ser muy religiosos y en todas las casas era obligado el rezo del rosario antes de irse a dormir. Las mujeres dedicaban su existencia a las labores del hogar y eran educadas durante la infancia y adolescencia para que desempeñaran a la perfección ese destino, mientras los varoncitos desde muy jóvenes debían ayudar a sus padres en las labores del campo. Su única diversión eran las fiestas patronales, en las que daban muestras de devoción y compromiso con la iglesia.

Esa bonhomía de aquellos primeros habitantes de nuestro terruño se fue heredando a través de las generaciones, y es así como recordamos con nostalgia que hasta la época de nuestros abuelos muchos negocios se hacían de palabra, sin necesidad de testigos o notarios que avalaran el trato. El compromiso era sagrado, la honestidad una constante y el honor se defendía con la vida. Podrían tacharlos de camanduleros, montañeros y godos, pero nadie dudaba que fuera gente sana, amante de la cultura y las buenas costumbres.

Y aunque todavía hoy nos tildan de tradicionales y mojigatos, todos esos apelativos son pálida sombra ante la fama que hemos ganado en los últimos tiempos, gracias a unos pocos oportunistas que decidieron enriquecerse a costa de los dineros públicos. Desde aquella época infausta del tan mentado “Robo a Caldas”, que por inmoral y aberrante perdura en la mente de los colombianos, políticos y funcionarios se han encargado de situar a nuestro departamento en el ojo del huracán, en cuanto a corrupción se refiere. Antes en nuestro país se tenía como modelo de la trampa y la marrulla a los políticos costeños, pero para nuestra desgracia ese estigma ha sido endilgado a nuestro terruño, gracias a los repetidos escándalos que se producen en Manizales y Caldas.

Pena ajena es lo que siento cuando recibo la llamada de amigos que viven en diferentes ciudades del país y del exterior, para preguntar que cómo es la cosa, que si es cierto esto o aquello, que no pueden creer que fulanito ande en esas, que cuente bien cómo es el batido, que están abismados con semejantes cuentos. Y no me queda más que aceptar lo innegable, confirmar los vergonzosos hechos, repetir lo que dicen la prensa y los organismos de control, ratificar las condenas e investigaciones. Me sucedió de manera reiterada durante la legislatura anterior, cuando nuestro departamento quedó con representación mínima en el Congreso porque casi todos los senadores y representantes terminaron en la cárcel, o debieron renunciar debido a investigaciones que los comprometían. Y los dos más recientes gerentes de la Industria Licorera de entonces encanados, y ex-alcaldes suspendidos y procesados, y hasta el gato untado de una u otra manera.

Peor todavía si los señalados son allegados, conocidos, amigos o familiares. Porque es mucha la fuerza que uno hace para que cumplan con su deber, para que no den de qué hablar, para que salgan con la frente en alto de sus cargos. Y entonces la gente reclama y dice que por qué no aprovechar esta oportunidad de tener una tribuna pública para denunciar a los corruptos, pero nadie tiene pruebas, ninguno pone la cara, todo es me dijeron, oí por ahí, me enteré, se rumora, comentan. Me piden revelar que fulano exige comisión en los contratos, y quien denuncia dice que le contó peranito que la sobrina de mengano, supo que al hijo de zutano le pidieron plata por adjudicarle un contrato. Si el ofendido tiene un video, una grabación o cualquier prueba fehaciente, vaya y venga, pero es muy trabajoso denunciar a alguien simplemente porque el cuento está en boca de todos.

Manizales es una ciudad pequeña, con una sociedad cerrada, donde se sabe qué tiene cada quien, en qué trabaja, cuánto se gana. Le conocen la historia familiar, si la mujer tiene plata, si heredó fortuna, qué negocios maneja y quiénes son sus socios. De manera que no es fácil enriquecerse de la noche a la mañana. Cada quién sabrá si puede vivir con la conciencia manchada, si sus padres, hermanos y familiares cercanos merecen el escarmiento público por su culpa, si no le importa que los hijos algún día se enteren de sus andanzas. Personalmente, prefiero apegarme al dicho popular: “pobre pero honrado”.
pamear@telmex.net.co

martes, marzo 08, 2011

Cine predecible.

Espero que no me toque vivir el momento en que resuelvan producir todo el cine con esa nueva modalidad computarizada. Por medio de la tecnología de punta combinan actores de carne y hueso con imágenes virtuales, además de que no hay en las películas ni una toma en vivo, sino que todo se reproduce por medios electrónicos. Y cada vez son menos los artistas que aparecen en ese tipo de cine, porque ya en muchas películas los participantes, principales y extras, son en su totalidad animados. Todavía recurren a algunos famosos para que aporten sus voces a los protagonistas virtuales, pero muy pronto dejarán de hacerlo porque también lograrán reemplazarlas con la magia de la cibernética.

Imagínese lo que se ahorran al realizar toda una cinta fílmica en un estudio, sin tener que pagar los altos costos que cobran los artistas famosos ni verse obligados a buscar locaciones y montar escenarios. Peinarle los moños a los actores más reconocidos debe ser desgastante y oneroso, y la parafernalia para desplazarse a diferentes países o lugares apartados también genera unos costos bien significantes. En cambio la computadora puede con todo y no existe situación imaginable que no se pueda reproducir.

A pesar de que me hablan bellezas de ciertas películas de ficción o dibujos animados, nunca me han gustado. Ni la Guerra de las galaxias, El señor de los anillos, el Hombre Araña, Transformers, Shrek o Avatar. Cuando veo en los comerciales los ejércitos de robots, las naves espaciales, los animales que conversan y unos alienígenos muy sabiondos, pienso que mejor no le jalo al asunto. También soy enemigo del cine comercial, ese que miden por la taquilla recaudada y que a su alrededor se monta un gran mercadeo de suvenires, accesorios, prendas, juguetes y demás pendejadas. En general, las películas hechas en Hollywood no son de mi agrado; prefiero el cine independiente.

Los gringos tienen unos clichés que no han podido abandonar con el paso del tiempo. Siempre, cuando un carro va a explotar porque le pusieron una bomba, la cámara hace un acercamiento del suiche al momento de accionar la llave; a todos los vehículos en los edificios de parqueaderos les chirrean las llantas, así vayan despacio; cuando en alguna toma alguien ve televisión, sin falta se trata de una película vieja, en blanco y negro; nunca comen o beben lo que les sirven; y al insistir y detenerse en una toma es porque se trata de algo que tendrá trascendencia en el argumento. Y siempre hay entre los malos uno con buenos sentimientos, con el que el público se encariña, pero que sin falta muere al final de la cinta.

De Europa me gusta mucho el cine francés, alemán y español; disfruto el latinoamericano con preferencia por el mejicano y argentino; películas chinas y japonesas también hay muy buenas y en general de diferentes países del mundo aparecen de pronto unas producciones interesantes. Se diferencian del cine gringo en que son más lentas, con argumentos simples y cotidianos, sin tantos héroes ni personajes invencibles. Me intereso más por películas que participan en festivales como el de Berlín, San Sebastián, Cannes o Sundance, porque lo del Oscar me parece un show mediático, intrascendente y farandulero.

Me regalaron el libro Mi último suspiro, de Luis Buñuel, donde desde el primer renglón el viejo advierte que como él no sabe escribir, le pide el favor a un buen amigo para que plasme en el papel sus recuerdos y pensamientos. Un relato delicioso, ameno e interesante que cubre desde su nacimiento, en 1900, hasta un año antes de su muerte en 1983, y en el que recrea todos los pormenores de una vida intensa y fructífera. Dice Buñuel que se animó a hacer cine cuando vio El Acorazado Potemkin, película de cine mudo dirigida por el ruso Sergei Eisenstein y rodada en 1925. Por curiosidad me fui a Google y ahí la encontré, y además pude verla completica; después, cada que en el libro mencionaban una película del cineasta podía disfrutarla. La magia de internet.

Siempre he dicho que el cine de Hollywood es previsible y Buñuel lo confirma. En los años 50 fue contratado como observador de uno de los grandes estudios y en cierta ocasión le hablaron de un guión que tenían escogido para una próxima producción. Cuando le explicaban el argumento, el español interrumpió para decir que ya imaginaba cómo terminaba, a lo que respondieron que era imposible porque se trataba de un texto inédito. Aunque era media noche, invitó al otro a que visitaran a un amigo que vivía cerca y con quien desde hacía un tiempo practicaba un juego que entre ambos habían inventado; consistía en unos ficheros donde uno de ellos exponía las características de una película y el contrincante debía adivinar cómo terminaba. Entonces Buñuel procedió a relatar a su amigo el principio del argumento, lo que bastó para que el otro sentenciara cómo se desarrollaba y cuál era el final. El norteamericano no podía creer lo que oía y quedó convencido de que esos españoles de alguna forma ya conocían el guión.

Hoy en día con un buen televisor y un teatro casero, vemos el mejor cine desde la comodidad de la cama, cobijados hasta la cumbamba y con el botón de pausa a la mano por si cualquier eventualidad.
pmejiama1@une.net.co

miércoles, marzo 02, 2011

Nostalgia del centro.

Cursé quinto de primaria en el colegio Nuestra Señora, en la carrera 24 entre calles 19 y 20, y todos los días me trasportaba en bus urbano con mi hermano Ardilla (su nombre era Fernando, aunque así no le decía nadie porque desde chiquito era como una ardillita: inquieto, despierto y muy hábil con las manos. Yo era un año mayor que él y murió hace dos décadas, por la simple picadura de un zancudo). Salíamos del colegio como a las 4 de la tarde, bajábamos una cuadra y al frente del Palacio Arzobispal, por la carrera 23, vivía nuestra abuela paterna Teresita Restrepo, Tita; ella nos daba plata para que le compráramos la parva en La casa del pan, una panadería que funcionaba en los bajos del Palacio. Subíamos de nuevo y nos servían el algo: un chocolate que amasaban con especies y por lo tanto sabía delicioso, acompañado de pan recién horneado. ¡Qué aromas aquellos!

Luego la abuela nos advertía que esperáramos el bus en el paradero que había al frente y que ella nos echaba ojo desde la ventana, para que no nos fuéramos por ahí a callejear. Nos recostábamos contra el edificio y de reojo mirábamos si la viejita todavía nos espiaba, y cada que paraba un bus, hacíamos amago de montarnos pero con señas le dábamos a entender a nuestra guardiana que estaba muy lleno y que mejor esperábamos el próximo. La táctica nunca falló porque al rato la abuela se jartaba y en el primer descuido salíamos disparados para echarnos la caminada por la carrera 23, donde disfrutábamos al mirar las vitrinas mientras degustábamos algún mecato.

En las primeras cuadras no había nada interesante, pero en la esquina de la calle 22 nos arrimábamos a la vitrina del almacén Bebé, porque aparte de artículos para recién nacidos siempre había triciclos y algunos juguetes muy llamativos; ahí también paraban los buses urbanos y si empezaba a llover, aprovechábamos para embarcarnos. Luego debíamos estar alertas porque en muchos almacenes conocían a nuestro padres y sin nos veían deambular solos, seguro les iban con el cuento.

Entonces pasábamos rapidito por el almacén Vanidades, pero en El Artístico sí nos deteníamos porque era la mejor vitrina del centro. No faltaba un animal disecado, colecciones de carritos, navajas, estilógrafos finos, llaveros y artículos de muy buen gusto. Aunque debíamos tener cuidado porque mi papá era asiduo visitante por su amistad con Evelio; mucha gente creía que eran hermanos por su parecido físico, el mismo apellido y cierta tendencia a hacer mala cara. Además, al frente quedaba el negocio de Aurelio Restrepo y esa era otra parada obligatoria de nuestro padre.

En la próxima esquina, al frente del Club Los Andes, don Efraím Ángel vendía sus telas y como el señor vivía frente a nuestra casa, en La Camelia, también nos podía aventar. Otro sitio que mi papá frecuentaba a diario era La Colmena, el negocio de su gran amigo Antonio Llano; detrás del mostrador siempre estaban Toño y Josefina. Por lo tanto, para pasar desapercibidos, cruzábamos la calle y nos metíamos a La Suiza, para comprar los famosos “esquimales”, que eran una especie de helado forrado con chocolate y venían envueltos en papel mantequilla; absolutamente exquisitos. Milhojas y acordeones también eran pasteles muy apetecidos por nosotros.

Luego nos deteníamos a ojear discos en el almacén Long Play, en un local del edificio Esponsión. Seguíamos adelante frente al Club Manizales, al almacén Van Ralte, la cafetería Dominó y en la esquina de la 27, después de cruzar la calle, había otro paradero de buses. Al frente vendían unos pasteles de piña deliciosos, en el restaurante chino Toy San, en los bajos de la casa de don Adán Delgado. A veces no comíamos nada en el trayecto y preferíamos esperar hasta Míster Albóndiga, en la esquina de la calle 29, donde ese alemán mal encarado, que era más serio que un tramposo, vendía aquellas primeras albóndigas que todavía hoy ofrecen en varios negocios, aunque ninguna iguala a las originales.

Frente al Parque de Caldas quedaba el almacén de don Benjamín López, el paraíso para cualquier niño, porque vendían todo lo que uno podía llegar a desear. En la siguiente esquina esperábamos el bus, que sólo se detenía en los paraderos establecidos, y llegábamos a la casa satisfechos, además de que mi mamá nunca preguntaba por qué nos habíamos demorado. Entonces no era peligroso visitar el centro, no había atracadores ni prostitutas, y los transeúntes caminaban tranquilos por las aceras; nada de ventas ambulantes y los negocios eran atendidos por sus dueños, comerciantes ilustres. Qué pensarán todos estos viejos hoy, los que están con nosotros y los que se fueron, al ver el mercado persa y el garito de mala muerte en el que se convirtió ese entorno.

De todos los negocios nombrados el único que existe, aunque en local diferente y ahora con sucursal en la zona rosa, es la pastelería La Suiza. Eso sí es perseverar: mi relato data de hace más de 40 años y el señor Rodolfo Lendi sigue ahí, al pie del cañón, con los mismos productos y sin rebajar un ápice en la calidad. Estamos en mora los manizaleños, y FENALCO en especial, de hacerle a este suizo laborioso y simpático el homenaje que se merece.
pamear@telmex.net.co