jueves, febrero 12, 2015

El guachimán de barrio (II).

Buenas noches dotor… yo que le iba a decir… hace días usté se comprometió a hablar con los vecinos… Sí, me acuerdo, pero el asunto es complicado; el abogado que vive allí arribita estudió el caso, pero tiene que entender que no es fácil, porque poner a tanta gente de acuerdo… le recomiendo que espere con paciencia a ver qué podemos hacer. Evemaría dotor, ¿paciencia?, ya voy pa doce años aquí y eso llevan dándome caramelo; porque la necesidá tiene cara de perro o sino… Mejor no digo más porque se me salta la piedra y no quiero irrespetalo. Hombre, ahora le voy a salir a deber, como si la culpa fuera mía; por qué no va y frentea a los demás vecinos para no tenerme que chupar yo toda la cantaleta.

No dotor, tampoco se desenjalme que yo lo que pido es justo. Pero bueno, si toca esperar pues no queda di´otra. Mientras tanto ustedes sí me pueden colaborar con una vaina: resulta de que esto se ha vuelto muy peligroso de noche y fíjese que pa defendeme no tengo sino un garrote y una mecha de peinilla. Pues en el barrio donde vivo y hay un cliente que vende fierros hechizos muy bacanos… Espere un momentico, ¿usted pretende que le compremos un revólver? Cómo se le ocurre hombre por dios… sin papeles ni nada; qué tal el lío en el que nos metemos si llega a pegarle un frutazo a cualquier raponero. Qué va dotor, acaso es pa disparalo… es pa que sepan que ando mancao y así me tengan respeto. Eso es muy verriondo que llegue un culicagao con un destornillador y lo pase a uno al papayo.

Vea hombre Tontacio… perdone que estoy ofuscado, Ignacio, no existe la menor posibilidad de que le acolitemos esa barbaridad; al menos yo no participo. Para eso tiene el pito, para alertar al vecindario ante cualquier emergencia. ¿El pito?, no me crea tan pendejo dotor; ese me lo meten por el fundillo antes de que se persine un ciego. Pues así trabaja mucha gente, en esas condiciones, y si quiere un arma tiene que ir al batallón que allá… ¿Un fierro con papeles?, dotor, cómo se le ocurre; esa vaina cuesta un dineral. Mejor deje así, pero después no se quejen si pasa algo y... No señor, usted está para hacer presencia en la cuadra y si pasa algo, llamamos a la autoridad para que se encargue.

Otra cosita dotor, fíjese que el revejido ese pretencioso que vive allí me la tiene montada; está convencido que soy un esclavo. Llega de la finca con esa camioneta tetiada y me toca descargala; cada que tienen que mover un mueble, una matera grande, clavar una puntilla y hasta cambiar un bombillo, me mandan a llamar. Y le digo pues que da más una cauchera de alambre, no larga una propina ni por equivocación. A ver si usté puede hablar con él… Espere un momento… fulano, desde cuándo se inventó que yo soy el jefe suyo, el coordinador, el encargado de mediar entre usted y los vecinos. Porque fui de los primeros en radicarme en el barrio entonces me endilgó… ¿Me qué? Bueno, lo que quiero decir es que si tiene algo que reclamarle al tipo ese vaya dígaselo a él; a mí no me joda más que me tiene alto del piso con esa quejadera. De ahora en adelante limítese a cobrarme su mensualidad; y que pase buena noche. ¡Oigan a este!, quién va a pasar buena noche en la calle y con este frío tan hijueputa.

El guachimán de barrio (I)

Venga Tontacio le pregunto una vaina: anoche llegué como a las once y usted por ninguna parte; recuerde que el trato es que nos abre los garajes durante su horario de trabajo. Póngale cuidao dotor, es que estaba escondido en el matorral de aquella casa pa… Cuál matorral hombre, respete, semejante belleza de jardín que tiene esa señora y usted sale con esas. Bueno, llámelo como quiera pero a mí me parece un rastrojo; el caso es que estaba paviando a unas pintas que habían pasao varias veces por aquí como echando ojo, ¿sí me entiende? La verdá yo quería cogelos con las manos en la casa… Cuál casa hombre, se dice las manos en la masa. Usté me perdonará dotor pero yo no veo ninguna masa, mientras que sí hay mucha casa donde pueden meterse esos vergajos.

Bueno Tontacio, el caso… Aguarde un momentico dotor aprovecho pa decile una vaina… espero que no se delique pero ya estoy mamao con ese cuento del Tontacio; le recuerdo que me llamo Inacio, y por cierto ya nadies me dice así. Todos me la montaron con el bendito apodo; los mocosos me joden a toda hora y hasta las mantecas me dicen así. Qué es eso de mantecas hombre, mejor refiérase a ellas como empleadas domésticas. Ahora verá pues… y por qué ellas a mí sí me dicen celador o guachimán… que entonces me llamen guardia de seguridá y listo; todos tan contentos. Yo lo único que esijo es que me respeten, porque hasta ahora nadies tiene quejas de mi comportamiento. ¡Uno también tiene su dinidá!

Está bien, está bien, voy a hablar con los vecinos para que revisemos el asunto. Pero volvamos a lo de esconderse en ese jardín: varias personas aseguran haberlo visto echándose motositos ahí a media noche, y dicen que usted ni se inmuta cuando entran a sus casas. ¿Qué quien se emputa? No hombre, que no se inmuta… como quien dice que no se da por enterado. ¡Aaaaah!, ya entiendo; sabe qué dotor, hábleme con palabras menos rebuscadas a ver si nos entendemos mejor. Ahora sí le esplico cómo es el asunto: resulta de que al sentir yo que alguien se acerca, me hago el dormido pa despistalo pero con mañita abro una vista y lo reparo; apenas me doy cuenta que es conocido, sigo en mi escondite. Es una tática muy efetiva, cuando le diga…

No me haga reír hombre Tonta… perdón, Ignacio, que ese cuento no se lo cree ni usted mismo. Le recuerdo que su función como vigilante de esta cuadra es recorrer el vecindario durante las horas de la noche, colaborar en lo que sea necesario y alarmar a la comunidad en caso de que vea algo sospechoso. Para eso le pagamos. Pues me va a perdonar dotor, pero eso de que le pagamos hay que discutilo; porque algunos vecinos como usté son cumplidos con la mensualidá, pero en cambio otros solo aflojan el billete cuando les da la gana. Como el viejo Anselmo que es una agonía, siempre que le cobro sale con que está sin cinco; y hay que ver lo que gasta esa gente.

Eso de tener tantos patrones es muy verriondo, aparte que me tienen sin seguro, ni prestaciones ni nada. Pa decile la verdá, yo he pensao en buscar… Espere hombre, no se acelere que usted sabe que conseguir trabajo no es fácil; con su edad y sin estudios, le aseguro que es complicado. Mejor deme unos días yo hablo con esta gente a ver cómo organizamos. La próxima semana le cuento. 

Monumento a la desidia.

Produce rabia y desazón ver obras construidas con dineros del erario, las cuales no eran necesarias; peor aún las que hacían falta y después de levantarlas, nunca funcionaron. En un país con tantas necesidades pensamos de inmediato qué otras inversiones podrían hacerse con esos recursos y cuántos ciudadanos se habrían beneficiado. En los pasillos del Congreso los llamados lobistas, unos lagartos vividores y oportunistas, buscan conseguir con los “honorables” las partidas para las distintas regiones, las cuales después adjudican a contratistas que esperan ávidos la oportunidad de enriquecerse de una manera fácil y efectiva. Así todos ganan, menos los ciudadanos con cuyos impuestos se financian los chanchullos.

Desde que inauguraron el parque Los Yarumos hemos oído hablar de estrategias para que la gente lo visite, pero da grima llegar al parqueadero un sábado por la tarde y encontrar dos o tres carros; en las instalaciones asustan y si uno está de buenas se topa con un celador que le cuente chismes y demás infidencias. Diferentes deportes extremos, senderos ecológicos, diversiones para niños y hasta una pista de hielo para patinar, han sido algunos de los atractivos que ofrece el lugar y sin embargo nada pega. La biblioteca Orlando Sierra tampoco pelechó y no tengo duda de que la primera causa del fracaso es que no existe una ruta de transporte público que llegue hasta el lugar.

Entonces la administración municipal de la época, a modo de salvavidas para rescatar semejante inversión, resolvió que lo primero era solucionar el asunto del transporte y procedió a construir el cable aéreo desde el sector de El Cable, convencidos de que se convertiría en un atractivo turístico y que ahora sí el ecológico parque despegaría. Como es lógico se formó la polémica y mientras unos opinaban que eso era un embeleco, una botadera de plata, otros lo vimos con buenos ojos convencidos de que con el novedoso sistema tendría un futuro prometedor.

Con celeridad construyeron las estaciones, las pilonas correspondientes y por último el sistema de cable con sus góndolas, para empezar a transportar filas de personas que querían experimentar el tan cacareado servicio. Lo que parece increíble es que al poco tiempo el sistema falló y fue necesario suspenderlo. Pensamos que era cuestión de esperar unas semanas mientras llegaban los repuestos y así ha pasado no sé cuánto tiempo, mientras la infraestructura acumula polvo y herrumbre sin prestarle ningún servicio a la ciudad.

Esperé un rato dentro de un carro parqueado frente a la estación de El Cable y desde ahí podía ver la que recibe las góndolas en Los Yarumos, y empecé a cuestionarme sobre cómo es posible que los manizaleños seamos tan permisivos que ante semejante monumento a la desidia no hagamos nada. Enterrados con ese proyecto hay varios miles de millones de pesos y esta es la hora que al menos yo no sé quiénes son los responsables y qué procesos les sigue la justicia; también quiero saber cuál es el problema que impide que el cable funcione, por qué no lo arreglan, cuánto cuesta la reparación, en qué va esa vaina… Que al menos digan algo.

Observo con detalle el edificio y veo cómo lo deteriora el paso del tiempo. Una planta eléctrica localizada en el exterior, al sol y al agua; seguro el día que vuelvan a necesitarla no va a funcionar. Las paredes con grafitis, polvo acumulado y la pintura del edificio desvanecida, y en una ventana del último piso lo ofrecen en arrendamiento. Ahora no falta sino que pongan ahí las oficinas de una EPS o una venta de celulares.

Eterna noche.

Ese día salimos tarde, en contra de la costumbre de hacerlo en las primeras horas de la madrugada cuando cerca al Batallón esperábamos el paso de los camiones ganaderos que iban hacia La Dorada a cargar. Algún chofer quería ganarse unos pesos extras y nos dejaba trepar a la parte de atrás, con nuestros morrales y los bultos donde empacábamos la carpa, el fogoncito de gasolina y el menaje necesario para el campamento. Cruzar la cordillera a esa hora en un camión sin carpa es tenaz y debíamos arrumarnos como pollitos para buscar calor; si queríamos orinar no quedaba sino sacarlo por una rendija.

La idea de viajar temprano era hacer diligencias en La Dorada antes de seguir hacia El 30, pero esa vez llegamos tardecito y como la última chiva salía a las cinco de la tarde, corrimos hacia la galería a comprar las lombrices. Al lado de la Virgen estaba el indio que las ofrecía en una olla de barro; eran lombrices Capitanas, de treinta centímetros de largo y gruesas como un chorizo, las cuales llevábamos vivas para después picarlas en trozos de dos pulgadas y así tener una carnada infalible.

La vieja que vendía los pasajes dijo que no salían más transportes por esa ruta y como nuestro presupuesto no aguantaba pagar una noche de hotel, resolvimos arrancar a pie convencidos de que alguien nos recogería; los primeros kilómetros de la vía, destapada y polvorienta, son planos y como el calor había bajado, nos pareció fácil el inicio de una noche que sería larga e intensa. Al cruzar el puente sobre El Pontoná nos sentimos cerca, pues la finca quedaba a orillas de ese río. Teníamos unos 17 años en promedio y caminábamos en fila india Bombillo, Chiricuto, Conga, Lángara y yo; Poncho nos esperaba en La Julita con el grueso del equipaje, por lo que solo cargábamos los morrales.

Terminado el plan sigue un terreno ondulado y cada que pasaba un vehículo, quedábamos parados en la orilla de la carretera con gesto suplicante e inmersos en una nube de polvo. Llegó la noche y por la humedad sudábamos como caballos, y ante la imposibilidad de conseguir transporte resolvimos caminar otro rato antes de buscar posada; por fortuna llevábamos enlatados y panes que suplieron la comida, pasados con agua recogida de los nacimientos. Olvidamos que los campesinos se duermen temprano y cuando quisimos conseguir alojamiento encontramos todo cerrado y a oscuras, y ni por curiosidad se asomaron.

No quedaba sino seguir. El bochorno insoportable, los pies ampollados y una soledad absoluta, porque ya ni carros pasaban, pero sin desanimarnos y como no existían el miedo y la paranoia, colgamos un transistor de un morral y seguimos oyendo música y hablando paja sin afanes ni angustias. La noche se hizo eterna y cuando esperábamos llegar solo veíamos oscuridad, hasta que ya mamados de echar pata nos metimos a un potrero a tratar de dormir un rato. Usamos algunas prendas para aplastar el pasto, alto y tupido, y apenas nos acomodamos se largó un aguacero; no quedó sino recoger todo y meternos debajo de un palo de limones a escamparnos.

Seguimos cuando ya clareaba y al poco rato aparecieron las primeras casitas de El 30, conocido también como Isaza; por fortuna encontramos abierta la tienda de Modesto, donde derrengados nos sentamos en el piso a calmar el hambre y la sed con lo que había en la vitrina. Por radioteléfono nos comunicamos para que fueran a recogernos en el tractor y así ganarnos los siete kilómetros que faltaban. Aquellas aventuras en La Julita dan para muchas crónicas.

Homenaje a la genialidad.

De niño fui aficionado a las tiras cómicas que venían con el periódico del domingo y ni qué decir del gusto que sentía por una revista de muñequitos, como les decíamos entonces. Algunos preferían llamarlas de monos, figuras, comics, y en otras latitudes usaban el nombre preciso: tebeos. Claro que para tener un ejemplar nuevo debía estar uno enfermo, portarse bien en la dentistería o sacar muy buenas notas, porque durante nuestra infancia esas publicaciones eran unas joyas. Antes de que empezaran las películas del social doble las alquilaban, pero de tanto manosearlas tenían el papel impregnado de grasa y suciedad.

Al crecer perdí todo interés por el tema, hasta llegar a parecerme ridículos aquellos personajes que llenaron de fantasía mi niñez: El enmascarado de plata y su lucha libre, una payasada; Tarzán y El Fantasma, unos pendejos; Supermán, el mequetrefe mayor; Batman y Robin, par de locas; y así con todos hasta llegar al Pato Donald, al que nunca pude entender una palabra de lo que decía. Hoy en día detesto lo que tenga que ver con superhéroes y demás personajes de ficción, y me asombra que a un adulto le guste La guerra de las galaxias, El señor de los anillos, Transformers o Nemo.

Mi hijo tenía 5 años y lo encontré a las carcajadas frente al televisor entretenido con una comedia mejicana que en un principio parecía ridícula, pero debió pasar poco tiempo para que me interesara porque pude ver que se trataba de una burla de los superhéroes originales, del sistema, de la sociedad de consumo, del ser humano en general. Un paturro con cara de bobo y disfrazado de arlequín decía babosadas, las mismas que me dejaron enganchado al programa y a que El Chapulín colorado se convirtiera en mi único superhéroe. El insuperable Chespirito empezaba a llegarnos por la señal de las primeras antenas parabólicas, iniciando la década de 1980, de manera que al poco tiempo conocíamos a los distintos personajes personificados por el genial comediante.

Así aparecieron El Chavo del ocho, un mocoso huérfano y desamparado que vivía dentro de un barril; el doctor Chapatín con sus rabietas; el Chómpiras y su estulticia innata; y tantas otras personificaciones. Varios de los actores tenían roles de infantes en la comedia y recuerdo que acostumbraba recordarles a los adultos que me acompañaban a ver el programa que el protagonista principal tenía en esa época un poco más de cincuenta años; los demás niños del elenco eran actores adultos. Nunca habíamos visto un argumento más predecible porque los diálogos y las acciones eran siempre las mismas, sin excepciones, y sin embargo la teleaudiencia acudía fiel a la cita frente a la pantalla.

Varias décadas perduró el éxito absoluto de los personajes de Chespirito y nunca les conocimos violencia o mensajes negativos, nunca una palabra soez y mucho menos proselitismo político o religioso. El genial comediante y su elenco son recordados en los cincos continentes, y maravilla saber que hasta en China y Japón vieron sus programas. Cientos de millones de ciudadanos del mundo gozamos con sus ocurrencias, varias generaciones reímos todavía al recordarlas y es común que cada quien exponga cuál de los personajes es su preferido.

Fue tanta su influencia en nuestra cultura que agregó frases y palabras al lenguaje, las mismas que son comunes en cualquier país que haya tenido su influjo. Chespirito no fue egoísta al momento de repartir roles y eso dio pie para que algunos personajes quisieran abrir rancho aparte, lo que al final ocasionó que reventara la burbuja por la causa de siempre: ambición al dinero.

La temperada: Entretenciones y fin de año.

Eran muchas las actividades que realizábamos en La Graciela en aquellas inolvidables temperadas, porque a diferencia de ahora que los muchachitos se la pasan encima de los mayores, opinando sobre todo lo que conversan y poniendo pereque, a nosotros nos espantaban para afuera mientras las mamás se dedicaban en la casa a los más chiquitos. Nunca oímos hablar de protector solar o repelente para insectos, y si nos tragaban los zancudos debíamos echarnos uña, porque tampoco existían cremas y lociones para calmar la picazón. Mucho menos talco para los pies, por lo que al quitarnos las botas teníamos los dedos arrugados y llenos de tierra, con una pecueca que tumbaba aviones.

Por detrás de la otra casa, como nos referíamos a la vivienda de los agregados donde había habitaciones, bodegas, cuarto de herramientas, de aperos, etc., pasaba una quebradita que siempre estaba llena de renacuajos. Allí aprendimos el arte de la pesca los más pequeños, al capturarlos con canastos de los que usaban para recolectar café y luego echarlos en botellas con agua improvisadas como acuarios. Un puentecito de guadua atravesaba el hilo de agua para llegar a la cochera, donde entre el pantano y la porquería cebaban el porcino que tanto disfrutábamos. Más arriba había un estanque con el agua para el beneficiadero y ahí nos bañábamos cuando el río estaba muy crecido. Era sucio, lleno de malezas, plagado de sapos y renacuajos, y cuando a varios niños les dio tifo quedó vetado definitivamente.

Las eldas para secar el café, grandes estructuras de madera y láminas de zinc con rodamientos, las cuales se corrían desde temprano para aprovechar el sol, eran sitio obligado para entretenernos durante horas. Los juegos consistían en taparnos con los granos, cargar café en los camioncitos “Búfalo” recibidos como aguinaldo, o tirarnos manotadas del producto. Además las aprovechaban para secar ropa encima de las latas y eran perfectas para escondernos por la noche cuando jugábamos cuclí.

Ya mayorcitos nos metíamos al subterráneo de la casa a coger cucarachas para usarlas como carnada al pescar sabaletas en el río, y teníamos licencia para cargar una cauchera en el bolsillo de atrás; tiempo después usamos rifle de diábolos para dispararle a lo que se moviera. Por la noche se arrimaba uno a la mesa del tute a ver si alguno de los jugadores le pedía un favor, con la seguridad que al cumplirlo recibiría una moneda; esas las ahorrábamos para cumplir el mayor deseo: subir a Chinchiná y comprarse una leche condensada. De una vez esperaba a que desocuparan una botella de aguardiente para con disimulo llevársela, sobarla un rato y después sacarle el diablito. Otro programa era irnos por el cafetal para La Teresita, la finca vecina de la abuela paterna donde temperaban los primos Mejía. 

En aquella época se le paraban pocas bolas a la celebración del fin de año. No conocíamos tantos agüeros que se impusieron, como los calzones amarillos, las doce uvas, el ramito de trigo, baños y bebedizos, recorrido a media noche con maletas y demás pendejadas. Para la ocasión destinaban otro pernil del marrano, además de algunos piscos, que con ensalada de papas y arroz conformaban la cena de medianoche. La pólvora se incrementaba en calidad y cantidad, y el concurso de lanzamiento de globos entre hombres y mujeres era obligado. Al otro día retomábamos la rutina y al toparnos con cualquier adulto le preguntábamos cuánto faltaba para que se terminaran las vacaciones, fecha que detestábamos porque representaba el regreso a la ciudad, y lo que era peor, al colegio.

La temperada: Nochebuena.

Así como durante todo el año buscaban aplacarnos a punta de amenazas con el infierno, de igual manera nos manipulaban con el regalo de Nochebuena: Siga así y verá que el Niño Dios le trae un puñado de cenizas; creo que le teníamos más respeto a esa sentencia que a la paila mocha. Porque lo recibido el 24 de diciembre eran los regalos del año, ya que en otras festividades no se acostumbraba compartir presentes; excepto la cuelga que nos daban al cumplir años, aunque ese era un regalito de menor valía.

Por lo tanto a diario hablábamos con nuestros primos y hermanos acerca de lo que esperábamos recibir, con sus respectivas especulaciones y comentarios. Claro que la inocencia acerca de quién traía los regalos duró poco, pues no fue sino que se enterara el primero de que quienes los compraban eran el papá y la mamá para que al poco tiempo todos estuviéramos informados. Como es lógico en un principio el asunto generó dudas y discrepancias, pero los hechos descubrieron definitivamente el misterio.

Por turnos las mamás inventaban algo para subirse desde temprano para Manizales, no sin antes recomendarles a sus hijos que debían obedecer a las tías, y que ellas tenían derecho a regañarlos y castigarlos. El día que le tocó a mi mamá ausentarse nos subimos con mucho sigilo hasta la parte superior del escaparate, donde había una especie de caleta, para encontrar allí varios paquetes ya marcados con el nombre del destinatario. Los nervios eran muchos, por la ilegalidad del acto y por saber qué habría dentro de los paquetes, ya que no podíamos abrirlos por miedo a romper el papel o a que la cinta pegante no volviera a funcionar. No quedaba sino mirarlos por las rendijas del envoltorio, sopesarlos, olerlos y moverlos a ver si sonaban, y por último dejarlos tal como estaban.

Así como solo podíamos disfrutar de la pólvora a partir del alumbrado, tampoco nos dejaban armar el pesebre sino en la víspera del inicio de las novenas. Ese día mandaban a poner unas tablas en forma de escala en la esquina del corredor, las cuales cubiertas con papel encerado presentaban un espacio perfecto para armarlo con todas las de la ley. Cada noche el tío Roberto era el encargado de la lectura de la novena y al mocoso que empezaba a reírse o a joder, lo mandaba castigado para un cuarto. Y claro, entre más bravo se ponía más risa nos daba.

La matada de marrano, que no podía faltar, debía ser antes del 24 porque de ahí salía la carne para las cenas de Navidad y año nuevo. Desde temprano empezaba el julepe y los niños no perdíamos detalle, inclusive disfrutábamos ver chillar al puerco mientras lo chuzaban. Luego el beneficio, con voleo de sangre, para después ensartar trozos de carne que fritábamos en unas pailas que acomodaban en fogones de tres piedras. Comíamos fritanga hasta hartarnos, al caer la tarde repartían sancocho de espinazo y por la noche morcillas con arepa.

Hasta que llegaba la fecha esperada y desde temprano los adultos tomaban cerveza y aguardiente, y al anochecer empezaba de nuevo la pólvora en todas sus presentaciones. Metían un pernil del marrano al horno desde temprano para la cena navideña, además del lomo que con otras delicias completaban el menú. Esa noche escondían el Niño Jesús con unos billetes a ver quién lo encontraba y en esas pasábamos horas, hasta que por fin caíamos rendidos con la ilusión que amaneciera ligero para ver qué encontrábamos a los pies de la cama.

La temperada: rutinas diarias.

Un despertar en La Graciela era indescriptible. El trinar de los pájaros y el mugir de vacas y terneros que arreaban desde el potrero nos animaban a levantarnos, ponernos las botas pantaneras y salir a ver ordeñar. Ahí estaba el tío Roberto, ya vestido, dirigiendo las labores mientras con una navaja les sacaba nuches a las vacas. A esa hora mi papá y el tío Mario Vélez se afeitaban por turnos en el lavamanos del corredor, a la espera de que desocuparan el baño para organizarse y salir hacia Manizales a trabajar.

El primer turno de cabalgata era para niños hasta los diez años y por ello debíamos traer las bestias del potrero. Después de desayunar, aún en piyama, salíamos con un cabezal en la mano para arrimarnos al caballo con mañita, tirarle el lazo al pescuezo y después ponerle el bozal para llevarlo a cabestro. Si el táparo era arisco tocaba corretearlo por todo el potrero, y llegaba uno a la casa con la lengua afuera  y todo enguachinado. Luego nos bañábamos a las carreras para evitar que nos tocara al anca; porque montar atrás, a pelo sobre la bestia, sin estribos y con las correas de la grupa por debajo tallando como el demonio, siempre desmejoraba mucho el paseo. 

Salíamos de cabalgata en unos seis animales, algunos con doble jinete, y el recorrido era siempre el mismo: subir a San Rafael, la finca del tío Alberto, y adelantico coger a mano izquierda hasta después del gallinero. De ahí seguíamos una carreterita que nos llevaba hasta Las Pavas, después de pasar por fincas como Puerto Rico, La Menta y la del doctor Guillermo Arcila; en Las Pavas había tienda, puesto de policía y una central telefónica para la vereda El Rosario. Subíamos a la derecha hasta llegar a la fonda Cobraderos, donde los que tuvieran plata tomaban gaseosa o compraban confites. Retomábamos el camino, al paso para no cansar las bestias, y nos metíamos por donde es hoy la entrada para el Club campestre, para metros más adelante completar el periplo; de ahí bajábamos a la finca para que después de un rato saliera el siguiente turno.

Como llegábamos rechinados del calor nos daban naranjada o leche fría, y bananos mientras era hora de almuerzo, el cuál recibíamos primero los menores supervisados por las mamás. El menú variaba muy poco y era el mismo para todos, sin excepciones. La siesta de los mayores era sagrada y todos los mocosos nos sentábamos a esperar en las escalas de la casa, en pantaloneta y con una toalla al hombro, mientras se levantaba el adulto encargado de cuidarnos ese día durante la bañada en el río. El Chinchiná era nuestra piscina natural y en sus aguas disfrutábamos lo indecible, hasta que aparecían con la corriente cáscaras de plátano, desperdicios y demás porquerías, y a disgusto debíamos salirnos. La razón era que las volquetas que recogían la basura en el pueblo vaciaban su contenido en el cauce del río, cerca al puente de Colegurre. 

De nuevo en la casa, llegaba el momento de escoger entre todos el juego que nos entretendría hasta que fuera hora de comida; cuclí, guerra libertadora, estatua o chucha eran algunas opciones, y después de resolver venía la escogencia de los grupos por medio del pico y monto. Aunque discutíamos y peleábamos entre nosotros, nos divertíamos al corretear por los alrededores de la casona a medida que llegaba la noche; en el corredor las mamás tejían y conversaban, y los señores se carcajeaban mientras jugaban tute o parqués, siempre acompañados de unos buenos aguardientes.