lunes, julio 04, 2016

Casi me estripan… (I)

En nuestro medio dicen que los sapos mueren estripaos y a mí casi me sucede. A mediados de la década de 1980 trabajaba con ACES, en el aeropuerto La Nubia, y en mis narices se realizaba un robo continuado que debía llevar años sucediendo. Tal vez por inocente o por no tener una mente proclive a turbiedades, nunca sospeché de nadie; por el contrario, soy confiado y de los que piensa que el ser humano es bueno por naturaleza. El caso es que desde el instante que descubrí el desfalco lo denuncié y por ello estuve a punto de que me estriparan (por sapo, según una gran mayoría).

En aquella época el trabajo en las aerolíneas era muy distinto, sobre todo porque no utilizábamos computadoras. Los tiquetes eran físicos y se diligenciaban a mano, nombre del pasajero, ruta, número y hora del vuelo, y listo; casi todos pagaban con efectivo y apenas empezaban a usarse las tarjetas de crédito. Desde la oficina principal nos dictaban las listas de pasajeros, que se copiaban a mano, y en el aeropuerto adicionábamos los que compraban a última hora. Los pasajes tenían precios establecidos, sin descuentos ni promociones, y si un pasajero no se presentaba para un vuelo podía volver a utilizar el tiquete, sin ninguna penalidad.

La aerolínea operaba en Manizales con aviones Twin Otter, que aunque ahora nos parecen avionetas, era lo que había y por cierto fue un equipo todoterreno que permitía operar en condiciones meteorológicas extremas; tenía que estar muy nublado para que cerraran el aeropuerto. A diario despachábamos, ida y regreso, ocho vuelos a Bogotá, tres a Medellín y dos a Cali. Teníamos dos aviones y sus respectivas tripulaciones con base en la ciudad, y también personal de mantenimiento.

Para cada salida debía diligenciarse un manifiesto de vuelo y la lista de pasajeros que embarcaban; de esos documentos los originales eran para la tripulación y las copias para donde correspondieran. La lista de pasajeros tenía, además, una copia en papel común que servía de soporte para el pago de la tasa de aeropuerto. Porque, distinto a como se hacía en los demás aeropuertos del país, en Manizales cobraban ese impuesto por aparte del valor del tiquete aéreo.

De manera que después de presentar su tiquete, con el respectivo equipaje, en el counter de la aerolínea, el pasajero debía pasar a que le cobraran la tasa de aeropuerto. Ese trabajo lo realizaban dos empleados del Ideca, el organismo departamental que administraba el aeropuerto en esa época, y ambos funcionarios se turnaban por días para desempeñar dicha labor. Además, había un representante de la Contraloría departamental encargado de sellar los talones que se entregaban a los usuarios.

En vista de que ambos empleados trabajaban a nuestro lado era de esperarse que existiera plena confianza, además de que nos prestábamos servicios y demás favores que se ocurrían. Por cierto yo admiraba la dedicación con que ellos acudían a cumplir con el deber, lo que hacían así estuvieran muy enfermos. Entonces les insistía que la salud debía cuidarse y que para eso era la seguridad social, para atenderlos, incapacitarlos y darles la medicina necesaria. Pero ellos porfiaban en que el trabajo era lo primero y así tuvieran fiebre alta, cumplían sus jornadas laborales de más de doce horas.

Pues tiene más malicia un gato de porcelana, porque nunca se me ocurrió que detrás de tanta responsabilidad lo que había era un ‘tumbis’ que les mantenía los bolsillos llenos, a ellos y a muchos otros que comían del mismo plato. Esperen pues les cuento cómo fue el asunto…

Casi me estripan… (II)

Hace treinta años el ambiente de trabajo en el aeropuerto era relajado, entre otras cosas porque el trato entre los diferentes empleados se basaba en el respeto y la camaradería. Cuando quedaban ratos disponibles se jugaban ‘picaos’ de fútbol entre quienes laborábamos allá: El policía, mecánicos, cuadrilleros, los del aseo, un copiloto, maleteros, el controlador aéreo, el guarda de la aduana y cuanto ‘pato’ se apuntara al improvisado juego. Después todos para la cafetería a comentar los pormenores del encuentro, mientras repartían gaseosas.

Recuerdo que llegábamos a las 5:30 de la mañana y a esa hora el administrador le ordenaba a su perro que saliera a la pista de aterrizaje a espantar el ganado que pastaba en el predio durante la noche. Al pastor alemán, que ya estaba adiestrado, le bastaba oír el silbido del amo para arrancar a corretear esas vacas hasta dejar despejado el entorno, momento que aprovechaban los pilotos para despegar hacia sus destinos cuando apenas despuntaba el día.

Trascurría la rutina en un ambiente tranquilo y familiar, hasta que recibí una llamada que cambió la situación. Resulta que por esos días nacía el proyecto del aeropuerto de Palestina y en Manizales un movimiento cívico buscaba opciones para sacar adelante la idea. Se procedió a vender los terrenos del aeropuerto de Santágueda y varios estamentos se comprometieron con sus contribuciones, entre ellos la Gobernación que destinó un aporte por cada pasajero que pagara tasa de aeropuerto en La Nubia.

En esa época los vuelos, sobre todo a Bogotá, tenían una excelente ocupación y por ello mi extrañeza cuando la persona encargada de recolectar los fondos para el naciente proyecto, llamó a decirme que estaba desencantado por el bajo flujo de pasajeros que viajaban por La Nubia. Con archivo en mano le pedí que cotejáramos datos de algunos vuelos en particular y ninguno coincidió, pues mientras los nuestros aparecían llenos, ninguna de sus copias llegaba siquiera a quince pasajeros, la mayoría con muy pocos y hasta se atrevían a presentar como cancelados vuelos que salieron con el cupo completo.

Resulta que los encargados de cobrar la tasa de aeropuerto, con la complicidad de empleados de ACES, retiraban el papel carbón de su lista de pasajeros en cierto momento y así solo quedaba registrado el número que ellos quisieran. Esa noche recibí la llamada de un personaje a aconsejarme que mejor no dijera nada, porque podía ser peligroso, y que a cambio de mi silencio tendría derecho a participar en el ‘negocio’. Madrugué a avisar a la gerencia y ese mismo día estaba la denuncia en la Presidencia de la compañía.

Qué decepción sentí al ver que para muchos de quienes trabajaban en el aeropuerto yo era en un pendejo, un sapo, un regalado; no podían entender que hubiera ‘aventado’ a los compañeros en vez de recibir mi tajada. A ambos recaudadores los metieron a la cárcel, pero como todo lo nuestro, una semana después los dejaron libres. El ambiente se puso muy pesado, hasta que una tarde llegó uno de ellos rascado disque a arreglar el asunto; por fortuna me volé, porque el tipo se puso a hacer tiros al aire y a echarme vainazos.

Pues no me quedó sino salir a vacaciones y remontarme en una finca, porque cada que sentía una moto me daba terronera. Y eso que por seguridad dispusieron un ‘tira’ del F-2 en la puerta de mi oficina, pero el tipo era amigo de uno de los implicados y me miraba con un odio, que a la legua se notaba que me quería dar una pela. ¡Por sapo! 

Defensores de animales.

Dos hechos recientes exacerbaron a quienes defienden los derechos de los animales por encima del de sus semejantes. Porque las nuevas generaciones se criaron al tiempo con una mascota, la que adoran como si fuera un miembro más de la familia, y con la difusión de las redes sociales y la avalancha de información al respecto que puede consultarse en internet, crean grupos y fraternidades que velan por todo lo que tenga que ver con la defensa de los animales.

Los casos a los que me refiero sucedieron en los zoológicos de dos ciudades importantes de nuestro continente, donde la vida de seres humanos estuvo a punto de perderse al entrar en contacto con bestias salvajes. El primero fue un demente que quiso suicidarse de una manera muy particular, para lo que se empelotó y procedió a ofrecerse como desayuno para los leones. Los animales, ni cortos ni perezosos, le echaron muela a tan suculento bocado hasta que el picnic fue interrumpido por los empleados del parque, quienes dispararon chorros de agua a presión para espantarlos.

La táctica funcionó, porque las fieras se arrinconaron asustadas por el agua, pero el obstinado suicida se arrastró como pudo y logró colgarse de uno de los leones para obligarlo a seguir con el planeado festín. Entonces los encargados pensaron en disparar dardos tranquilizadores, pero estos demoran cuatro minutos en hacer efecto y en ese lapso dos leones alcanzan a comerse todo lo pulpo de un cristiano. No quedó sino matarlos y quién dijo miedo, porque desde los más lejanos rincones del planeta llegaron las protestas. ¿Esperarían acaso que los empleados se dispusieran, acompañados del público, a observar cómo lo devoraban? ¡Absurdo!

En otro parque zoológico un pequeñín se coló en la jaula de los gorilas, donde un macho monumental lo agarró como si fuera un muñeco. El mismo dilema con los dardos tranquilizantes, porque el animal estaba asustado y en cualquier momento atacaba al niño, por lo que siguieron el protocolo y dispararon a matar. Similar avalancha de críticas y protestas, en las que además pedían la condena de la mamá del infante, sin saber siquiera cómo sucedieron los hechos.

Mi crianza fue en una cultura en la que nos gustaban mucho los animales pero los tratábamos como tal; además, nunca nos inculcaron tenerles lástima y mucho menos apegarnos a ellos. Las pocas veces que comíamos gallina esta llegaba viva, colgando de las patas por fuera del canasto con el mercado. La cocinera le retorcía el pescuezo y con agua hirviendo le aflojaba las plumas; luego la pelaba y con un periódico encendido le chamuscaban las pelusas, para proceder a despresarla y preparar el sancocho. Otras preferían, con el pescuezo del animal en el suelo, ponerle un palo de escoba y pararse en él hasta que la gallina moría asfixiada. Y nosotros no perdíamos detalle.   

El día de la matada del marrano, en diciembre, muy chiquitos nos íbamos con el agregado a ver cómo lo arrastraba desde la cochera, en medio de chillidos porque el puerco intuía para dónde lo llevaban. A empellones buscábamos puesto en primera fila para ver cómo le chuzaban el corazón, y mientras más chillara y pataleara, más nos excitábamos. Tampoco despintábamos el ojo durante la beneficiada y disfrutábamos cuando el tío Roberto empezaba a volear sangre.

Al perro familiar, que permanecía en el patio, se le quitaban las mañas a punta de pelas. Y cuando aparecían ratas en la casa salíamos en patota, con mi papá a la cabeza, y a punta de patadas matábamos las que hubiera. Nadie lloraba ni lamentaba los animales muertos, así nos criaron. 

Marcadas diferencias.

A pesar de la ventaja que tenemos sobre los demás seres vivos por ser racionales, lo que nos coloca en el tope de la cadena alimenticia, vemos cómo nos superan las demás especies en cuanto a supervivencia se refiere. Somos débiles, indefensos y dependientes, y desde el mismo momento de nacer requerimos cuidado y atención; a propósito de la gestación, existen marcadas diferencias entre las féminas por su origen o condición social. En una tribu indígena que vive alejada de la civilización, la mujer va a parir sola en el monte, recibe la criatura, la beneficia y regresa al caserío con ella. Mientras tanto las madres citadinas, entre más encopetadas, más complicados los embarazos y difíciles de criar los muchachitos.

Cada mujer vive su embarazo según el estrato social al que pertenezca. La madre humilde sigue con su vida normal, si es empleada trabaja hasta el último día de gestación, y además cumple con sus deberes en el hogar como madre y esposa; a diario camina varios kilómetros y utiliza el trasporte público para trayectos largos. Ella controla su estado en el puesto de salud del barrio, respaldada por el Sisben, y en general llega a término sin inconvenientes. Nace el muchachito y lo amamanta hasta los dos o tres años, le completa la alimentación con leche de vaca y desde muy chiquito lo enseña a chupar gordo y a recibir tinta de frijoles. Y seguro el zambo crece embarnecido y barrigón.

Mientras tanto la madre de estrato alto empieza con los problemas desde el otro día del ‘encargo’. Se vuelve remilgada y cositera, le coge odio al marido, vomita y se queja a toda hora, e inventa antojos absurdos para llamar la atención. Le escribe chats al médico para preguntarle pendejadas, contrata un diseñador de interiores para adecuar la alcoba del bebé y gasta a raudales comprando todo lo que ofrezca el mercado para tan importante acontecimiento; ociosidades que cuestan una fortuna y que ella muestra orgullosa porque le parecen una cuquera.

La vanidad es lo primero y la madre ‘jailosa’ dedica todo su esfuerzo al cuidado del cuerpo para asegurarse de recuperar su esbelta figura, con el dilema de si quiere alimentar al bebé, porque bien es sabido que eso puede tornar el busto flácido. Ungüentos, cremas, tratamientos y cuanto menjurje vendan para enfrentar el problema adquirirá ella para calmar la ansiedad que le produce el tema. En la visita mensual al ginecólogo este le ordena infinidad de exámenes para monitorear el embarazo y claro, de tanto buscar, es hasta que encuentran un problema que complica la situación. Entonces le ordenan a la novel madre reposo absoluto, por lo que pasa el resto del embarazo en la cama dedicada a joder y a hacer melindros.      

El bebé de estrato bajo nace en un taxi o en una patrulla, donde después de un corto trabajo de parto sale expulsado como pepa de guama, y resulta ser un zambo rozagante; pronto lo llevan a casa donde todos lo jonjolean y le hacen carantoñas. En cambio la mamá burguesa trata de viajar a Estados Unidos para que su retoño tenga nacionalidad de ese país; después del alumbramiento queda desgarrada en sus agujeros naturales, la leche no le baja y la depresión pos parto la agobia.   

A pesar de los cuidados el distinguido muchachito va a templar a la incubadora y cuando por fin llega a casa, sus padres prohíben las visitas y solo aceptan a los empleados del servicio para evitar contagios; porque eso sí, ella no está acostumbrada a hacer oficio, y menos ahora que está convaleciente.