miércoles, septiembre 25, 2013

La condición humana.


Mucha tinta ha corrido acerca del tema de la condición humana, el mismo que abarca todo lo que tiene que ver con la manera de comportarnos los seres racionales. Filósofos, pensadores, intelectuales y demás personajes le han metido el diente a la cuestión, y aunque cada uno de ellos expone sus puntos de vista, las conclusiones no varían mucho de unos a otros. El asunto es pariente cercano del existencialismo, al cual es mejor no echarle mucha cabeza porque no vuelve uno a pegar el ojo, es muy posible que se le corra la teja y arriesga terminar el ciclo vital con “…dos huequecillos minúsculos en las sienes…”.

Ya en la vida diaria es común que al conocer otras culturas, bien sea en persona o a través del cine, la televisión o la literatura, nos llame la atención cómo la gente del otro lado del mundo se comporta de manera muy similar a como lo hacemos nosotros. Claro que varían las costumbres y muchas otras cosas, pero hay conductas que son comunes del ser humano; y así ha sido a través de la historia sin importar la época o el contexto. Desde que tenemos uso de razón oímos refranes, dichos y expresiones, muchos de los cuales creemos que son exclusivos de nuestro entorno, pero cuál será la sorpresa cuando los escuchamos en boca de un habitante de Suecia, Egipto o Singapur.

De igual manera en cualquier rincón del planeta hay personas con diferentes modos de ser, lo que desvirtúa esa manía que tenemos los humanos de estigmatizar a los demás. En todas partes hay gentes buenas y malas, perezosas y emprendedoras, simpáticas y antipáticas, corruptas y honestas…; y aunque en cada lugar imperan ciertas características, ello no quiere decir que todos sus habitantes sean cortados con la misma tijera. El proceder de los seres racionales está basado en cualidades y defectos, que son innatos en todos, y según las características de cada quien puede definirse su personalidad.

Una diferencia que tenemos con el resto de animales es la ambición, sobre todo cuando es desmedida. Porque un felino recién alimentado no ataca otra presa hasta sentir hambre de nuevo; y las ardillas acopian frutos secos como reserva para el invierno, pero no guardan más de las necesarias. En cambio muchos hombres nunca están satisfechos, siempre quieren más, no piensan en otra cosa distinta a acumular, viven para multiplicar sus haberes. Un ejemplo de la diferencia en cuanto a la ambición de las personas puede verlo hace poco.

Los progenitores del ciclista Nairo Quintana, una pareja de campesinos boyacenses humildes y decentes, alcanzaron reconocimiento nacional gracias a los triunfos de su hijo. Cierta mañana llamaron de la W Radio a don Luis, el papá del pedalista, y después de conversar un rato con él, Julio Sánchez dijo saber que en la tienda del señor Quintana estaban muy mal de televisor, y que estaba seguro de que un oyente estaría dispuesto a solucionarle el problema. El señor, en vez de aprovechar la oportunidad, se limitó a decir que solo aspira a una ayuda para gestionar la pensión, ya que debido a la edad y a su condición de discapacitado no ha podido conseguir empleo. Que de resto no necesita que le regalen nada.

En otro programa radial le oí a Hernán Peláez que el nuevo propietario de El Tiempo, Luis Carlos Sarmiento Angulo, resolvió entregar el parqueadero de la empresa a una compañía que administra ese tipo de servicio para empezar a cobrarles a los empleados. Ciento veinte mil pesos mensuales cuesta el derecho a guardar el vehículo en el sitio que toda la vida utilizaron sin ningún costo, un valor que no será representativo para el ejecutivo que gana un abultado salario, pero que para el empleado medio, quien apenas sobrevive con el sueldo que recibe, representa un gasto que no puede permitirse. Entonces no le queda sino vender el carrito que consiguió con tanto esfuerzo y volver a la tortura que representa el transporte público.

Un personaje como Sarmiento, con ochenta años de edad y una fortuna que lo posiciona entre los más ricos del continente, para qué carajo quiere esquilmarle a sus empleados una chichigua que a él ni le quita ni le pone; el viejo puede tener siete vidas, como los gatos, y así no mueva un dedo en el futuro no será capaz de gastarse su fortuna. Seguro la medida no la tomó él sino un yupi de esos que nacieron sin hígado, pero al enterarse del asunto pudo echarlo para atrás. Pero no, la idea es mostrar resultados, engrosar los activos, aumentar las utilidades, amasar fortuna.

Todo extremo es vicioso, reza el dicho popular. Y así como la ambición es innata en el hombre y lo anima a trazarse metas, a buscar bienestar y holgura económica, dedicar todo su esfuerzo a conseguir más y más es una forma de desperdiciar la vida. Porque muchos se mueren sin tener la oportunidad de disfrutar lo que con tanto sacrificio consiguieron; parece que la gente olvidara que a nadie lo entierran con sus posesiones y que lo único que dejan son rencillas entre una descendencia que disputa por la herencia. En estos casos recuerdo el sabio consejo que daba don Pablo Arbeláez a sus hijos: Sean, pero no muy.
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martes, septiembre 17, 2013

Émulo de Ícaro.


Desde pequeños los niños dicen qué quieren ser cuando grandes. Diversas son las profesiones preferidas, pero un buen amigo de la juventud decidió desde sus primeros años que lo suyo era volar. Y no soñaba sólo con ser piloto, sino que lo atraía cualquier tipo de modalidad que le permitiera mirar el mundo desde arriba. Por aquella época no eran comunes el paracaidismo, el parapente o los ultralivianos, de manera que le tocó desafiar las alturas de manera muy diferente.

Y es que Gabriel Ángel Uribe, Marucha, era adicto al peligro. Tanto riesgo truncó su existencia a temprana edad, pero fueron muchos los sustos que nos hizo pasar con sus locuras y extravagancias. Ahora descubro que él adoraba era sentir la adrenalina y que habría disfrutado mucho con tantos deportes extremos que se practican en la actualidad. Marucha tenía una personalidad fuerte, era tímido con las mujeres, buen amigo, aunque bravo, y facilito se le saltaba la piedra y se agarraba a puños con quien fuera.

Cierto día mientras disfrutábamos del recreo en el colegio Gemelli, hablamos de la Catedral Basílica y alguien le dijo a Gabriel que él no era capaz de pararse en la baranda del Corredor Polaco, localizado en lo más alto de la aguja central (no tenía la reja que lo protege ahora). Como el hombre no se dejaba carear aceptó de inmediato, nos volarnos del colegio y fuimos a corroborar la hazaña. La catedral tenía una puerta que permanecía abierta, por la calle 22, y no era necesario pedir permiso para subir; además, el tramo al aire libre que recorre los techos de las naves carecía de protección, ni siquiera pasamanos tenía, y debía hacerse con cuidado porque los escalones permanecían cubiertos de lama y musgo. Las escaleras que suben por la torre central eran de madera y muchos tramos presentaban desperfectos.

Subimos convencidos de que Marucha se iba a mamar, pero el hombre sin dudarlo se trepó a la baranda y empezó a caminar alrededor. Nosotros tratábamos de escondernos detrás de la aguja para no verlo, pero él saltaba como un acróbata; acto seguido, procedió a colgarse con las manos por la parte de afuera de la barandilla. En esas miramos hacia abajo y la gente nos señalaba, hasta que oímos una sirena que se acercaba. Bajamos a las carreras y nos escondimos en la base de una de las torres menores, y cuando subió un grupo de bomberos y policías, aprovechamos para escabullirnos antes de que nos pillaran.

Llegó por esos días la revista Mecánica Popular con algo novedoso: planos e instrucciones para fabricar un ala delta, conocida entonces como cometa. Marucha con algunos compañeros consiguieron los materiales y procedieron a armar su primer objeto volador. Para ensayarla se lanzaban desde pequeños cerros pero ninguno lograba alzar vuelo, hasta que uno de ellos se fracturó un brazo en el intento. El aparato quedó averiado pero pronto lo repararon y como Gabriel decía que se le medía a lo que fuera, lo retamos a que lo hiciera desde el barrio Chipre hacia La Francia. No lo dudó ni un momento y nos citamos el sábado por la tarde frente al edificio de piedra.

Llegó muy cumplido, armó la cometa, se caló el casco y apenas sintió algo de viento se aventó, pero fue a parar contra unos árboles que había a pocos metros. Sentimos pánico porque nunca pensamos que se atreviera, entre otras cosas porque no tenía experiencia y ni siquiera sabía gobernar el aparato. Pues subió de nuevo, asustado pero decidido, se acomodó y sin titubeos emprendió vuelo hacia un destino incierto para todos. Nadie decía una palabra y aterrados veíamos cómo volaba directo hacia el colegio Filipense, donde parecía que iba a chocar contra el edificio y seguro moriría en el accidente. Pasó rozando la azotea del colegio y cayó enseguida en el techo de la casa de doña Carlota Arango de Mejía, donde pegó varios brincos para amortiguar el aterrizaje y luego cayó en un patio interior. La casa estaba ocupada por una pareja de cuidanderos que salieron a la calle despavoridos mientras gritaban que había caído un marciano del cielo; porque Gabriel era bien feo y con ese casco parecía la Hormiga Atómica.

También acostumbraba recorrer caminando en las manos la baranda de cemento que hay en la Avenida Santander, en el sector de Vizcaya, y cuando tuvo moto, nos insistió un día para que le ayudáramos a subirla para hacer el mismo recorrido montado en ella; como lo conocíamos decidimos no acolitarle. Su sueño infantil se realizó y después de hacer el curso de aviación consiguió trabajo de copiloto en ACES. Pero como lo que le gustaba era el peligro y la aventura, se asoció con mi primo Álvaro Arango y compraron una ruina de avioneta por unos pocos pesos; con paciencia la arreglaron, le cambiaron piezas y la pusieron a volar, y aún siento escaramucia al recordar las locuras que hacían en ese pajarraco.  

Un sábado a finales de 1978 Álvaro fue a ensayar la avioneta que recién salía de reparación y en ese momento aterrizó Gabriel, quien laboraba ese día. Aprovecharon ambos para hacer un vuelo de prueba y quedaron estampillados en las cercanías del aeropuerto La Nubia. Eso se llama morir en su ley.
pablomejiaarango.blogspot.com     

miércoles, septiembre 11, 2013

Memorias de barrio (5).


Pasado un tiempo en Villa Julia, localizada en las afueras de Villamaría, ya no era solo mi madre quien estaba aburrida de vivir por allá tan lejos, pues algunos de nosotros ya creciditos preferíamos la ciudad porque aquí estaban los amigos y los programas habituales. Hasta que un pariente ofreció a mis padres una casa en alquiler a muy buen precio, con la gran ventaja que así regresábamos al barrio que añorábamos, La Camelia; de manera que sin pensarlo dos veces procedimos a corotiarnos. Por haber residido en ella unos extranjeros la conocíamos como la casa de los gringos y queda exactamente donde llegan las escalas que bajan desde la antigua entrada al Batallón Ayacucho, en la avenida Santander.

La vivienda estaba un poco aislada porque en toda la cuadra, aparte de cuatro casas que había en la esquina, solo existía la residencia de don Marco Estrada; el resto eran lotes enmalezados que disfrutábamos en nuestros juegos. La calle que hoy en día baja hacia la nueva entrada del batallón, era un camino de tierra transitado por las familias de algunos oficiales que habitaban unas edificaciones localizadas en la parte de abajo del cuartel. Cuando el camino llegaba al plan seguía paralelo a un hermoso lago, donde los soldados recibían sus visitas el fin de semana; allí podían pasear en canoas, rodeados de imponentes árboles y gran cantidad de patos y gansos.

En aquella época el predio del ejército contaba con un cerco común, de tres hilos de alambre de púas, para delimitar su terreno. Nosotros cruzábamos ese alambrado cuando queríamos y nos movíamos por todo el recinto sin que nadie lo impidiera; un programa diario era ir a darle vuelta a dos felinos que tenían en una jaula que había media cuadra más abajo de la entrada principal. Otras mascotas de la tropa eran un mico y una danta, o tapir americano, que recorrían el vecindario y se metían en las casas sin ningún recato. Unos animales que causaban estragos eran las vacas de don Manuel López, el dueño de la tienda Milán, porque recorrían el barrio y se comían las plantas de los antejardines. Esas vacas transitaban a diario por los costados de las escalas que separaban a nuestra casa del batallón, cuando las trasladaban desde los potreros donde hoy está el barrio Sancancio, para ordeñarlas en la tienda localizada al frente del cuartel; el lugar tenía fama por las postreras con porción de torta que ofrecía en su vitrina.

Nosotros subíamos por las escalas para ir a comprar mecato en la tienda y era común que los reclutas que estaban detenidos en los calabozos, ubicados en el sótano de la guardia, nos pidieran que les compráramos cigarrillos. Por fortuna nunca accedimos porque cierta vez el hijo de la cocinera de una casa del barrio, quien se prestó para el mandado, fue detenido por los soldados, lo tusaron, le dieron una pela y lo bañaron con agua fría. Sobra decir que el negrito cogió escarmiento y todos quedamos advertidos. Otra pilatuna común era meternos en unas trincheras que tenían en los alrededores y que utilizaban para sus prácticas y entrenamientos, donde encontrábamos gran cantidad de vainillas de balas de fusil, las cuales vendíamos en el colegio para utilizarlas como pito al soplar con fuerza dentro de ellas.

Imagino que entonces quien sufriera de insomnio pasaría malos momentos, porque los centinelas que hacían turno durante la noche en las diferentes garitas de guardia se reportaban al golpear fuertemente dos fierros, y el número de golpes correspondía a la hora; por ser un entorno campestre había mucho silencio y por lo tanto podían oírse los toques de varias casetas, y entonces por ejemplo a las doce de la noche el ruido era molesto. A las cinco de la mañana retumbaba la diana y prontico podían sentirse los reclutas cuando se dirigían a la primera formación del día en la plaza de armas.

Quienes habitábamos en el barrio convivíamos con la tropa y llegaba a tanto la confianza, que una tarde mi mamá se agarró con la entrodera y le ordenó que se largara de la casa. Como la mujer se negaba mi madre le solicitó al sargento de la guardia que le prestaran unos soldados, quienes la acompañaron y desalojaron a la renegada mujer. Durante el día los pelotones de reclutas recorrían las calles mientras repetían estribillos que les marcaban el paso al trotar y también era común que la banda de guerra, a quienes llamábamos chupa cobres, hiciera sus ensayos mientras transitaba por el barrio.

A diferencia de ahora, que el vecindario se incomoda con el ruido procedente del polígono de tiro, entonces nada nos molestaba del castrense vecino. Hace muchos años hubo problemas porque al escaparse un preso del calabozo los guardianes disparaban indiscriminadamente, por fortuna sin herir nunca a nadie, situación que solucionaron al cambiar el sitio de reclusión. Aunque gran parte de mi vida he residido al lado del batallón, en 1986, cuando estábamos todavía nerviosos por la reciente erupción del volcán Arenas, habitaba en un apartamento distante ocho cuadras del cuartel. Una mañana muy temprano explotó el polvorín del acantonamiento y de haber sucedido en la actualidad, quienes habitamos este sector de la ciudad habríamos quedado como el prócer aquel: en átomos volando.
pablomejiaarango.blogspot.com

Los inconformes.


La situación actual del planeta, y concretamente de nuestro país, no deja espacio para el optimismo. Puede tenerse una actitud positiva y estar convencido de que todo debe mejorar, pero la realidad obliga a aceptar que la situación es crítica. Con razón la juventud moderna está reacia a casarse y tener hijos, porque sienten que no es justo traerlos a esta leonera; y más con el futuro incierto que se vislumbra en materia ambiental. Basta hacer el ejercicio un día cualquiera y leer prensa, ver telenoticieros y oír radio para ver cuántas noticias buenas encuentra, cualquier información agradable que alegre siquiera el rato.

En los cinco continentes ciudadanos del común discrepan con el establecimiento; mafias de los grandes conglomerados, corrupción, manipulación de las iglesias, desgreño administrativo, recesión económica, maldad e injusticia. Las grandes capitales de Europa y del mundo entero han sido sacudidas por las protestas de personas que se autodenominan inconformes, porque son tantas las quejas que lo más práctico fue aglutinarlas todas en una sola manifestación. Infortunadamente las movilizaciones se reducen siempre a un asunto de aguante y cuando las gentes se aburren de protestar, de dormir en los parques y tirar piedras, regresan a sus hogares y seguimos en las mismas.

En Colombia estamos pasados de nombrar la protesta con el mismo apelativo, porque aquí la lista de peticiones es larga. Primero los cafeteros, a quienes se unieron arroceros, paperos, paneleros y demás agricultores y campesinos; aprovecharon los transportadores para unirse a la protesta, y siguieron en fila estudiantes, taxistas, productores de leche, sindicalistas, maestros… No falta sino que policías y militares resuelvan también reclamar y ahí sí nos traga la tierra. Sin duda la insurgencia aprovecha el desorden y se infiltra en la protesta para crear el caos, porque la mayoría de quienes asisten a dichas manifestaciones son personas pacíficas que lo único que quieren es que las oigan. De resto son chinches y desocupados que se carcajean mientras tiran piedras y hacen daños.

Los ciudadanos estamos inconformes con el servicio de salud, con la justicia, las políticas de empleo, la movilidad, los servicios públicos, el abuso de bancos y corporaciones, la seguridad, el transporte público, la educación en general, los monopolios, el costo de vida… y mejor recurro al etcétera para resumir. Y a pesar de que el porcentaje de colombianos que salen a las vías para hacerse sentir es muy bajo, es suficiente para paralizar regiones e impedir el tránsito de carga y pasajeros; ahora viene el desabastecimiento, el aumento de precios y el abuso de muchos comerciantes que aprovecharán la ocasión para lucrarse.

Otra situación que aterra de nuestra actual realidad es la indolencia en que nos hemos sumido. Sin duda la repetición de cualquier hecho hace que empecemos a verlo como algo natural y lo que debería impresionar y prender las alarmas, pasa desapercibido ante nuestros ojos. Cómo es posible que en Boston mueran tres personas en un atentado con bomba y Estados Unidos entero se muestre solidario con las víctimas, en todos los rincones haya manifestaciones, cadenas de oración, vigilias y ceremonias para recordar a las víctimas. En Londres asesinan a un policía en la calle y la ciudadanía en pleno se manifiesta para rechazar el crimen, desde la reina hasta el más humilde ciudadano siente la muerte del agente como si fuera de su propia familia y en el lugar de los hechos se acumulan ramos de flores, tarjetas de condolencia y demás muestras de apoyo.

En cambio aquí es común que la gente se indigne porque maltratan un caballito carretillero o alguien atropella un perro con su carro, pero nadie dice nada cuando masacran a una docena de jornaleros, mueren niños por balas perdidas, violan mujeres y adolescentes, atracan, asesinan, secuestran y demás barbaridades. La avalancha de malas noticias nos ha sacado callo y pocas cosas logran sacudirnos. Me preocupo de verdad cuando leo en el periódico acerca de un atentado contra un grupo de soldados, donde mueren varios de ellos, y paso por encima de la noticia sin prestarle atención; antes pensaba en sus familias destrozadas por el dolor, en unas vidas truncadas a tan temprana edad, en tantos amigos y allegados que los echarán de menos.

Ya era hora de que nos uniéramos en una sola voz para reclamar por tanta injusticia, corrupción y desigualdad social. La protesta debe perseverar hasta que los cambios sean tangibles, porque promesas no queremos oír más; y espero que sin recurrir a la violencia ni al desorden, porque estamos a punto de caer en un abismo oscuro y sin retorno. El territorio nacional es un gran incendio donde las llamas afloran por todas partes, y en ese río revuelto es donde pescan los amigos de la anarquía y el caos.

Y no culpemos solo al Presidente y a sus ministros, porque los responsables son todos aquellos que manejan el poder político y económico de nuestra querida Colombia. Ojalá imperen la razón y la cordura, que la protesta sirva de algo y que pronto regresemos a la normalidad; y que Santos mida sus palabras para no repetir la torpeza del primer día del paro, cuando dijo, palabras más palabras menos, que no habían salido con nada, que todo estaba normal y que había sido más la bulla. ¡Imprudente!
@pamear55