martes, noviembre 27, 2012

Insoportable intromisión.


Pasa el tiempo y me pregunto cuándo es que le voy a coger cariño al teléfono celular. Reconozco que el aparato es muy útil porque el número del teléfono ya no corresponde a una residencia, un negocio o empresa, sino que comunica directo con la persona que uno solicita. Lo que no entiendo es que la gente prefiera usar el móvil antes que el fijo, porque así tengan este último a la mano, optan por preferir el celular para cualquier llamada. Y le tengo ojeriza al cacharro ese porque llegué a pensar que tengo una disminución auditiva, pero la deseché cuando confirmé que por el teléfono de la casa oigo perfectamente. Me parece que la señal del celular es inconstante, las llamadas se caen con frecuencia, el sonido es pésimo, y como los aparatos son cada vez más pequeños, no atino a cuadrarlo con el agujero de la oreja.

Pero eso es lo de menos. A lo que no puedo acostumbrarme es a la manera como ese diminuto dispositivo se ha entrometido en la vida de la gente. La mejor definición que conozco acerca del tema es que los avances en las comunicaciones nos acercan a aquellos que están lejos, pero nos aíslan definitivamente de quienes nos rodean. Claro que es una maravilla que alguien llame por teléfono a una hija que está en Singapur y la nena, en vez de simplemente contestar, aparezca en la pantalla muy campante para que converse con ella; y la zamba puede mostrarle el entorno donde está, los zapatos que compró o el último motilado que se hizo.

Todo esto era ciencia ficción hasta hace unos años, sobre todo para quienes vivimos la época en que para hacer una llamada de larga distancia, nacional o internacional, había que pedir el servicio a una operadora de Telecom; la muchacha tomaba los datos y decía que en un rato llamaba para comunicarnos. Entonces nadie podía tocar el teléfono para que no lo fuera a encontrar ocupado y además todo el mundo empezaba a susurrar en la casa, porque cuando por fin sonaba el teléfono, el que iba a hablar debía hacerlo a los gritos para que su interlocutor le entendiera algo. Ni hablar de lo que costaba el chistecito.

Hace unos quince años, cuando empezaban apenas a aparecer los teléfonos móviles en nuestro país, los planes eran muy costosos y por ello los usuarios trataban de economizar al momento de utilizarlos; el aparato se usaba para dar razones, concretar citas y demás asuntos urgente y concisos. En cambio ahora, el que menos, dispone de mil minutos para gastarlos en el mes y muchos tienen consumo ilimitado; entonces hacen visita por teléfono, chismosean, realizan negocios, desde la oficina ayudan a los hijos a hacer las tareas y cuanta comunicación se les ocurra. Desespera ver a la mayoría de las personas adictas a hablar por teléfono.

Lástima que la Urbanidad de Carreño sea un texto obsoleto porque hace mucha falta en la sociedad actual, y caería muy bien un capítulo dedicado al adecuado uso y manejo del teléfono celular. Porque son pocas las personas que al oír timbrar su aparato piden disculpas a los presentes y se retiran a otra habitación para atender la llamada, mientras la mayoría charla tranquila sin importar que interrumpen a los demás; y parecen no percatarse de que quienes lo acompañan están incómodos, sin saber qué hacer, si ponerle cuidado a lo que habla o tratar de retomar el hilo del asunto que los convoca.

Se impone en Europa la costumbre de advertir a la entrada de muchos restaurantes que no se permite el uso del celular, y aunque muchos aducen que a ellos no les molesta contestar el teléfono mientras comen, el asunto es que a los demás sí les incomoda, y mucho. Porque si usted va en busca de un momento de tranquilidad, adobado con buena comida y una agradable compañía, no querrá aguantarse a un fulano que camina por entre las mesas como un león enjaulado mientras habla a los gritos, gesticula y se carcajea. Recuerdo que recién salidos los celulares al mercado me invitaron a un almuerzo campestre con varios ejecutivos de la ciudad y al llegar a la finca, el anfitrión, “Sobrino” Gómez, solicitaba a los participantes el celular para meterlo en una gran olla de barro que tenía para tal menester. Los timbres se confundían en el recipiente y así el dueño quisiera contestar, mientras encontraba su aparato perdía la llamada.    

Si tengo compañía y recibo una llamada respondo a quien sea que después me comunico, porque estoy ocupado. Por respeto y educación, y porque me parece el comportamiento lógico. Si es algo urgente pido permiso a los presentes y me retiro del recinto; además no puedo concentrarme en una conversación si hay otras personas presentes. Pero a la gente parece no afectarle porque responden en cualquier momento, sin importar que estén en una reunión, en medio de la comida, mientras manejan el vehículo, en el ascensor o donde se encuentren. Qué modita tan fastidiosa.  

Una parejita baila amacizada en una discoteca y en cierto momento la muchacha pregunta al oído de su amado si lo que tiene en el bolsillo es el celular, a lo que el tipo responde con malicia: no mamita, ¡es el fijo!
pamear@telmex.net.co

martes, noviembre 20, 2012

Amigos.


Una frase muy valedera dice que los amigos son hermanos escogidos por uno. Muy cierto, porque al menos en mi caso siento un cariño similar por ambos, hermanos y amigos. Tal vez por dicharachero y mamagallista he cosechado muchas amistades durante mi existencia y ello me regocija con la vida. Además puedo decir que no tengo enemigos; al menos que yo sepa. Hacemos buenos amigos de niños con los vecinos del barrio, en el colegio, durante la adolescencia, en el trabajo y en infinidad de circunstancias, pero muchos se pierden al terminarse la interacción con ellos. Sin embargo, los verdaderos amigos perduran a pesar de las distancias y del paso del tiempo.

Al ver la película Amigos me sentí identificado con muchas escenas, porque a pesar de mi discapacidad física he disfrutado momentos inolvidables gracias a unos maravillosos amigos que nunca me desamparan. Con ellos todo es posible, cargan conmigo para donde sea, siempre están dispuestos y lo hacen con tanto gusto... Para ellos mi condición física no es tabú y por el contrario me hacen chanzas y burlas amigables. Cierta vez me subieron a una fiesta en un cuarto piso, sin ascensor, y a pesar de turnarse para hacer la fuerza llegaron arriba resoplando. Cuando se acercaba el amanecer le dije a mi hermano que mejor nos íbamos porque ya quedaba poca gente. Procedió entonces a pedirle colaboración a Cuellar para bajarme y como él no había participado cuando llegamos, respondió con mucha gracia: ¡Yo acaso subí a ese güevón!

En otra reunión vi en cierto momento que el niño de la casa, de seis años, conversaba con unos amiguitos y claramente hablaban de mí. Es lógica la curiosidad de los menores al ver a alguien en silla de ruedas y al notar que Pipe se me acercaba pensé que venía a preguntar algo, pero cuál sería mi sorpresa cuando el culicagao me zampó una patada en toda la espinilla; y lo peor es que tenía unas boticas de esas ortopédicas que parecen de cemento armado. Cuando los papás le metieron tremendo regaño, el muchachito alegó convencido que él había visto en las películas que los que están en esa condición no sienten nada de la cintura para abajo, y que solo quería demostrárselo a sus compinches. Aún recuerdo el dolor tan espantoso y el turupe que me dejó.

Me diferencia del protagonista de la película que mientras él es millonario, yo no tengo en qué caerme muerto; pero como soy de la teoría que rico no es el que más tiene sino el que menos necesita, por ahí nos damos la mano. Y al verlos en ese carro a gran velocidad y con la música a todo volumen, lo relacioné con mi amigo Fernando, quien siempre que estrena carro me recoge para ensayarlo. Buscamos un sitio sin tráfico, confirmamos que no haya policías y el hombre arranca a toda mecha para ver cuánto sube la aguja del velocímetro. Y aunque la verdad me da sustico, pienso que si he de morirme en la casa asomado a la ventana, mejor estampillado por ahí; así al menos salgo en el noticiero. Lo mismo cuando viajamos por carretera, con buen fiambre, y abrimos todas las ventanas, hasta el hueco ese del techo, disfrutamos del paisaje, hablamos paja y cuando suena una canción que nos gusta, la ponemos a todo timbal.

Hace años fuimos varias parejas de amigos a Punta Cana. En la playa de un hotel cuyos huéspedes eran casi todos europeos, mientras nuestras compañeras se doraban al sol, nosotros desocupábamos vasos de ron y nos deleitábamos viendo pasar muchachas sin brassier; parecíamos en un partido de tenis. En esas Enrique, que es hiperactivo, quiso saber si me gustaría montarme en un paracaídas que jalaban desde una lancha. Como yo estaba copetón le dije que claro, convencido de que no lo iban a autorizar, pero para sorpresa de todos al rato se apareció en una lanchita que nos llevaría hasta el bote principal. Fui con mi mujer y varios de los amigos, y ni hablar de lo que fue la pasada de una lancha a la otra con ese mar encrespado. Como ya no tenía reversa dejé que me pusieran un arnés, con Enrique detrás, y arrancó esa vaina a soltar cuerda con un malacate. El viento soplaba con fuerza y cuando estábamos bien altos, solo atiné comentarle a mi compañero que de llegarse a soltar esa joda íbamos a templar a Venezuela.

Estaba yo en plena quimioterapia, como un guiñapo, y así me llevaron para la costa atlántica. Me acomodaban en una hamaca al lado del mar y cada diez minutos me brindaban un aguardiente, hasta que una tarde me antojé de montar en burro y allá me treparon. Otro día debí ir a San Onofre a hacerme un examen de sangre muy determinante. Para calmar los nervios, mientras entregaban el resultado le dije a Fernando que diéramos una vuelta y el hombre arrancó para el cementerio; dizque le parecía muy bonito, fue lo que dijo. Todavía nos reímos al recordarlo.

Mi tío Eduardo recomienda que para soportar los tratamientos que combaten el cáncer nada mejor que el trago, y tiene razón. La diferencia es que en mi condición no se cae uno de la perra, sino de la silla.
pamear@telmex.net.co

jueves, noviembre 15, 2012

Pasmosa indolencia.


Cada pueblo tiene su idiosincrasia y el nuestro se caracteriza por ser alegre, trabajador, amable, emprendedor, resignado y demás particularidades, positivas y negativas, pero una condición bien curiosa es la pasividad de la gente. En otras latitudes la ciudadanía reclama sus derechos de diferentes maneras, sin dar tregua hasta que oigan sus quejas y peticiones y les planteen alguna solución. Sin ir muy lejos en Ecuador los indígenas han tumbado varios presidentes en las últimas décadas y más al sur los argentinos son adictos a protestar; en la Plaza de Mayo durante todo el año hay cambuches, pancartas, pendones y signos de alguna manifestación.

El inconveniente está en que nuestra gente no sabe protestar, porque en cualquier marcha aparecen unos pocos revoltosos que enardecen al populacho y la cosa termina en pedreas, vitrinas destrozadas, carros quemados y algunos heridos entre civiles y policías. Muchos insisten en que si por las malas no se consiguen resultados, mucho menos por las buenas; que si no les paran bolas a las grandes manifestaciones con revueltas incluidas, qué les va a importar un puñado de personas que entonan arengas de manera pacífica. Otros aducen que unos manifestantes insistentes desesperan a cualquiera y con más veras si logran la atención de la prensa.

Vemos que en los países civilizados se presentan protestas de unas pocas personas que caminan en círculos con carteles alusivos a sus peticiones, porque para ellos lo más importante es hacer uso del derecho a mostrar su inconformidad. La mayoría de las veces el asunto se reduce a un pulso, donde el aguante decidirá quién sale ganador, pero queda claro que cuando un pueblo se rebota es muy probable que logre su cometido. Esto sin querer hacer apología a la anarquía, el caos y la violencia, pero para la muestra basta nombrar la “primavera árabe”, que ya ha depuesto varios dictadores que llevaban décadas apoltronados en el poder; y la lista sigue.

En nuestro territorio la burbuja explotó en abril de 1948 y el resultado de aquel hecho marcó la historia del país. Sin embargo, con el paso del tiempo el pueblo se ha vuelto apático, desinteresado y pasivo, porque el descontento con muchas situaciones es palpable. La gente reniega, acusa y dice que esto no puede seguir así, pero a la hora de protestar sólo unos pocos lo hacen. Cómo es posible, por ejemplo, que la situación de la salud no haya generado una revuelta popular. A diario se oyen quejas, reclamos y denuncias, y nos enteramos de más atropellos y abusos, mientras todos opinamos que ahora sí tocamos fondo, pero hasta ahí llegamos. Los medicamentos en Colombia cuestan el triple o más que en los países vecinos, y aunque todo el mundo lo rechaza y critica, la situación continúa invariable.

Lo mismo sucede con el precio de los combustibles. A diario anuncian el descubrimiento de nuevos pozos y se habla de bonanza petrolera, y sin embargo pagamos una gasolina carísima. Entonces proponen campañas para boicotear ciertas estaciones de servicio, ponen a circular denuncias y comunicados por las redes sociales, videos donde exponen el precio que deberíamos pagar en Colombia, pero la vida trascurre y la gente acude a tanquear sus vehículos mientras el Ministro nos da contentillo con rebajas insignificantes en los precios una vez por cuaresma.

Los servicios públicos son otro atropello que hace trinar al pueblo de la ira y a pesar del descontento todos pagamos cumplidos por miedo a que nos lo corten… digo, el servicio. Lo que nuestros mayores cancelaban con plata de bolsillo se convirtió en un rubro que representa un gran porcentaje del presupuesto mensual de una familia promedio. Hace años la costosa era la factura de la luz; tiempo después a la del agua le adicionaron el cobro del servicio de aseo y de alumbrado público, para convertirla en una de las más temidas; a la del teléfono le inventan seguido ofertas y promociones que uno termina por comprar, por la necesidad de estar al día en tecnología y la novelería de disfrutar productos innovadores. Llegó la del gas hace unos lustros y vimos por fin una factura barata, lo que se convirtió en una quimera porque con el paso de los años se han encargado de ajustarle los costos para acomodarla a sus abusivas pretensiones.

Y qué tal los bancos y corporaciones financieras. Ellos operan gracias a que la gente los utiliza, ahorra allí su dinero, aprovecha créditos y demás transacciones, y sin embargo le cobran al cliente hasta el saludo. Cómo es posible que en el BBVA le carguen al ahorrador el costo de la libreta, y que esa pinche cartilla, que les costará a ellos dos o tres mil pesos, se la claven al cliente en la no despreciable suma de $68.440; como quien dice, más del 10% de un salario mínimo. Ni hablar de lo que cuestan chequeras, intereses, retiros, giros y demás transacciones.

Hasta que por fin convocan a una manifestación para protestar por cualquiera de estos abusos y todos aplaudimos, difundimos y apoyamos, pero el día de la convocatoria van sólo cuatro mamertos que pasan desapercibidos. El resto nos quedamos en casa pendientes de saber si la protesta surtió efecto y convencidos de que nuestra ausencia ni se notó. Qué apatía, qué abulia, qué falta de compromiso tan…
pamear@telmex.net.co