Mientras construían la casa de La
Camelia, para reducir gastos mi papá alquiló la finca La Cecilia, de don Javier
Mejía, localizada donde hoy queda el barrio Molinos del viento, arriba de
Confamiliares de San Marcel. Nosotros felices de vivir en el campo pero prontico
mi mamá se reveló, porque pasaba el día en el carro mientras trasteaba
muchachitos, hacía mandados, visitaba a la abuela y demás diligencias. Como
faltaban pocos meses para estrenar casa, resolvimos mudarnos a una edificación
en el centro, calle 24 con carrera 20, al frente de donde después construyeron
el Teatro Colombia; en ese entonces había un parqueadero donde guardábamos el
carro de la casa.
El caserón, típica construcción
de la zona, tenía un subterráneo lleno de trebejos y telarañas que se convirtió
en nuestro sitio de recreo. Como es lógico, nos sentimos prisioneros porque no
podíamos salir solos a recorrer el centro; y como nos criamos en la calle en el
barrio Estrella, para después conocer la libertad que encontramos en La
Cecilia, el horizonte se nos limitó drásticamente. En semana pasábamos el día
en el colegio, pero el fin de semana teníamos poco de dónde escoger. Algunos
sábados por la tarde mi papá nos regalaba unas monedas para que fuéramos a la
esquina, a la tienda “Visos”, donde vendían todo tipo de dulces y mecatos.
Entonces comprábamos chitos, frunas, bombones Charm´s y salvavidas, y nos
sentábamos toda la tarde a ver televisión: Bonanza, La isla de Giligan, Hopalong
Cassidy, Roy Rogers y otras series de la época.
Pero sin duda el programa
favorito era irnos el sábado después de almuerzo a pagar trabajadores a La
Teresita, la finca de la abuela paterna en la región de El Rosario. Salíamos en
el Land Rover de Plumejía, la ferretería de la familia, pero antes de arrancar
convencíamos a mi papá de enroscar la carpa atrás para poder mirar hacia
afuera. Adelante iban mis padres con la hermana mayor y los bebés, mientras en
la parte trasera nos acomodábamos los muchachitos, después de rifar los
puestos. Claro que nos rotábamos, porque los únicos que viajaban a gusto eran
los que iban en el extremo trasero, desde donde podían disfrutar la vista al
exterior. Lo que no fallaba es que en cierto momento la carpa se desenrollaba y
soltaba un polvero espantoso, dejándonos más aburridos que el diablo.
Si durante el camino alguno se
atrevía a proponer que paráramos en una fonda, mi mamá le decía que no molestara
porque acabábamos de almorzar. Poco después de cruzar el puente de Cenicafé, en
la finca La Piedra, tomábamos las partidas hacia El Rosario. Primero estaba la
vereda Colegurre y luego el antiguo puente que se llevó la avalancha, para
seguir chupando polvo hasta donde queda hoy la entrada al Club Campestre, poco
antes de la fonda Cobraderos, donde nos desviábamos hacia la finca. Unos metros
adelante quedaba la tiendita Los Tolimenses, después San Rafael, la finca de mi
tío Alberto Arango, seguía el desvío para La Graciela, la finca de la otra
abuela y del tío Roberto Ocampo, y una cuadra después llegábamos a La Teresita.
Por lo tanto conocíamos la región como la palma de la mano, porque los niños hacíamos
muchas veces el tramo desde La Piedra a pie y además dominábamos potreros y
cafetales del entorno familiar.
Mi papá se dedicaba a cuadrar
planilla con el agregado, “El Mono” Monsalve, mi mamá conversaba con la señora
de este, las hermanas y don Eleuterio, el patriarca de esa familia, y nosotros
nos poníamos a corretear por ahí, pendientes de que salieran a dar vuelta para
pegarnos a la caminada por el predio. A la hora de regresar cargaban el jeep
con bultos de café y mi papá nos acomodaba en los espacios que quedaban entre la
carga. Subíamos hasta Chinchiná y en la calle que entra hacia la plaza de
Bolívar parábamos en El venado de oro, una cafetería donde vendían unos
pandeyucas deliciosos en forma de media luna; mi papá nos pasaba la gaseosa y
el mecato por entre los recovecos, y allí encogidos disfrutábamos del algo. Sin
falta todos nos profundizábamos durante el recorrido, arrullados por el vaivén
y la comodidad de la acogedora guarida.
Desde la entrada a Manizales mi
mamá comenzaba a anunciar la proximidad con la casa para despertarnos y que nos
desperezáramos, y al llegar nos bajábamos entumidos y destemplados para subir
las extensas escaleras como unos zombis; veíamos televisión un rato mientras
nos daban la comida, para por fin irnos a acostar, no sin antes lavarnos los
dientes a regañadientes. Al otro día, domingo, el programa era salir a dar una
vuelta por la tarde, comer empanadas con gaseosa en el drive in Los Arrayanes
de Chipre, para después ir expectantes a darle vuelta a la obra de la casa que
esperábamos estrenar muy pronto.
Una de esas tardes, al regresar
al hogar, mi mamá se queda mirándonos y comenta: Mijo, me parece que aquí falta
un muchachito… Y preciso, se había quedado olvidado uno de los menores en la
obra, a quien encontramos muy asustado con el celador, quien trataba de
convencerlo de que no lo habíamos abandonado. Desde ese día mis padres
acostumbraban contarnos a cada rato para que no les volviera a suceder.
@pamear55
1 comentario:
No se porqué, pero estoy pensando que el culicagado que se quedaba "olvidado", no era otro que usted estimado pariente lejano.
Vaya recuerdos tan agradables los suyos. Los míos, los de mi infancia temprana fueron los de mi familia toreando las masacres aquí y allá, producto de una violencia bipartidista en la que la gente se mataba por el rojo o por el azul pero sin ninguna doctrina de fondo.
Quizá muchas veces le he mencionado que para mi,el término "desplazado" no es nuevo; yo lo viví en carne propia.
Los niños de Barragán, en las tierras altas de Tuluá, jugábamos escondidijo en las trincheras de la tropa y recogíamos uniformes militares olvidados para quitarles los botones, los que eran dorados y tenían un escudo de Colombia muy bien elaborados.
Bueno, no todo era malo; teníamos campo, aire limpio, buena comida y sanas costumbres de familia. Las enseñanzas de nuestros mayores fueron los cimientos mismos de nuestra personalidad, la que finalmente se volvió citadina, pero creo que siguió siendo buena, como cuando éramos niños. Cordial saludo tataratataraprimo, BERNARDO MEJIA ARANGO
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