martes, marzo 25, 2014

Memoria viva (I).


Cuando en mi casa cambiaban la ropa de camas los lunes, la empacaban junto a otras prendas en grandes talegas de tela para que mi mamá las llevara a una casita que aún existe abajito del edificio de la Andi, a mano derecha bajando, donde Marina se encargaba de lavarla y plancharla. Para su negocio la mujer aprovechaba un chorrito de agua que brotaba del barranco al frente de su casa, y recuerdo a mi madre cuando volteaba el De Soto en esa carretera estrecha y poco transitada, mientras la lavandera le indicaba hasta dónde podía echar reversa.

Hace poco me llamó una señora para comentar acerca de un artículo donde me referí a nuestra infancia en el barrio La Camelia y para mi sorpresa, preguntó por mis padres, tíos y demás parientes. Cuando quise saber por qué nos conocía tan bien, dijo ser hermana de Marina y empezó a relatarme la historia de su familia. Al percatarme de su gracia y locuacidad, la interrumpí y le propuse que mejor nos reuniéramos para poder tomar nota de tantas anécdotas y datos de interés. Doña Leticia Cuartas Chica tiene algo más de 80 años, una lucidez absoluta, memoria fotográfica, simpatía arrolladora y su único achaque aparente es que oye solo por un oído, y poquito. De manera que bastó arrimarme y hablarle durito para disfrutar de su agradable charla.

Recién fundada Manizales nacieron unos gemelos, pero como era común en esa época, la madre murió después del parto. El papá los hizo bautizar con los nombres de Victoriano y Raúl, y debido a su parecido, les amarró un lacito de color en las muñecas para reconocerlos. Hasta que cierto día durante el baño las marcas se perdieron y no quedó manera de distinguirlos, y cuando poco después murió uno de los bebés, el padre resolvió llamar Victoriano al sobreviviente. Por cosas del destino ese niño se crió con la familia de don Joaquín Arango Restrepo, uno de los fundadores de la ciudad, a quien en la repartición de predios le tocaron los terrenos que ocupan hoy los barrios Sancancio, Palermo, Milán, Alto del Perro, el Batallón y todo el terreno que hay hasta Expoferias; la quebrada del Perro y el río Chinchiná eran linderos de la propiedad. La casa de don Joaquín quedaba donde funcionó muchos años Iderna, en Sancancio, lote que en la actualidad ocupa el Conjunto Horizontes, donde resido.           

Una hermana de don Joaquín, Matea, fue como una madre para Victoriano Chica y cuando el muchacho cumplió la mayoría de edad, le adjudicaron el lote para que levantara su casita, además de permitirle cultivar la tierra y engordar ganado en los potreros. Como el joven ya tenía intención de casarse puso todo su empeño en la construcción del rancho con madera obtenida de los bosques aledaños; el entramado del techo amarrado con bejucos, porque las puntillas eran costosas y escasas, dos habitaciones y una cocina con piso de tierra conformaban la humilde vivienda. Poco después de casarse ya tenía dos hijos varones, Juan de la Rosa y Jaime, y al estallar la Guerra de los mil días, en 1899, el mayor de los muchachos estaba en edad de alistarse en el ejército. Pero el angustiado padre no estaba dispuesto a perder a su hijo mayor en el campo de batalla y procedió a cavar un amplio agujero en medio del rastrojo, cerca a la casa, para construir una caleta dónde acomodar al muchacho mientras pasaba el conflicto. Todos los días le llevaba comida, lo acompañaba un rato y buscaba la forma de mantenerlo entretenido.

Hasta que algún vecino los denunció, el muchacho fue detenido y enrolado, y nunca más volvieron a saber de él. Por un costado de la casita bajaba un camino de herradura que arrancaba desde Milancito, un bailadero que funcionó muchos años arribita del batallón, y en La Teresita se unía al camino que baja desde el Alto del Perro. Cuando empezaron a construir la carretera, por el trazado actual, la mano de obra la ponían los presos que trabajaban encadenados y así cumplían sus condenas a trabajos forzados. Al llegar frente de su predio le advirtieron a Victoriano que debían utilizar dinamita para demoler una inmensa piedra y que seguramente la vivienda quedaría destruida. Entonces él pidió que le dieran una esperita y procedió a cortar madera para formar una barrera de protección, y además cubrió el techo con ramas y chamizos que amortiguaran la explosión. Por fortuna su esfuerzo surtió efecto porque la casa no sufrió daños de consideración.
Néstor Cuartas, yerno de Victoriano, trabajaba como mayordomo de la finca La Nubia (donde está el aeropuerto) de Juan Antonio Toro, la misma que lindaba con Lusitania, cuya casa restauraron y hoy sirve de sede a Jardines de la Esperanza. Allí vivía con su mujer Eulalia Chica y los hijos pequeños, entre ellos Leticia, porque los que estudiaban residían en la casa del abuelo para poder asistir a la escuela, que funcionaba en una casita localizada a un costado de donde muchos años después construyeron el edificio Cuezzo. Los domingos el abuelo llevaba a sus nietos hasta La Nubia para que se vieran con sus padres; viajaban montados en un burro por el camino de herradura, para regresar de nuevo al caer la tarde. Continuará…

Memoria viva (II).


A doña Leticia Cuartas Chica no le alcanzan las palabras para referirse a su abuelito Victoriano y con nostalgia lo recuerda en sus últimos años como un viejo imponente y bravo, de luenga barba blanca y bigotes con puntas hacia arriba, siempre dispuesto a entretener a sus nietos con relatos y anécdotas de una larga existencia. Fue reconocido en los primeros años de la aldea, que se convirtió con el tiempo en nuestra ciudad, como el primer amansador de caballos; y uno de sus parientes más querido fue el tan nombrado padre Adolfo Hoyos Ocampo, de quien decía que era muy pinchado porque se ponía zapatos. Entonces los nietos le preguntaban por qué él nunca había usado calzado, a lo que respondía que por haber caminado siempre a pie limpio, los tenía muy anchos y por lo tanto no existía zapato que le sirviera.

Después de habitar mucho tiempo en su finca de Sancancio, don Joaquín Arango Restrepo resolvió construir una casa en el centro de Manizales para residir en ella, en la carrera 21 con calle 29, y la finca quedó habitada por uno de sus hijos que ya tenía familia propia. Pasados los años el patricio murió y por fortuna Victoriano no tuvo problemas con los herederos a pesar de no poseer escrituras de los terrenos que ocupaba. Mucho tiempo después los asuntos de la familia Arango pasaron a manos de uno de los nietos, Daniel, quien resolvió vender los terrenos que había explotado la estirpe de Victoriano durante tantos años. El nuevo propietario, don Gustavo Larrea, después de conocer la historia de la familia Chica permitió que siguieran con los mismos privilegios.

Pero sucedió que el predio cambió de manos otra vez y el nuevo dueño fue un señor de apellido López, quien sin ninguna consideración procedió a desalojarlos de inmediato. Por fortuna el juez que dirimió el pleito falló a favor de los herederos de don Victoriano, aunque solo lograron que les reconocieran la vivienda y el patio, donde residieron hasta hace pocos años cuando decidieron venderla. Son muchos los recuerdos que guardan ellos de la casita, rodeada de árboles y con una vista espectacular, en la que vivieron tantas cosas durante su larga existencia.

Recuerda doña Leticia que en 1942 construyeron el Batallón Ayacucho, pero antes allí existió la tienda de un señor Luis Carlos, localizada exactamente donde quedaba la Guardia del Batallón en sus primeros años, sobre la avenida Santander. A diario los mandaban a ella y sus hermanitos a hacer algún mandado a la tienda, comprar chocolate, arroz, parva o velas, y aunque ellos parecían muy comedidos, la verdad es que cumplían la orden con gusto porque don Luis les encimaba una colación. Entonces hablamos acerca del imponente edificio que construyen en el lote que ocupó la vieja casa de La Camelia y así supe por qué ella conoce tanto acerca de mi familia. Resulta que durante su niñez la casona era de don César Vallejo y su mujer Mercedes Salazar, con quien trabajaba como agregado el papá de doña Leticia, y por lo tanto allí vivieron durante una temporada; por cierto, los patrones fueron padrinos de uno de los retoños de la familia Cuartas Chica.

En ese momento recordé una foto que tengo de esa casa, en la década de 1940, cuando ya era propiedad de mi abuelo Rafael Arango Villegas. La señora se emocionó al verla, empezó a rememorar momentos vividos allí y tuvo muy presente que desde aquellos tiempos Marina era la encargada de lavar la ropa de mi familia materna. Tiempo después, cuando doña Leticia ya tenía hijos pequeños, eran ellos quienes le ofrecían a la tía Marina llevar la ropa a La Camelia cuando estuviera lista; tanta amabilidad se debía a que mi abuela Graciela al verlos llegar sudorosos y cansados, los hacía entrar al comedor y allí les servían un refresco con parva para que tomaran el algo.       

Con el fin de recaudar fondos para el CEDER, a principios de la década de 1970 se presentó en el teatro Fundadores la compañía de teatro de Jaime Botero para presentar Asistencia y Camas, de autoría del abuelo Rafael. Encargaron a mi mamá y a la tía Lucy de conseguir varios objetos necesarios para la escenografía y se les ocurrió que Marina podía ayudarlas. Necesitaban, entre otras cosas, unas matas bien bonitas para adornar el corredor de la asistencia, pero las querían sembradas en bacinillas y ollas que ya hubieran cumplido su ciclo. Pues las hermanas Cuartas buscaron en un basurero y consiguieron una bacinilla vieja y desportillada, además de algunas ollas apachurradas, y allí sembraron florecidos novios, peralonsos y geranios. También les prestaron unas cortinas de croché y otros trebejos, y como contraprestación recibieron boletas para que todos asistieran a la función.

Deliciosa la tertulia con doña Leticia y don Hernan, el “hermanito” de 75 años que la acompañó, porque revivimos maravillosos momentos. Como cuando mencioné el Instituto San Rafael y Hernan me contó que Fray Escalante vive aún, el religioso franciscano que dirigía el taller de carpintería y metalurgia donde mi mamá iba todas las semanas a encargar algún trabajo. Con la sotana llena de aserrín, serio, recursivo y metódico, nunca lo vimos siquiera sonreír y solo respondía con monosílabos. ¡Me parece verlo!

martes, marzo 04, 2014

La querencia natural.


La primera vez que oí la palabra querencia fue en transmisiones taurinas, al referirse el comentarista de turno al momento en que el toro se raja y empieza a buscar las tablas. Relata entonces que el animal, herido y maltratado, abandona su lucha por la supervivencia y recurre entonces a la seguridad que le brinda el entablado del redondel para dirigirse a la puerta de chiqueros, lugar por el que ingresó a ese circo de crueldad y muerte. Todos los animales, racionales e irracionales, tenemos nuestra querencia natural y en ella encontramos refugio y bienestar.

Me enteré de un método nuevo de educación implantado recientemente en Japón para que las nuevas generaciones crezcan sin apego a la tierra natal y por el contrario se sientan ciudadanos del mundo. Jóvenes que al momento de ingresar al mercado laboral estén cómodos en cualquier rincón del planeta, sin echar de menos todas esas cosas que nos unen a nuestro pasado y a la cultura que compartimos durante la infancia y juventud. Personas que no deban lealtad a una bandera, que disfruten cualquier oferta gastronómica, que no extrañen familia ni amistades y en general desconozcan lo que es la nostalgia.

Es difícil asimilar esos modernismos a quienes crecimos en familias unidas, cuando no se usaba que algunos de sus miembros vivieran en el exterior. Pasa el tiempo y aunque los hijos formen sus propios hogares, siguen visitando a diario la casa de los viejos para mantener vivo el lazo afectivo; claro que faltan ellos y desaparece ese punto de encuentro tan importante para la unión familiar. En cambio las nuevas generaciones aspiran ingresar a la universidad en otra ciudad, y de no poder hacerlo, estudian en su entorno pero apenas terminan proceden a buscar trabajo en otras latitudes. Y con una facilidad asombrosa tramitan becas, intercambios o convenios que les permiten radicarse en el exterior.

Pertenezco tal vez a la última generación que nació, vivió y aspira morir en su terruño. Pero a diferencia de nuestros padres que tenían cerca a hijos, nietos y demás allegados, a muchos ahora nos toca compartir con la familia a través de un dispositivo electrónico. Es triste y frustrante ver a los abuelos modernos enterarse del nacimiento de su nieto en otro continente y saber que lograrán conocerlo cuando el muchachito ya esté crecido; y así le hagan morisquetas y carantoñas a diario por una pantalla, el apego de ese niño nunca será como el que conocemos.

Al ver ejecutivos jóvenes que recorren el mundo, a tantos que estudian en otros países o a los mochileros que viajan por todo el planeta, envidio esa oportunidad de conocer otras culturas e interactuar con gentes y razas diferentes, pero de inmediato me consuelo al mirar por la ventana y observar la belleza de mi tierra. Las pocas veces que he viajado disfruté al máximo la experiencia, pero al mismo tiempo sentí un gran alivio al regresar a mi casa. Soy de los que se van para la costa atlántica y después de saborear a diario los platos típicos de la región, de comer pescado y mariscos en todas sus preparaciones, a los diez días añoro un chicharrón, la arepa con mantequilla, una sopita casera, los frijoles, el chorizo, el arroz con huevo y demás platos tradicionales de nuestro menú diario.  

Aunque sé que nunca debo decir de esa agua no beberé, porque la vida da muchas vueltas y nunca sabemos a dónde iremos a parar, espero que el destino no me obligue a radicarme en una ciudad diferente a la mía, y mucho menos en un país donde existan las estaciones. Porque si me golpea el frío de por aquí, que no baja de los 14 grados centígrados, tirito de solo pensar en lo que será un invierno bien largo a temperaturas por debajo de los cero grados. Me parece deprimente, aterrador, invivible y supremamente desagradable. Qué tal eso sumado a la soledad, sin familia ni amigos a la mano, y en una comunidad bien diferente a la nuestra, donde nadie mira a un extraño a la cara y mucho menos le dirige la palabra. Y yo que le entablo conversa al que se atraviese.

Sentimos un apego natural por la ciudad que nos vio nacer, pero en especial por nuestro hogar. Allí nos sentimos protegidos y acompañados, seguros y confiados, pero sobre todo a gusto. Puede ser una mansión o un pequeño apartamento pero  es nuestra casa, y así visite uno París, Nueva York o Estambul, al poco tiempo siente ese imán que lo jala hacia su querencia natural. El baño propio, la cama, la almohada, el cajón del nochero, sus libros, la nevera con los antojos, esos recovecos donde guardamos chucherías, la cajita de herramientas y tantas cosas que conforman nuestro menaje.
Además cada persona tiene su lugar especial, que puede ser la cama, un estudio o el sillón preferido donde ve televisión, lee, oye música o simplemente cabecea mientras llega la hora de acostarse a dormir. Otros tienen su rincón donde no dejan entrar ni a limpiar el polvo y es común que el adolescente viva encerrado en su habitación sin dar señales de vida. Y mejor no menciono esa última querencia a la que toca cogerle cariño a las malas: el frío osario.