lunes, enero 09, 2017

Aquellos diciembres (1).

Durante nuestra niñez la palabra Navidad solo empezaba a nombrarse a principios de diciembre, cuando unos pocos vendedores ambulantes se instalaban en la parte trasera de la catedral basílica, sobre la carrera 23, para ofrecer pinos y musgos a los compradores que no tenían la opción de ir a buscar esos elementos a los bosques cercanos; para nosotros era el mejor programa y pronto relataré cuál era el protocolo a seguir para salir de excursión en su búsqueda. También vendían pliegos de papel encerado, material necesario para armar los pesebres.

Las instalaciones de bombillitos para enredarlas en los arboles no se conseguían en la calle; tampoco había vendedores de juguetes y demás mercancías, que para eso estaban las cacharrerías. El alumbrado navideño público era muy pobre y se resumía en unos cables con bombillos de colores que instalaban de lado a lado en las carreras 22 y 23, en el centro, y la mayoría de avisos de neón de los almacenes, que entonces no eran adosados a la pared sino perpendiculares, presentaban sus mejores colores. Por la avenida Santander en cada poste pegaban un adorno que semejaba un arbolito navideño, con el nombre de su patrocinador. No era más. 

En los barrios populares el ambiente siempre ha sido festivo, porque cuelgan festones y bombillos de colores sobre las vías, arman un fogón comunal para preparar natillas y fritar buñuelos y hojuelas, y algún día de diciembre cierran la calle para proceder con una matada de marrano comunal. En cambio en los barrios residenciales se veían pocas señas de la Navidad, aparte de las luces de los arbolitos que se notaban detrás de las cortinas; además de una que otra instalación que alguien enredaba por ahí. En todo caso nada que ver con los arreglos que hacen aún en los antejardines en los Estados Unidos, en los que prima es la exageración, el boato y la lobería.

Cabe aquí un paréntesis para advertir que esta columna no debe ser leída por menores de edad sin la compañía de un adulto, porque en esa época no se oía hablar de los derechos de los animales y mucho menos de que la pólvora fuera peligrosa. Ahora pienso que la mejor muestra de que una campaña educativa puede llegarle a la gente, es lo que se ha hecho en nuestro país durante tantos años. Porque en ese entonces la pólvora era la primera invitada a la Navidad; sin importar la capacidad económica de la gente, siempre había plata para quemarla a diario. Espero entonces que nadie se aterre con las barbaridades que hacíamos con la pólvora, desde los niños hasta los adultos, y todavía me miro los dedos de la mano y no puedo creer que los tenga completos.

Entonces llegaba la primera celebración de diciembre, el 8 que es el día de la Inmaculada Concepción, aunque culturalmente la fiesta se realiza el 7 por la noche. Ese día al caer la tarde nos llevaban a dar una vuelta por la ciudad para ver arreglos y adornos, aunque en algunos sectores debíamos subir las ventanillas porque podían meternos un buscaniguas por una de ellas. No más llegar a la casa insistíamos en que nos dieran primero las velitas romanas, muy diferentes a las de ahora, porque eran pitillos forrados con papel y rellenos de pólvora negra; los desbaratábamos y a hacer diabluras con ese material.

Por fin le parábamos bolas a mi mamá y prendíamos las velas a la Virgen, pero lo que nos gustaba era jugar con parafina, chuzar las velas con clavos calientes y demás pilatunas prohibidas.

Aquellos diciembres (2).

Cuando yo estaba chiquito el lapso entre un diciembre y el siguiente era eterno, o al menos así nos parecía, porque duraba exactamente lo que marca el calendario: 12 meses. En cambio ahora asombra ver cómo en un apartamento vecino armaron el arbolito desde finales de octubre, faltando más de dos meses para el nacimiento del Niño Dios. Cuando al fin llega la fecha esperada, una semana después se celebra la fiesta de fin de año y aquí en Manizales empatamos con la feria anual, con el agravante que las familias le sacan el cuerpo durante varios fines de semana a ponerse en la labor de desbaratar árbol, pesebre, adornos y demás perendengues.

A nosotros no, ¡qué va! Había que rogarle mucho a la mamá para que dejara armar el pesebre unos días antes de la fecha del inicio de la Novena, el 16 de diciembre, con el cuento que eso le llenaba la casa de tierra y mugre. Y no más pasar la navidad, con trabajo esperaba hasta después del 31 para ordenar que desbaratáramos ese embeleco. A la basura con el musgo y demás sobrantes; el papel enserado se sacudía en el patio antes de empacarlo otra vez; y el resto de figuras se envolvían en periódico para embalarlas.

De todas maneras era mucho lo que disfrutábamos la armada del pesebre y del árbol, programa que empezaba cuando le rogábamos a mi papá que se viniera un sábado en el Land Rover de Plumejía, la ferretería familiar, para armar paseo de día entero a los páramos cercanos y conseguir un chamizo que sirviera como árbol navideño, además de recoger en las cañadas el musgo que crecía generoso. El arbolito de pino es importado de otra cultura, como el Papá Noel, mientras por aquí preferíamos un chamizo cubierto de musgo.

Como para todo, mi papá debía rifar los turnos en que los mayorcitos le podíamos dar machete al famélico tronco, hasta que por fin cedía y entonces lo acomodábamos en el techo del jeep para después de amarrarlo seguir con el paseo. El almuerzo era un fiambre delicioso preparado por mi mamá, el cual comíamos a la orilla de una quebradita de aguas termales. De regreso en casa, la orden era guardar toda esa mugre en el patio para al otro día, domingo, proceder a quitarle la tierra al musgo y así poder armar el pesebre.

Muy temprano estábamos levantados para empezar con la organizada del árbol. Con un sacudidor mi mamá le quitaba el polvo y la mugre que tuviera, mientras nosotros traíamos del garaje unas piedras grandes y algo de arena. En un tarro de galletas Saltinas familiar, ya forrado con papel navideño, se paraba el chamizo para luego cuñarlo con las piedras, todo lo cual se rellenaba con arena para darle mejor estabilidad. Una guirnalda de papel aluminio recorría el tronco, lo mismo que una instalación de luces de colores que titilaban. Las bolas de colores, que se quebraban con solo mirarlas, solo podían ser manipuladas por mi mamá.

Hasta ahí duraba la enguanda del arbolito porque solo quedaba como adorno navideño. Llegado el momento de rezar la novena todas las noches se haría alrededor del pesebre y el cuento ese de meter los regalos del Niño Dios debajo del árbol es otra tradición importada, como el pino y Papá Noel. Como el fruto prohibido esas bolas nos producían una atracción imposible de controlar y cada que uno podía se arrimaba a tocarlas y ver cuál era el misterio, hasta que se caía alguna y quedaba vuelta añicos. Sigue la armada del pesebre.

Aquellos diciembres (3).

Nosotros le sacábamos todo el gusto a la Navidad, tal vez porque era más cortica, y en todo momento nos divertíamos con algo referente a ella. Un programa de las familias era ir al centro al caer la tarde para ver vitrinas. Los almacenes las adornaban con muy buen gusto y las luces de colores las hacían ver más llamativas; la preferida de todos era la del almacén Artístico de don Evelio Mejía.

Llegaba por fin el 15 de diciembre, víspera de la novena, y mi mamá autorizaba armar el tan esperado pesebre. Lo primero era sacar del cuarto del reblujo las cajas donde se guardaba y después de sacudirlas  para quitarles el polvo, procedíamos a desenvolverlas del periódico y dejarlas a un lado mientras les destinábamos su lugar. Desocupadas las cajas de cartón pasábamos a planear la topografía que llevaría el pesebre, la cual se lograba al acomodar esas cajas de cierta forma para luego taparlas con el papel encerado.

La etapa anterior generaba discusión porque unos lo preferían plano, otros en falda, etc., por lo que tocaba desarmar de nuevo para evaluar. Al fin nos resolvíamos y entonces seguía cubrir todo con musgo, excepto un área que cubríamos con arena para simular un desierto. Los caminitos iban en piedrilla y un espejo roto servía como lago para un pato, mientras una tira de papel aluminio simulaba una quebrada.

Pero sin duda lo más simpático de los pesebres siempre ha sido la desproporción. El tamaño de las figuras principales, la Sagrada Familia, los Reyes Magos, el burro y el buey, son gigantescos en comparación con el resto de figuras. En esa época las casitas y la iglesia del pueblo eran de cartón y se armaban con unos pocos dobleces, y cualquier edificación era del tamaño de la cabeza de un camello. Con lo que más gozábamos era con las ovejitas y las coleccionábamos para formar rebaños y trasladarlas a pastar de un lugar a otro.

Hoy en día la gente compra adornos nuevos cada Navidad y así atiborran las casas hasta llegar al mal gusto. En cambio mi mamá no compraba ni un moño de más, por lo que conseguir más ovejas era complicado; sin embargo, de alguna forma lo conseguíamos y así aumentábamos el rebaño. Teníamos prohibido meterle mano al pesebre, pero todo el que pasaba por ahí miraba muy bien que nadie lo viera y algún retoque le hacía; lo único permitido era adelantar un tris cada día a los Reyes, a medida que se llegaba la fecha del nacimiento, proceder que solo se hacía a la hora del rezo, supervisado por los adultos.

En las tantas Navidades que pasamos en La Graciela, la finca familiar, el procedimiento era el mismo pero ya no teníamos poder de decisión, porque éramos muchos primos, varios de ellos mayores. En una esquina del corredor ponían teleras en forma de escala y encima el papel encerado; quedaba perfecto para armar un pesebre, además de un sitio perfecto para uno esconderse. Un par de primos muy patanes se metían ahí antes del inicio de la novena y en medio del rezo se asomaban por unos agujeros a hacernos ojos y carantoñas, por lo que nos daba un ataque de risa y el tío Roberto, quien supervisaba el comportamiento, nos mandaba para un cuarto castigados por irrespetuosos.

La verdad es que en la finca le parábamos menos bolas al pesebre porque eran muchos los programas para hacer, mientras centrábamos el interés en la llegada del Niño Dios para comparar lo que nos trajera con lo recibido por los primos.

Aquellos diciembres (4)

Pasan los días decembrinos y nuestro interés se centra en la llegada del Niño Dios, a quien esperamos desde hace un año y en quien pensábamos cada que hacíamos una pilatuna o nos comportábamos mal, porque siempre fue la amenaza preferida de nuestras mamás, siga así mijito y verá que el 24 le aparece a los pies de la cama un coco lleno de ceniza. Aterrador pensarlo, porque bastaba imaginar a los hermanos desempacando regalos mientras uno encontraba semejante sorpresa.

Cada temporada había algunos juguetes de moda, aunque para nosotros poco variaba. La publicidad navideña era mínima, pero en el poco rato que veíamos televisión alcanzábamos a enterarnos de lo que ofrecía el mercado. Sin embargo, mi mamá era muy práctica y casi siempre compraba lo mismo para todos; sobre todo para evitar peleas y discusiones, porque siempre habría algunos inconformes. De manera que nos compraba un juguete, que casi siempre era un camión marca Búfalo; se diferenciaban en que el uno era militar, otro repartidor de leche, el carrotanque, el ganadero y uno con su carpa; aunque siempre había algunos roces, hacíamos cambios pasajeros y así solucionábamos la vaina.

Aunque para los niños nunca ha sido bien visto recibir ropa como aguinaldo, las mamás aprovechaban para dejar vestidos a los muchachitos de una vez; entonces recibíamos además del juguete un bluyín marca McNelson y un par de botas Machita. No más recibirlos nos medíamos las prendas y salíamos a trazar carreteras y construir puentes para recorrerlas con nuestros camiones. Los niños del barrio procedían de igual manera y nos reuníamos a comparar regalos, a opinar y contener ciertas envidias.

Los papás seguían convencidos de que los niños de 8 o 10 años todavía creíamos que quién traía los regalos era el Niño, y nosotros los dejábamos para verlos hacer maromas que buscaban evitar que nos enteráramos de semejante secreto. Mi madre se iba para el centro por las tardes y le bastaba visitar dos almacenes para salir de nosotros, el de Carlos Mejía para la ropa y para todo lo que tuviera que ver con cacharrería el de Benjamín López, en la carrera 23 frente al parque de Caldas, donde queda ahora el edificio Restrepo Abondano. Ambos comercios eran sus favoritos porque allá conseguía todo lo que necesitara y así evitaba buscar de almacén en almacén hasta quedar rendida y patoniada.

¡Qué pecaito!, recuerdo las maromas que hacía mi madrecita para traer todos esos paquetes y buscar dónde esconderlos, pero antes debía inventarse una disculpa para ir sola al centro, ya que entre tantos muchachitos siempre había varios antojados de acompañarla. Entonces a los niños nos inventaba una caminada y para incentivarnos compraba una Premio Roja litro, en botella de vidrio retornable, una novedad que acababan de lanzar y que era el sueño de cualquier mocoso. A las niñas las llevaba a pasar la tarde a la casa de una tía.

Después de encaletarlos ella quedaba convencida de que allí permanecerían hasta el 24, pero no era sino que saliera a hacer un mandado y nosotros nos trepábamos como ardillas por esos closets hasta llegar a lo más alto. Sacábamos un paquete, leíamos para quién era y cada cual investigaba el contenido por el peso, la consistencia o lo que lograra ver por alguna rendija; sin quitar la cinta pegante porque nunca volvía a funcionar.

Llegaba por fin el tan esperado día y pasábamos ansiosos y expectantes, mientras contábamos las horas y los minutos que faltaban para las 12 de la noche. Después a dormir para encontrar los regalos al abrir el ojo.

Aquellos diciembres (5)

La nochebuena era de gran agitación porque la pólvora era de lo mejor y mi papá compraba buena cantidad, mientras mi madre en la cocina le daba los últimos toques a las viandas que conformarían la cena navideña, la cual tratábamos de comer lo más tarde posible; y para que aguantáramos todo ese lapso, al caer la tarde nos daban un algo generoso. Más tardecito pasaban los únicos pasabocas conocidos en mi casa, galletas de soda untadas con carne de diablo.

A medida que llegaba la media noche la alegría era total y apenas disfrutábamos la cena navideña por el afán de irnos a acostar a ver si amanecía rápido para poder abrir los regalos. Sin importar que ya supiéramos cuantos paquetes había y estar casi seguros de lo que contenían, la excitación era absoluta. El primero en abrir el ojo despertaba al resto y ahí estaban los paqueticos a los pies de la cama de cada uno; rompa papeles, mídase la ropa por encima, hasta que aparecía el juguete que era lo más esperado.

Todavía en piyama, pero con las botas Machita oliendo a nuevo, salíamos a la calle a correr y jugar llenos de felicidad. Al rato nos llamaban de la casa para que fuéramos a arreglarnos, porque ese día visitábamos a las abuelas; todos queríamos llevar los juguetes y había que ver a mis papás convenciéndonos de que todo eso no cabía en el carro. El mayor aliciente para ir a donde la abuela materna era que nos daba a cada uno un billete de peso, una fortuna para gastar en varias visitas a la tienda. A donde Tita, la mamá de mi papá, llegábamos a media tarde para que nos sirvieran un chocolate ‘parviao’; amasaban el cacao con especias y quedaba con un aroma delicioso.

Pasaba otra semana dedicada a hacer maldades y pilatunas con pólvora, la misma que vendían en cualquier tienda de barrio; nosotros invertíamos hasta el último centavo de nuestra remesa semanal en ese peligroso pasatiempo, y el único fin era mortificarle la vida al prójimo, además de algunos ‘experimentos’.

En esa época no eran comunes los agüeros para el 31 de diciembre y ese día la celebración era sencilla; solo se destacaba la cantidad y calidad de la pólvora quemada y la cena navideña, que resaltaba por su exquisitez. Nada de calzones amarillos, 12 uvas, rama de trigo, caminar con una maleta, baños especiales, bebedizos, ungüentos y demás yerbas. Al otro día empezábamos el nuevo año como la cosa más natural, por lo que la celebración del 31 de diciembre pasaba sin pena ni gloria. Por fortuna durante las tantas temperadas que compartimos con la familia en La Graciela, la finca de nuestra abuela materna, todos coincidíamos en esa materia.

A principios de la temperada vivíamos el mejor de los programas en la finca, la matada de marrano, el cual tenía un protocolo definido y que allá seguíamos a rajatabla; los perniles del chancho se guardaban para las cenas de nochebuena y fin de año. Si pasábamos en la casa mi mamá preparaba cordón de cerdo con salsa, arroz negro, unas papas bien sabrosas y ensalada de la mejor. Los niños, aunque rendidos, hacíamos malabares para aguantar hasta media noche y hacer el conteo de los segundos.

Así trascurrían las temporadas navideñas, a grandes rasgos, porque de cada detalle hay mucho que contar e infinidad de anécdotas relacionadas. Se disfrutaba hasta el final del asueto, aunque la última semana debíamos motilarnos, cortarnos las uñas, visitar el odontólogo y demás reparaciones; como cuando en las carreras entran los carros a ‘pits’.