lunes, abril 27, 2015

Oferta gourmet.

Cuando me entero de la cifra reportada por la Cámara de Comercio acerca del número de restaurantes que han abierto en la ciudad en los últimos tiempos, comparo con los escasos negocios de ese tipo que existían en tiempos de mi infancia y juventud. La cultura de comer por fuera no era común entonces, tal vez por tratarse de familias muy numerosas que hacían que ese gasto fuera difícil de asumir por un padre de familia; además los adultos no eran amigos de salir por la noche. La comida en los hogares era sencilla, basada en recetas criollas y heredadas de los mayores, porque muchas de las cocineras que trabajaron con los abuelos se colocaban donde uno de los descendientes cuando los viejos faltaban.

Como en la casa éramos tantos mis padres establecieron que cada dos meses había comida en restaurante para quienes cumplieran años en ese lapso. Pero era con condiciones, muy diferente a los muchachitos de ahora que piden entrada, plato fuerte y postre, y si les provoca pueden ordenar además una porción de papas a la francesa. En nuestro caso la selección del pedido era asesorada por mi mamá, quien según el precio de lo señalado permitía su escogencia y además era la macha para convencernos de que compartiéramos un plato entre dos; a regañadientes debíamos aceptar, pero con la condición que nos completaran con más arroz o cualquier otra arandela. Y cuando llegaba el mesero a ofrecer los postres ella decía que en la casa había brevas caladas y cernido de guayaba, que no jodiéramos más.

Perdura en mi memoria olfativa la visita al Dorado español, negocio que funcionaba en una construcción de guadua en un lote localizado después de la segunda bomba de gasolina en la salida hacia Chinchiná, por la plaza de toros, donde servían la parrillada más deliciosa de la región. Unas mesas grandes de madera rústica y con papel periódico como mantel, servían para que los comensales esperaran a que apareciera el mesero con esas parrillas portátiles donde chisporroteaban diferentes cortes de carne. El humero colmaba el local y los aromas embriagaban a la clientela, quienes además daban cuenta de una ensalada que hizo historia por deliciosa y sencilla; lo mejor era que mi papá se comía los gordos, mi mamá el hígado y las asaduras, y nosotros despachábamos la pulpa.

En épocas pasadas fueron pocos los restaurantes pero de gran calidad, como Vitiani, El Virrey, Max’s, Las Armel y el tradicional Cuezo, entre muchos otros, en los que nosotros sin importar la especialidad siempre pedíamos carne; porque espaguetis o arroz con verduras nos daban semanalmente en la casa. Y no quiere decir que en el menú diario nos faltara la proteína, sino que comparados con esos filetes jugosos y gruesos que ofrecían los restaurantes, los que nos servían en la mesa familiar parecían estampillas.     

Hoy la condición es que entre más caro el restaurante más pequeñas las porciones y ni pensar en un poquito de arroz o una papa para acompañar; nada, excepto una rama de perejil crespo y dos rayas de salsa en el plato. Ante el exceso de oferta hay unos negocios cuya carta es rebuscada y aparece entonces la comida de autor, la molecular, de clorofila, fusión, etc., experimentos todos que dejan al comensal con más hambre del que traía. En cambio hay muchos sitios dónde consumir un buen almuerzo ejecutivo, de unos diez mil pesos, completo, casero y delicioso; su clientela se basa en oficinistas, parejas de jubilados que prefieren esa opción a lidiar con una empleada, y los separados que cada vez son más.

A la costa en carro (II).

La carretera por Fredonia desemboca al frente de Amagá en la que comunica a Medellín con Bolombolo, cruce desde el que faltan unos 15 kilómetros para conectar con la doble calzada conocida como variante de Caldas. El tramo es de subida y con muchas curvas, además de tráfico pesado por la gran cantidad de camiones que transportan carbón mineral desde Amagá. Avanzan a buen ritmo las obras para reemplazar esa vía por una doble calzada, con unos viaductos impresionantes que harán de ese recorrido un paseo de pocos minutos.

Ya después de coronar la subida a pocos metros empieza la variante de Caldas, una obra que habla mal de la efectividad que caracteriza a los paisas en cuanto a construcción de proyectos de infraestructura; porque llevan más de 20 años trabajándole y esta es la hora que aún hay varios tramos con paso restringido. Superado ese trayecto por fin estamos en la avenida Regional que recorre el valle de Aburrá, de sur a norte, con un buen promedio de velocidad que debe controlarse por la existencia de cámaras de vigilancia en la vía. Pocos semáforos y tráfico fluido a la altura de La Alpujarra y Bancolombia, donde hay que estar pendientes de encontrar la plaza de toros, al otro lado del río, porque es la señal de que pronto aparecerá la desviación que lleva al puente para pasar a la otra orilla y conectar con la autopista que nos saca de Medellín hacia el norte.

Pues no valieron las indicaciones porque es nula la señalización para dicho cruce y preciso nos mandamos por el puente equivocado, lo que nos dejó en la vía que va para Bello; después de muchas vueltas llegamos a la glorieta de Niquía donde retomamos la autopista, amplia y moderna, que se dirige a Barbosa y en la que en cierto punto hay que estar concentrados porque allí tampoco es buena la señalización para desviarse hacia Don Matías. Empieza ahí la escalada de Matasanos llena de curvas y voladeros, camiones, parapentistas que asombran a los viajeros, finquitas y casas campesinas, y una panorámica que deslumbra y emociona.

Coronada la cumbre la topografía se torna agradable, con una carretera de muy buenas especificaciones que cruza potreros y cultivos de frutas, y luego de pasar la entrada para Don Matías y un rato después la de Santa Rosa de osos, subimos al tramo más alto del recorrido hasta Llanos de Cuivá, donde empieza el descenso hacia Yarumal. Después de este municipio la carretera desmejora su estado y aparecen los colonos que viven de pedir limosna a los viajeros; habitan ranchos improvisados con plásticos y desde bebés hasta ancianos, todos estiran el brazo con un vaso desechable en la mano en actitud de súplica.

En al Alto de ventanas es común encontrar neblina, pero si está despejado una panorámica espectacular hacia el norte, y empieza la bajada que nos lleva en una media hora a Puerto Valdivia, donde nos topamos de nuevo con el río Cauca. Sigue la vía hacia Tarazá, de cuidado porque es muy poblada en sus orillas, y superado ese pueblo ‘caliente’ el siguiente destino es Caucasia, donde finaliza el territorio antioqueño. Seguimos la troncal de occidente hacia la costa y a 15 kilómetros queda el último de los 10 peajes que hay en la ruta mencionada, y poco después está La Apartada, un pueblo que solo es noticia cuando se inunda. Ahí nos desviamos a mano derecha 45 kilómetros hasta llegar a nuestro destino, mientras que a quienes van para el Golfo de Morrosquillo les faltan unas 3 horas.

A la costa en carro (I).

Mucho se habla ahora del problema, cada vez mayor, de la movilidad en calles y avenidas de las principales ciudades del país. Lo más grave es que no existe solución a la vista porque mientras las ventas de vehículos crecen como espuma, la infraestructura vial es la misma desde hace varias décadas. Llama la atención que quienes tocan el tema en cualquier conversación, poco se detienen a analizar esa problemática cuando se presenta en nuestras carreteras durante los puentes y temporadas de vacaciones. Porque puedo asegurar que pasará poco tiempo antes de que implanten restricciones, tipo pico y placa, para evitar aglomeraciones en las principales vías nacionales.  

A diferencia de muchos para quienes viajar por tierra es una tortura, disfruto recorrer las carreteras y observar el entorno; las casitas a la orilla del camino, ventas de frutas y artesanías, pueblos y caseríos, ríos y quebradas, o cualquier cosa que llame mi atención. Lo único que me estresa es tener que adelantar esa cantidad de tracto camiones que atiborran unas carreteras llenas de curvas y pasos estrechos, donde muchas veces se ve uno matado; por ello, si existe la opción, prefiero tomar caminos secundarios que aunque más extensos o en regular estado, evitan el tráfico y el ofusque.

Hace poco viajé con mi familia a Ayapel, al sur de Córdoba, unos 550 kilómetros que se recorren en aproximadamente 10 horas. Arrancamos hacia Medellín optimistas porque anunciaron restricción de tráfico pesado, pero ya en la carretera empiezan a aparecer cada vez más camiones: los que transportan combustibles, furgones refrigerados, otros con frutas, vegetales, ganado para el matadero, pollitos, etc., y los que viajan vacíos que son los peores porque van a una velocidad que hace difícil adelantarlos. Está claro que todos tienen permiso para transitar, pero muchos otros llevan contenedores y uno se pregunta si también cargan alimentos que viajan hacia o desde el puerto. Luego aparecen los que llevan chipas de varilla de hierro, cemento, productos químicos y demás materiales que por más que le busque no tienen nada de perecederos.

Hasta La Pintada es relativamente fácil adelantar, con mucho cuidado porque el flujo vehicular que vienen por el otro carril es alto, además de estar pendientes de los policías que controlan la velocidad y el adelanto de vehículos en doble línea, lo cual es imposible de acatar porque entonces tendríamos que viajar todos a paso de tractomula. Como el tramo de La Pintada a Caldas por el Alto de Minas es una tortura por la cantidad de camiones y vehículos particulares, desde hace años resolvimos con mi hijo viajar por Fredonia; por Bolombolo es más largo y hay algo de tráfico, mientras que el escogido por nosotros es una maravilla.

En La Pintada seguimos por la orilla izquierda del río, hacia el norte, y a unos 20 minutos está Puente Iglesias donde se cruza el río y empieza el ascenso por una carretera en perfecto estado, con Matarratones en ambos lados que forman un hermoso túnel natural y desde donde se observa una panorámica espectacular del cañón del río Cauca y las montañas circundantes. A cierta altura los potreros son remplazados por cultivos de café y fincas y casas de campo. Fredonia es un pueblo sin ninguna gracia, con una característica muy particular: el exagerado número de policías acostados; eso sí, sus alrededores y panorámica son bellísimos.

Pasado el pueblo sigue la carretera –amena y bien tenida-, y lo mejor, sin tráfico pesado y el liviano es muy escaso. Veinte minutos después encontramos Amagá y de ahí sigue Medellín. Parada técnica y continuamos.