martes, mayo 24, 2011

Hijos prestados.

Definitivamente nos tocó pertenecer a una generación de cambios radicales. Hasta nosotros llegaron muchas tradiciones de nuestros antepasados y así como las vivimos durante la infancia y juventud, al llegar a la madurez debimos amoldarnos a unos modernismos que aún no alcanzamos a digerir, aunque de todas maneras debemos aceptarlos.

Pasaremos a la historia como la generación del sándwich, acomodados en medio de dos momentos históricos; nosotros debimos obedecer a los mayores a riesgo de recibir castigo, en cambio ahora muchos hijos se mandan. Cuando estábamos chiquitos nos tocaban las patas o las alas del pollo, porque el papá y los hermanos mayores se jartaban los muslos y la pechuga, mientras que ahora las mamás se los sirven a los mocosos y nosotros seguimos con las mismas presas. Es que a los niños les gustan mucho, aducen las señoras.

A un cambio que nunca podré acostumbrarme, y sospecho que la mayoría de padres piensan igual, es al hecho que los hijos vivan en ciudades diferentes a la nuestra. En la actualidad podemos disfrutar de la familia reunida mientras los vástagos terminan el bachillerato, y al pasar a la universidad si uno cuenta con “la suerte” de no tener recursos para mandarlos a estudiar a otra ciudad, país o continente. Porque la desbandada es general. A la juventud se le quedó chiquito el planeta y para ellos no existen fronteras. Se levantan becas, consiguen visados, buscan créditos educativos y hacen lo que sea necesario con tal de alzar el vuelo.

Sale uno bien librado si el retoño vive en una ciudad cercana porque puede verlo con cierta regularidad; ellos no cargan pereza para coger carretera en un puente festivo y venir a darnos vuelta. Pero cuando reside en Pasto, Barranquilla o Cúcuta el asunto es a otro precio, porque el viaje debe hacerse en avión y no siempre tienen modo de costearlo. Ni qué decir cuando se radican en Londres, Singapur o Ciudad del Cabo. Ahí no queda sino recurrir a la pantalla de la computadora para siquiera verlos, porque las reuniones físicas se vuelven esporádicas y complicadas. Muchas veces no pueden venir ni a despedirse de sus padres en su postrer momento.

Después de criar la prole y sacarla adelante, el mejor premio que reciben los adultos es la llegada de los nietos. Convertirse en abuelo tiene que ser maravilloso y muchos aseguran que se disfrutan más que los hijos, porque nos cogen en una edad donde vemos la vida con otros ojos; además podemos malcriarlos, alcahuetearles y enseñarles tantas cosas que por motivo del agite de la vida no pudimos hacer con los hijos. Pero ahora las muchachitas se van para el exterior y se casan por allá con un míster, y cuando tienen descendencia y quieren venir a que la familia la conozca, el papá de los niños no los dejan viajar a Colombia por temor a la inseguridad. Y hasta razón tienen, porque después de ver las noticias…

Además está la competencia de los papás que orgullosos presentan el éxito de sus hijos: fulanito es ejecutivo de una multinacional, gana en dólares y vive en Nueva York; el otro es el chacho en Alemania y el salario es en euros; ni hablar de la hija de perencejo, que reside en Shanghái como toda una potentada. Y me pregunto si es mejor eso, o que trabajen aquí en Manizales con un sueldo que les permita vivir sin afugias, que puedan reunirse los fines de semana con la familia y los amigos, y que de tarde en tarde, antes de llegar a sus casas, pasen por la de los papás a darles un saludito.
Porque los que viven en el extranjero pueden tener plata y oportunidades, pero en muchos casos no tienen con quién compartirla.

Mi abuelo paterno, Pedro Luis Mejía, fundó “Plumejía” a principios del siglo pasado y debido a su temprana muerte, fue Carlos, el mayor de los varones y apenas un adolescente, el encargado de tomar las riendas del almacén. Tiempo después lo convirtieron en ferretería y cada que uno de los hermanos terminaba el bachillerato, empezaba a trabajar en el negocio familiar. Durante muchos años tuvo su sede en la esquina de la calle 20 con carrera 20, donde siempre estaban detrás del mostrador los tíos Carlos, Fabio y Enrique, porque mi papá se retiró a trabajar en otra cosa y Néstor, el menor, se independizó y abrió su ferretería en Bogotá. Y fue Enrique el último en atender el negocio hasta que decidió liquidarlo hace poco tiempo porque ya no era rentable, cuando faltaba sólo un año para celebrar el centenario de su fundación.

En un principio “Plumejía” funcionó en los bajos del edificio donde residía la familia, frente al Palacio Arzobispal; en el último piso vivía la abuela y en otro apartamento Carlos con su familia. Se casa Néstor y decide radicarse por el sector de El Cable, que era como vivir ahora en La Florida o El Arenillo. Debido a la lejanía, además de que el hombre todavía estaba en los gloriosos del matrimonio, empezó a llegar tarde al almacén por las mañanas, por lo que Carlos debió llamarle la atención. Entonces Néstor reviró:

-No friegue hombre Carlos, es que usted sale para el almacén a las ocho y llega faltando cinco.
pamear@telmex.net.co

jueves, mayo 19, 2011

Amargo destino.

Una cruz que cargamos la mayoría de seres humanos es conseguir el sustento para sobrevivir dignamente; algunos tenemos la suerte de contar con unos padres que ven por nosotros hasta que alcanzamos la mayoría de edad, con todos los gastos que esto representa, aunque son más los casos de pobreza extrema donde las personas desde su más temprana infancia deben rebuscarse el pan diario. Cualquier sujeto requiere un ingreso que le permita pagar sus cuentas, compromiso que lo angustia y presiona hasta el día que está a punto de entregarle el alma al Creador, cuando todavía piensa si le alcanza para pagar los gastos funerarios. Sin embargo, hay unos pocos que durante su existencia no deben inquietarse por nada referente al dinero, y los miembros de la realeza son muestra clara de tal condición.

La muchacha inglesa que le movió la aguja al príncipe heredero, Cata para los amigos, trabajó como empleada después de terminar sus estudios superiores, pero desde que contrajo nupcias con el apetecido soltero puede olvidarse de cualquier preocupación que surja de la falta de dinero. Que regale la billetera porque así William le de unas libras para que mantenga a la mano, le puedo asegurar que nadie la dejará pagar una cuenta. Jamás se enterará de cuánto cuesta la factura de la luz, de cómo va la hipoteca de la casa o si subieron las pensiones del colegio de los críos. Le importará un pito si el carro se daña, no la desvelará que el mercado se encarezca por el invierno, nunca sabrá lo que es dar una propina ni va a recibir una llamada del banco para recordarle un vencimiento.

Sin embargo no envidio un minuto de la vida que llevará en adelante la ya famosa cenicienta. Debió haberlo pensado muy bien antes de montarse en semejante potro, porque a pesar de no experimentar nunca más la sensación de peladez, no vuelve a tener un minuto de privacidad en lo que le resta de existencia; a excepción de cuando entra al baño o está metida debajo de las cobijas. El protocolo exagerado, que debería llamarse “protoculo”, es la forma de vida más abominable que conozco. Existen reglas para hablar, comer, caminar, relacionarse con los demás, vestirse, reírse y hasta para sentarse. Cualquier falla en su comportamiento, y me refiero a cosas baladíes, causará un terremoto en la monarquía de los Windsor.

Que ni se le ocurra mientras espera a que cambie el semáforo acomodarse el brassier, hurgarse la nariz, retocarse el maquillaje o hablar por el teléfono celular, porque tendrá docenas de paparazis al acecho para pillarla infraganti. No le puede meter un pellizco a un mocoso que esté bien cansón ni sobarse las pantorrillas cuando lleve mucho rato parada, y mucho menos salir el domingo a comprar algo al supermercado en sudadera y sin maquillaje. Le figuró a la muchacha vivir de punta en blanco y mantener siempre una sonrisa a flor de labios, así amanezca con el mico al hombro y le provoque matar y comer del muerto.

La semana de la boda real el canal de la National Geographic presentó todas las noches un programa sobre los preparativos y demás detalles del magno evento, y ahí pude corroborar que la vida de la realeza es insufrible. Todos sus miembros tienen programado el día minuto a minuto y de ahí no pueden salirse; durante las cenas reales, en el momento que la reina decide no comer más, todos los presentes deben imitarla. Qué tal uno bien pachocha y cuando apenas se disponga a empezar, la vieja resuelva suspender porque tiene acidez. Y ni modo de rebañar la salsa con el pan, pedir porción de arroz, hacer “sopas” con el chocolate, o preferir mazamorra pa´ “sobremesiar”.

Cuando le pregunté a mi hijo si pensaba ver en directo el matrimonio, me respondió que estaba dudoso entre ese programa o esperar al domingo siguiente para ver la canonización del papa. Irónica respuesta, porque él tampoco madruga a patearse una vaina de esas ni a palo; los noticieros muestran los detalles más relevantes y así pueden obviarse semejantes ladrillos.

Por fortuna para la joven pareja las costumbres de la corte han cambiado con el paso del tiempo, porque de no ser así estarían en problemas. Y es que en el pasado todos los miembros de la realeza, damas de compañía, ministros, jerarcas, chambelanes, etc., podían asistir para ver en vivo el momento en que los recién casados se metían en la cama la primera noche. Más emocionante todavía la cita que tenían los mismos espectadores, con los reyes a la cabeza, para esperar ansiosos en las afueras de la alcoba nupcial hasta que saliera el marido a mostrar la mancha en las sábanas, rastro que demostraba la pérdida de la virginidad de la muchacha y por ende la consumición... qué digo, la consumación del matrimonio.

En vista de que el Príncipe y la ahora Duquesa han convivido juntos desde hace varios años, lo que por cierto me parece muy civilizado, en este caso no habrían podido cumplir con dicho requisito; imagínese, después de todo ese julepe con el cetro real, y faltan datos de otros municipios, a estas alturas a la regia dama no le deben sangrar ni las encías. O como dicen algunos con sorna: sangra más una cabuya.
pamear@telemex.net.co

martes, mayo 10, 2011

El poder para poder.

Desde muy pequeños, cuando refutábamos una orden dada por los papás, profesores, hermanos mayores o cualquier persona de mayor jerarquía, la respuesta obligada era recordarnos que donde manda capitán no manda marinero. Y ese karma debe soportarlo todo aquel que depende de un superior, quien a toda hora talla, jode, ordena, exige, controla, presiona y no da respiro. El mayor deseo durante la niñez era tener hermanos menores, o compañeros del colegio o del barrio por debajo de nosotros, para poderlos mangonear y decidir por ellos; en cualquier familia o barra de amigos el mayor, que por lo general era el más fuerte y avispado, se arrogaba el derecho de decidir en todo: quién podía jugar, cuál hacía la maldad, adónde iban, cómo actuaban, etc.

Ya durante la adolescencia y la madurez muchas veces disentimos de una decisión tomada por el instructor, un miembro de la autoridad o el jefe directo donde laboramos, medida que debe obedecerse bajo otra premisa perentoria: El que manda manda, aunque mande mal. Tener que acatar dicha sentencia es denigrante e incómodo, y además de impotencia produce una rabiecita menuda. En el sector público es común que cualquier aparecido, con respaldo político, entre a dirigir una dependencia y debido a su falta de formación académica y moral, cometa errores e incurra en gastos innecesarios que aunque sus subalternos detecten a tiempo, no se atreven a cuestionar por miedo a ser despedidos. Así funcionan las cosas, para desgracia nuestra.

Otra frase que produce desazón, aunque sin duda es muy cierta, es la que dice que el poder es para poder. En el mundo entero el poder está monopolizado por quienes controlan las armas y por los grandes conglomerados económicos; presidentes, dignatarios, monarcas y dirigentes son simples marionetas que obedecen a quienes manejan los hilos del poder. Sátrapas, dictadores y políticos se mantienen en el curubito gracias a respaldos ocultos, y aunque dicen respetar la democracia, siempre que van a elecciones triunfan porque bien es sabido que quien cuenta gana. Muestras claras son Fidel Castro y el chafarote vecino, aunque eso les dura hasta que pierdan el apoyo de los poderosos; basta recordar a Trujillo, Somoza, Pinochet y más recientemente a Mubarak.

Mientras un mandatario ejerza el poder es difícil combatirlo e investigarlo, porque quien indaga siempre encontrará trabas y talanqueras que harán imposible su cometido. Al ex presidente Uribe, su familia, amigos y colaboradores, les cayeron como chulos todos esos inconformes que durante ocho años trataron de destapar ollas podridas y denunciar irregularidades. Seguro ahora será más fácil meterle el diente a las investigaciones, por lo que empezaremos a enterarnos de tantas marrullas que producen rabia y desengaño. Porque de ser cierto por ejemplo que una de las desmovilizaciones de paramilitares fue un montaje patrocinado por un narcotraficante, quien además aprovechó para en compañía de familiares y compinches hacerse pasar como tales, y así evitar que los extraditaran, quedamos todos con la espinita y la sospecha de que las demás entregas hayan sido reales.

Escándalos como el de los subsidios agrarios, las chuzadas del DAS o los falsos positivos son una muestra fehaciente de que con el poder todo se puede; y así alguien los destape y muestre pruebas, todo queda en investigaciones exhaustivas, debates en el Congreso y procesos que se refunden en los vericuetos de la burocracia. La táctica infalible de un mandamás o dirigente político es tener subalternos que firmen, contraten y ordenen; curarse en salud y evadir responsabilidades, porque el segundón es quien debe poner la cara en caso de descubrirse el chanchullo. Un calanchín se encarga de pedir mordidas y comisiones, por lo que no queda rastro de quien está detrás del ilícito.

Para llegar a la Presidencia de la República se requiere de una campaña larga y costosa, recursos que aportan los grupos económicos, multinacionales, empresarios y particulares. Como esos favores hay que pagarlos, un allegado al Presidente de turno maquina un torcido; acto seguido le indican al Ministro correspondiente cómo debe proceder; este llama al Secretario del ministerio para que delegue funciones, y ese funcionario, en compañía de otros mandos medios encargados de ejecutar, son quienes van a parar a la cárcel para pagar los platos rotos. Y compruébele pues a los de arriba que ellos dirigieron la componenda.

En clase de cívica nos enseñaban que en una democracia los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, son independientes y autónomos. Así funcionará en Suecia o Dinamarca, porque aquí se nombran los unos a los otros, se deben favores, se cubren la espalda y todas las dependencias están politizadas. Gamonales y congresistas acomodan sus fichas en las altas cortes, los organismos de control, institutos descentralizados, fuerzas militares y cualquier entidad del estado, para de esa forma controlar todo con sus tentáculos de poder.

Empresas y particulares que aportan gruesas sumas de dinero para financiar campañas políticas esperan recuperar con creces lo invertido. Mientras que los ciudadanos del común confirmamos nuestras sospechas cuando políticos y dirigentes no pueden explicar por qué gastan esas millonadas en sus campañas, si con el sueldo que recibirán durante su período no alcanzan ni a cubrir en parte dicha inversión. Y que nadie diga que lo hace por amor a la patria porque eso no se lo cree ni la mamá.
pamear@telmex.net.co

martes, mayo 03, 2011

Social doble.

Merece el apoyo de todos los manizaleños la iniciativa de un grupo de ciudadanos que buscan recuperar el centro de la ciudad. Porque para quienes nos criamos recorriendo sus calles, disfrutamos el ambiente parroquial y acogedor que lo caracterizaba, y debimos visitarlo a diario para realizar diligencias o comprar cualquier artículo que necesitáramos, es triste ve cómo se perdió la magia que lo identificaba. Al crecer una ciudad lo primero que sucede es que el centro deja de ser el sitio de convergencia, la base del comercio, el lugar del corrillo y la tertulia. Antes, para comprar una cinta pegante, un tornillo, un par de zapatos o sellar el cinco y seis había que visitarlo; todos los bancos estaban allá; cualquier taller, almacén especializado o despacho oficial tenía su sede a pocas cuadras de la Catedral Basílica. En la periferia sólo había tiendas de barrio, panaderías y algún zapatero remendón.

Son poquísimas las veces que los niños y adolescentes actuales han caminado por las calles del centro, e invito a quienes tengan hijos o nietos en esas edades a contarles cómo dependíamos hace años de él. Para ellos por ejemplo el cine sólo puede verse en las salas que hay en los centros comerciales y la mayoría no sabe nada de aquellos cinemas que fueron tan concurridos en Manizales. Ya no existen ni siquiera las edificaciones donde operaron los teatros de nuestra infancia y juventud, y sólo queda la opción de señalar el sitio que ocupaban.

Los primeros recuerdos que tengo del cine se remontan a la edad de seis o siete años, cuando mi mamá nos llevaba el sábado por la tarde a matiné en el teatro Caldas, ahí en el marco del parque del mismo nombre. Ella no podía quedarse porque en la casa tenía varios mocosos todavía en pañales, por lo que nos dejaba a los más grandecitos desde temprano para que compráramos el mecato en La Fama, un negocio de abarrotes que había en seguida, en los bajos de la casa de la familia Restrepo Abondano, donde nos rendían más las monedas. Si salíamos antes de que pasaran a recogernos, nos entreteníamos con los carteles de las películas que había en el hall de entrada de las salas de cine.

Ya de diez años me iba con algunos hermanos, primos y amigos del barrio a disfrutar lo que entonces se llamaba social doble. Por el precio de una película presentaban dos y el programa duraba toda la tarde, para salir como a las cinco y media a buscar dónde tomar el algo. Las cintas preferidas en aquella época eran las de Santo el enmascarado de plata; Maciste, un gigante mitológico fortachón y renegado; los vaqueros Roy Rogers y Opalong Cassidy; y los cómicos mejicanos Tin Tan y Resortes.

Las carteleras más apetecidas eran las del teatro Olympia, en cuyos palcos hacíamos recocha y correteábamos de un piso a otro sin pararle muchas bolas a la película, y las del Cumanday que quedaba cuadra y media más arriba, y donde el puesto más apetecido era la primera fila del segundo piso, porque se podían subir los pies en un murito que había a modo de baranda. También estaban el teatro Avenida, frente al parque de Cristo Rey, y el Juan Manuel, ahí a una cuadra, que por ser de la curia presentaba unas películas muy zanahorias.

A los catorce años nos íbamos con los amigos a levantarnos unas pájaras que frecuentaban la entrada de los teatros en busca de quién les pagara la boleta; ahí se nos iba hasta la plata para comprar el mecato, pero no importaba porque adentro teníamos más de tres horas de oscuridad para recuperar la inversión. Tiempo después en el Colombia, carrera 20 con calle 24, empezaron a presentar shows de stripers en vivo; todos los asistentes, antes de comprar la boleta, conseguían EL Espacio para taparse mientras lo leían al hacer la fila. Había que ver la algarabía que se formaba en la platea cuando esas viejas empezaban a volear confites que se sacaban de por allá.

El teatro Caldas lo remodelaron y se convirtió en El Cid, que en su momento llamó la atención por lo lujoso que se veía en comparación a los demás, a excepción del Fundadores, donde presentaron películas hasta que lo convirtieron en centro de convenciones. Durante nuestra niñez ir a cine era muy barato, a pesar de que nos daban para los pasajes en bus, la boleta, alquilar revistas antes de la función y la compra del mecato. Las revistas de muñequitos, que ahora llaman comics, se conseguían adentro y para nosotros no había mejor programa que disfrutar las aventuras de La pequeña Lulú, Archi, El Fantasma, Tarzán, Supermán, El Santo o Frankenstein. El mecato estaba conformado por bombones Charms, salvavidas, obleitas, frunas, ponqué Ramo, besitos, chocolatinas ¡Oh qué bueno! y papas fritas.

Práctica común durante el bachillerato era mamarnos por la tarde e irnos a tranzar un portero para que nos dejara entrar a una película apta sólo para mayores de 21 años. Saber que los compañeros estaban en clase de álgebra hacía mejor el programa, y a la salida teníamos la concha de esperar a que pasara el transporte del colegio para montarnos y así ahorrarnos el pasaje en bus urbano.
pamear@telmex.net.co