jueves, diciembre 26, 2013

Vicisitudes de una peregrinación (I).

La fecha del nacimiento de Jesus pudo haber sido cualquiera durante la existencia del ser humano en el planeta, con todos los beneficios e inconvenientes que cada época representa. Qué tal que hubiera ocurrido en la década de 1930, en Alemania, cuando los judíos no encontraban escondedero que valiera; o en una tribu africana en el siglo XVII, donde lo habrían encadenado para mandarlo a cortar caña al nuevo mundo; ni qué decir de haber coincidido con el Santo Oficio, porque no le habría quedado sino abjurar o lo descoyuntan en el potro. De igual forma pudo haber sucedido en nuestro país, en la época actual, y entonces se me ocurre cómo habría sido la peregrinación de la Sagrada Familia.

-Quiubo viejo, cuente pues cómo le fue –dice María a su marido cuando lo ve llegar entrompao-. Ni pregunte mija, que no puedo decir groserías delante de usté; esa gente de la EPS me va a purificar. Vengo patoniao y esta es la hora que no han autorizao la ecografía esa. Qué nervios viejo, -comenta ella-, y yo con esta maluquera y un dolor bajito que me tiene a punto de coger el monte. Pues diga a ver si se le mide y nos vamos pa urgencias -propone él-, porque un amigo dice que si la hospitalizan le hacen todos los esámenes de una.

Tarde en la noche a ella le entra la angustia y se resuelve, y como a esa hora es trabajoso coger buseta, les figura pagar carrera. En la clínica encuentran a varias personas que tratan de ingresar, por lo que José le propone a su compañera que espere mientras él habla con el portero. Mire joven –dice el carpintero- a ver si nos deja dentrar que mi mujer está a punto de coger la cama y se siente muy mal; mírela como está de traspillada. El vigilante, con ínfulas de gerente y en tono despectivo, responde: ¿y es que usté cree que aquí hacemos milagros o qué? Eche pa la casa y cuando reviente fuente la trae. Por lo que más quiera hombre –suplica José-, esta señora necesita atención. Entonces el tipo pregunta si él es el abuelo de la criatura y cuando responde que es el papá, el vergajo le comenta a una aseadora que lo acompaña: oigan a este… ¡morirá engañao!  

Por fin los deja entrar y les dice que aguarden a que los llamen. Pasadas tres horas nadie les para bolas, por lo que el angustiado padre se arrima al puesto de enfermeras a preguntar qué se sabe. Perdone su mercé, ¿será que pueden atender a mi señora que está a punto de maluquiase? Una muchacha muy amable le dice que hay mucho voleo, pero que apenas se desocupe uno de los médicos ella la hace pasar de primerita; que mientras tanto le muestre la cédula para adelantar el papeleo. Como a las dos de la mañana una doctora con pinta de colegiala la atiende y después de tomarle los signos vitales, le pone una inyección, la manda acostar en una camilla y la acomodan en un corredor; por fortuna le prestan una cobijita porque está tullida del frío.

Poco después de amanecer, cuando se realiza el cambio de turno, otro médico la revisa de nuevo y les anuncia que el ecógrafo de la clínica está dañado, pero que le va a dar una orden con carácter urgente para que la remitan pronto a otra institución; además, le receta un medicamento que debe empezar a tomar lo más pronto posible. Rendidos del cansancio entran a una cafetería al frente y piden dos pintaos con roscas de pandequeso. Ahora verá pues -comenta José-, salimos como llegamos; y con más vueltas pa hacer. Mejor la acompaño hasta la casa y me voy pa la farmacia a reclamar el remedio ese, y de una vez averiguo cómo es la vaina de la ecografía; imposible que siendo urgente nos den más caramelo.

Siquiera llegó mijo, ya me estaba preocupando –saludó María-, venga recuéstese un rato que usté está trasnochao. Qué recostar ni qué carajo -dice el pobre hombre-, si me fue como a los perros en misa. Ríase lo que me tocó esperar en la farmacia, me dieron la ficha 86 y apenas iban en el 14, y luego me dice ese baboso que el medicamento es de alto costo y toca hacelo autorizar. Y cuando pregunté por la vuelta de la ecografía, la vieja se rió y me dijo que eso de urgente no sirve pa nada. Más bien arranco a conseguir la autorización, porque yo la veo a usté como de muy mal semblante. No mijo –propuso ella-, déjeme ir que la cara del santo hace milagros; a lo mejor se apiadan al verme estas patas hinchadas como bancos. Y si no me paran bolas, me les hago la desmayada.

Al humilde ebanista la idea no le gusta ni cinco y resuelve echarse una pestañeada, para salir después de almuerzo a coger turno en la dependencia donde dan las autorizaciones. Pero si en la farmacia lo hicieron esperar, en las oficinas el trámite para cualquier diligencia demora por lo menos medio día. De manera que dejo pendiente el desenlace de estas vicisitudes, tan comunes y corrientes para cualquier ciudadano del montón.

Vicisitudes de una peregrinación (II).

En nuestro medio padecer una enfermedad, aparte del malestar físico y mental que significa para el enfermo, representa un verdadero viacrucis que lo pone a voltear por clínicas, consultorios, oficinas, laboratorios y demás dependencias relacionadas con la salud. Son tantas las talanqueras que ponen al usuario que este llega a pensar que lo quieren aburrir, para que desista, y muchos se mueren mientras esperan a que les autoricen un examen. Pues en esas andaban los papás de Jesus unos días antes del tan esperado alumbramiento.

Después de varias horas de esperar turno, por fin José llega a la ventanilla. Figúrese su mercé que necesito autorizar este esamen, porque mi mujer está a punto de coger la cama y... Mire bebé –le dice una zamba repelente-, no me eche todo ese cuento que yo solo recibo los papeles; eso va a un comité médico y en unos días le avisan si está autorizado. Si no lo llaman, comuníquese usted con el cero uno ocho mil que aparece aquí abajo. Por lo que más quiera señorita –insiste él mientras le dice en tono confidente-, mire que ese niño va a ser alguien muy importante pa la humanidá y… Oigan a este con las que sale –comenta la vieja con una compañera-, qué viejito tan cacharro. 

De camino a casa el ebanista decide averiguar los datos de la partera que le recomendó el farmaceuta del barrio, porque a ese paso no hay riesgos de tener los exámenes antes de que nazca el muchachito. Por encimita le cuenta a su mujer cómo le fue y sin querer, se le chispotió haber hablado acerca de la importancia del retoño que esperaban. Pero cuántas veces le he alvertido –dice María bastante molesta-, que eso no se habla con nadies; mire que nos comprometimos a guardar el secreto. En todo caso si se aparece de nuevo el arcángel a hacenos el reclamo, usté habla con él porque al fin y al cabo fue el que metió las patas.

José se acuerda de contar hasta diez antes de responder, para evitar decir algo de lo que después se arrepintiera, y más tranquilo pone los puntos sobre la íes. Vea mija, quiero decile que si la cosa es así, entoes busquen quién se preste para este cuento porque yo tal vez no le jalo. De manera que después de voltiar como un trompo, derrengao como estoy; de tener que aguantame unas jedionditas que me tratan de bebé porque soy mayorcito; de las burlas cuando digo que el muchachito es mío; y de que me bananién en todas partes; ¿ahora voy a salir a debeles? Pues si viene el ángel ese lo mando pa... Ya viejo, calmate que así no arreglamos nada –dice la mujer- lo que pasa es que una también se ofusca.

Pasan la siguiente semana pendientes del teléfono, a la espera de la dichosa llamada, y salen por turnos para no dejar de contestarlo. Todos los días José reniega por la demora y es hasta que no se aguanta y resuelve llamar. Y empieza con el julepe del centro de llamadas, brinque de tecla en tecla y cuando llega a la extensión correspondiente, preciso en esa no contestan. Entonces escoge la opción de quejas y reclamos, donde le informan que su diligencia es en el número que ha marcado cien veces sin obtener respuesta. Ahí se sale de la ropa ese hombre y le dice a la vieja hasta de qué se va a morir, mientras María se da bendiciones y le hace señas para que se calme.

Al fin puede comunicarse con la encargada y esta le informa que la solicitud tiene una inconsistencia, porque el medicamento no puede autorizarse sin que se le practique a la paciente un examen del líquido amniótico; y que la cita para la ecografía es para dentro de tres meses. José cambia de colores, de la piedra, y no le queda sino colgar porque le va a dar un patatús. María trata de tranquilizarlo: Viejo, no se despeluque con esas niñas que ellas no saben ni de lo que hablan. Mejor tómese esta agüita de toronjil y olvídese de todo; no jeringuiemos más que ya estoy mejorcita y el niño es pa esta semana.

Dicho y hecho, porque esa misma noche salen a las volandas para el hospital. Ríase el trabajo pa conseguir carro –comentan al taxista-, por fortuna pasó usté. De buenas que cogí la carrera –responde el tipo-, porque salí a hacer un mandao; y los llevo porque van p´allí no más, pues estaba a punto de tomame un guaro y después pailas. Por poquito les toca pedile cacao a algún vecino pa que los lleve, porque les cuento pues que hoy no trabaja es nadie; ojalá en el hospital encuentren quién los atienda, y más ustedes que deben tener Sisben.

En las calles hay gente enfiestada y en muchas vías cerradas fritan buñuelos, asan carne y preparan natilla. La música a todo timbal, el baile, la recocha y algunos echan pólvora al escondido. Entonces José pregunta al conductor a qué se debe tanta parranda, y después de observarlos con extrañeza por el retrovisor, les dice que es debido a la Nochebuena. Ambos se miran intrigados y al unísono preguntan: ¿Nochebuena?, ¿y esa vaina qué es?

martes, diciembre 10, 2013

Consumismo navideño.

Darse una vuelta por el centro de la ciudad es como recorrer un mercado persa, y más en esta época cuando se acerca la Navidad. Qué mundo de chucherías, qué desorden, qué proliferación de baratillos. Por fortuna ya no están con nosotros aquellos insignes comerciantes que dieron lustre a ese gremio, porque los hubiera matado la pena moral al ver los locales donde funcionaron sus reconocidos almacenes ocupados ahora por ventorrillos donde ofrecen mercancías de cargazón. Claro que viéndolo bien, los comerciantes formales tienen que competir con los vendedores callejeros que invaden el espacio público y ofrecen fruslerías a muy bajos precios.

Lo que me da golpe es ver cómo se contamina nuestra cultura con costumbres de otras latitudes. Porque ahora años las ventas navideñas empezaban a mediados de diciembre y eran muy escasas; los pocos vendedores informales aparecían por estas fechas a ofrecer musgo en la carrera 23, en el andén detrás de la catedral. También vendían papel encerado y unos años después empezaron a recostar contra la pared de la basílica algunos pinos recién cortados, los cuales se utilizaban como árbol de navidad. Esos vendedores sólo regresaban en vísperas de Semana Santa, cuando ofrecían en el mismo sitio los ramos de palma para la procesión correspondiente.  

La costumbre de utilizar un pino natural, y después sintético, como árbol navideño, fue importada del hemisferio norte porque antes preferíamos viajar al páramo a cortar un chamizo para tal menester; de una vez recogíamos el musgo para el pesebre en las cañadas del sector. La cultura ecológica no existía y para la gente era normal cometer semejante atropello contra la naturaleza. No había felicidad igual a emprender ese paseo un domingo de diciembre, con un buen fiambre, para conseguir los materiales. Subíamos por la carretera hacia el nevado y a la altura del Cerro Gualí, cogíamos la desviación para los termales y allí nos dábamos un baño. Después a buscar el chamizo ideal, lo que requería de mucho tiempo porque como todos opinábamos al respecto, no era fácil ponernos de acuerdo sobre cuál era el mejor; luego de amarrarlo en el techo del jeep procedíamos a recolectar el musgo y nos íbamos para la casa a seguir con los preparativos.

Como pedestal para el chamizo se usaba un tarro grande de galletas de soda, bien cuñado con  piedras y arena, y luego le pegábamos motas de algodón y escarcha para adornarlo. No quedaba sino colgarle las guirnaldas y unas bolas de colores, delicadas como cáscaras de huevo, que mi mamá recomendaba manipular con mucho cuidado para no romperlas; claro que entre mayor era la cantaleta, más bolas terminaban vueltas añicos. Para el pesebre teníamos guardadas unas cajas de cartón, de diferente tamaño para darle relieve, que cubríamos con papel encerado y después todo iba forrado con musgo, para acomodar los diferentes trebejos que sacábamos de una caja llena de polvo y telarañas.

La diferencia con el consumismo que nos agobia en la actualidad es que entonces los adornos navideños eran los mismos para todos los años. Rara vez había que reponer alguna cosa y para ello bastaba ir al almacén de don Benjamín López, frente al parque Caldas por la carrera 23, donde vendían desde la instalación eléctrica hasta las ovejitas de plástico. De manera que todo el material para arreglar la casa de Navidad cabía en una cajita mediana de cartón, a diferencia de ahora que esos cachivaches ocupan grandes empaques que no encuentra uno dónde guardar.

Hoy en día la oferta de artículos y adornos navideños es ilimitada, y muchos almacenes solo abren sus puertas durante la temporada de fin de año para ofrecer árboles de todos los tamaños, luces, colgandejos, estrellas, guirnaldas, farolitos, velas y peluches; disfraces, delantales, manteles, servilletas y demás prendas diseñadas con motivos relativos al tema; muñecos representativos del Papá Noel para todos los gustos y presupuestos; y hasta cambian los colores tradicionales, rojo y verde, para innovar de alguna manera.

En el centro de la ciudad los vendedores ambulantes ofrecen mercancías a precios ridículos, y se pregunta uno cómo traen una instalación eléctrica desde China, bien empacada, con muchas luces e intermitencias, y la venden a esos precios. A lado y lado de la vía pueden verse almacenes y vitrinas a punto de vomitarse, de lo atiborradas, donde presentan todo tipo de cachivaches. Y la gente compra y compra, sin importar que en sus casas ya no quepa un alfiler, y en enero empacan toda esa mugre y la guardan durante el año, para adquirir más en la próxima temporada y así engrosar el menaje.

Nos dejamos influenciar de otras culturas y ahora vemos que al Niño Dios lo  remplazó Papá Noel, con su trineo y los renos encabezados por Rudolf; un pino artificial cumple la función del chamizo; muchos cambiaron el pernil de cerdo de la cena navideña por un pavo insípido y el desayuno con tamal por waffles y panqueques; los villancicos y las tarjetas son en inglés; utilizan botas navideñas así no tengan chimenea; y réplicas de muñecos de nieve adornan los jardines. La fritanga fue remplazada por jamón serrano, aceitunas y queso holandés, los buñuelos por muffins y brownies, y hasta el aguardientico pasó a mejor vida, porque ahora se estila brindar con vino. No queda sino decir: ¡Merrycrismas-an-japiniuyiar!

miércoles, diciembre 04, 2013

La tienda del colegio.


Se preocupan las mamás por prepararles una lonchera saludable y balanceada a sus hijos, sin negarles una golosina o su alimento preferido para animarlos a consumirla. A cierta edad el infante ya no quiere llevar lonchera y a cambio prefiere dinero para comprar en la tienda, la cual también es controlada por directivos y padres de familia, quienes buscan evitar que los educandos se alimenten solo de comida chatarra, confites y los llamados paqueticos. Claro que los mocosos se las ingenian para darle gusto al paladar y no falta el alumno negociante que de manera clandestina ofrece bombones, chicles y demás galguerías.  

A nosotros simplemente nos daban la mesada, que era muy poquita, y ni siquiera nos preguntaban qué comíamos a la hora del recreo. En aquella época las tiendas de colegio vendían cualquier porquería que tuviera acogida entre los alumnos, sin importar calorías, fibras, azúcares, carbohidratos, grasas y demás perendengues. Nadie exigía asepsia ni preguntaba dónde preparaban los alimentos y a nosotros lo único que nos interesaba era llenar el buche. Pasteles, confites, parva y fritos eran las viandas preferidas, y como entonces parecían no existir la gastritis, el reflujo o la diabetes, a nadie le hacían daño ni lo perjudicaban.

De la primera que tengo memoria es la tienda del Colegio de Cristo, en el parque Fundadores, donde cursé hasta cuarto de primaria. La venta quedaba debajo de las escalas, ahí cerquita a la entrada principal, y el único mecato que recuerdo eran unas empanadas grandotas, de esas que traen un seco adentro, las mismas que entregaban frías y en la mano, sin ninguna opción de pedir limón, ají o siquiera una servilleta. Se pedían un par de empanadas acompañadas de gaseosa -Kolkana, Piña Luz o Freskola-, y tocaba dejar peña (finca, le dicen en Bogotá), un dinero que les aseguraba la devolución del envase. Al momento de entregar la botella uno trocaba esa peña por un bombón u otra golosina. De ese colegio también recuerdo unas bananas grandes que regalaba el Hermano Patecaucho al alumno que se portara bien.

En Nuestra Señora de la calle 19 cursé quinto de primaria y allá preferíamos comprar el mecato en los carritos de dulces de la calle, porque era más barato. A media tarde horneaban panes para servirles con el algo a los alumnos internos y el olor nos ponía a todos a tragar saliva, hasta que salían los mellizos Fernando y Alberto Mejía, Los chinches, cargados de mercancía que vendían “como pan caliente”; creo que se los compraban a sus compañeros y los revendían en el patio con muy buena utilidad.

A partir de primero de bachillerato ingresé al Agustín Gemelli, cerca a Morrogacho, y en esos primeros años la tienda funcionaba en un salón al lado de la tarima que hay en el hall principal. Sonaba el timbre para el recreo y abrían una ventana grande, donde los alumnos tratábamos de abrirnos campo a los empujones. Vendían en esa época parva de la panadería La Victoria, fresquita, y acompañábamos la gaseosa con gafitas, mojicones, tostadas o pan de rollo. La bebida podía remplazarse por botellitas de leche Celema, fría, las cuales se agotaban en un dos por tres. También ofrecían papitas fritas caseras, en bolsitas de plástico que cerraban con un peine y una vela.

La plaga a la hora del algo eran los pedigüeños, para más piedra algunos platudos que dizque tenían la disciplina de ahorrar, quienes recorrían el patio velando y con cara de ternero degollado pedían un pitico de pan o un traguito de gaseosa. Entonces uno con el primer trago se encargaba de llenar el líquido de submarinos o le metía el chicle adentro mientras comía, y así nadie se antojaba. Otra táctica era enterrar el pico de la botella en el pan y voltearla para mojarlo por dentro, convirtiéndolo en una mezcolanza desagradable que no le provocaba sino al dueño. Tampoco faltaba el vergajo maldadoso que recorría el patio y al que estuviera descuidado, le metía una pequeña piedra en la gaseosa para que debido a una reacción química todo el líquido se saliera convertido en espuma.   

Tiempo después pasaron la tienda para los bajos de primaria y le entregaron el negocio a Delia, una mujer que fritaba patacones, chorizos, costillas y empanadas, además de preparar huevos pericos, chocolate y arepa con mantequilla. Para evitar peloteras nos mamábamos de clase y bien acomodados, ordenábamos el desayuno mientras Nancho Ocampo, aprovechando que la vieja vivía enamorada de él, dirigía el negocio a su antojo. Con disimulo calculábamos el momento en que la buseta se aproximaba para salir a las carreras, lo que llaman voladora, mientras Nancho de último le aseguraba a Delia que después arreglábamos. 
En cuarto de bachillerato me pasaron castigado para el Seminario Menor, detrás de Los Rosales, donde duré unos pocos meses. Con Fernando Giraldo, Tamba, nos hacíamos echar de clase y arrancábamos para una tienda manejada por los seminaristas mayores, y que debido a la hora estaba cerrada. Metíamos un palo por un vidrio roto y engarzábamos varios Brazos de reina, y nos sentábamos a mirar el paisaje mientras nos empetacábamos de pasteles. Y pensar que añorábamos salir del colegio, cuando es la única etapa de la vida donde las preocupaciones son mínimas. ¡Qué tiempos aquellos!