lunes, enero 09, 2017

Aquellos diciembres (1).

Durante nuestra niñez la palabra Navidad solo empezaba a nombrarse a principios de diciembre, cuando unos pocos vendedores ambulantes se instalaban en la parte trasera de la catedral basílica, sobre la carrera 23, para ofrecer pinos y musgos a los compradores que no tenían la opción de ir a buscar esos elementos a los bosques cercanos; para nosotros era el mejor programa y pronto relataré cuál era el protocolo a seguir para salir de excursión en su búsqueda. También vendían pliegos de papel encerado, material necesario para armar los pesebres.

Las instalaciones de bombillitos para enredarlas en los arboles no se conseguían en la calle; tampoco había vendedores de juguetes y demás mercancías, que para eso estaban las cacharrerías. El alumbrado navideño público era muy pobre y se resumía en unos cables con bombillos de colores que instalaban de lado a lado en las carreras 22 y 23, en el centro, y la mayoría de avisos de neón de los almacenes, que entonces no eran adosados a la pared sino perpendiculares, presentaban sus mejores colores. Por la avenida Santander en cada poste pegaban un adorno que semejaba un arbolito navideño, con el nombre de su patrocinador. No era más. 

En los barrios populares el ambiente siempre ha sido festivo, porque cuelgan festones y bombillos de colores sobre las vías, arman un fogón comunal para preparar natillas y fritar buñuelos y hojuelas, y algún día de diciembre cierran la calle para proceder con una matada de marrano comunal. En cambio en los barrios residenciales se veían pocas señas de la Navidad, aparte de las luces de los arbolitos que se notaban detrás de las cortinas; además de una que otra instalación que alguien enredaba por ahí. En todo caso nada que ver con los arreglos que hacen aún en los antejardines en los Estados Unidos, en los que prima es la exageración, el boato y la lobería.

Cabe aquí un paréntesis para advertir que esta columna no debe ser leída por menores de edad sin la compañía de un adulto, porque en esa época no se oía hablar de los derechos de los animales y mucho menos de que la pólvora fuera peligrosa. Ahora pienso que la mejor muestra de que una campaña educativa puede llegarle a la gente, es lo que se ha hecho en nuestro país durante tantos años. Porque en ese entonces la pólvora era la primera invitada a la Navidad; sin importar la capacidad económica de la gente, siempre había plata para quemarla a diario. Espero entonces que nadie se aterre con las barbaridades que hacíamos con la pólvora, desde los niños hasta los adultos, y todavía me miro los dedos de la mano y no puedo creer que los tenga completos.

Entonces llegaba la primera celebración de diciembre, el 8 que es el día de la Inmaculada Concepción, aunque culturalmente la fiesta se realiza el 7 por la noche. Ese día al caer la tarde nos llevaban a dar una vuelta por la ciudad para ver arreglos y adornos, aunque en algunos sectores debíamos subir las ventanillas porque podían meternos un buscaniguas por una de ellas. No más llegar a la casa insistíamos en que nos dieran primero las velitas romanas, muy diferentes a las de ahora, porque eran pitillos forrados con papel y rellenos de pólvora negra; los desbaratábamos y a hacer diabluras con ese material.

Por fin le parábamos bolas a mi mamá y prendíamos las velas a la Virgen, pero lo que nos gustaba era jugar con parafina, chuzar las velas con clavos calientes y demás pilatunas prohibidas.

Aquellos diciembres (2).

Cuando yo estaba chiquito el lapso entre un diciembre y el siguiente era eterno, o al menos así nos parecía, porque duraba exactamente lo que marca el calendario: 12 meses. En cambio ahora asombra ver cómo en un apartamento vecino armaron el arbolito desde finales de octubre, faltando más de dos meses para el nacimiento del Niño Dios. Cuando al fin llega la fecha esperada, una semana después se celebra la fiesta de fin de año y aquí en Manizales empatamos con la feria anual, con el agravante que las familias le sacan el cuerpo durante varios fines de semana a ponerse en la labor de desbaratar árbol, pesebre, adornos y demás perendengues.

A nosotros no, ¡qué va! Había que rogarle mucho a la mamá para que dejara armar el pesebre unos días antes de la fecha del inicio de la Novena, el 16 de diciembre, con el cuento que eso le llenaba la casa de tierra y mugre. Y no más pasar la navidad, con trabajo esperaba hasta después del 31 para ordenar que desbaratáramos ese embeleco. A la basura con el musgo y demás sobrantes; el papel enserado se sacudía en el patio antes de empacarlo otra vez; y el resto de figuras se envolvían en periódico para embalarlas.

De todas maneras era mucho lo que disfrutábamos la armada del pesebre y del árbol, programa que empezaba cuando le rogábamos a mi papá que se viniera un sábado en el Land Rover de Plumejía, la ferretería familiar, para armar paseo de día entero a los páramos cercanos y conseguir un chamizo que sirviera como árbol navideño, además de recoger en las cañadas el musgo que crecía generoso. El arbolito de pino es importado de otra cultura, como el Papá Noel, mientras por aquí preferíamos un chamizo cubierto de musgo.

Como para todo, mi papá debía rifar los turnos en que los mayorcitos le podíamos dar machete al famélico tronco, hasta que por fin cedía y entonces lo acomodábamos en el techo del jeep para después de amarrarlo seguir con el paseo. El almuerzo era un fiambre delicioso preparado por mi mamá, el cual comíamos a la orilla de una quebradita de aguas termales. De regreso en casa, la orden era guardar toda esa mugre en el patio para al otro día, domingo, proceder a quitarle la tierra al musgo y así poder armar el pesebre.

Muy temprano estábamos levantados para empezar con la organizada del árbol. Con un sacudidor mi mamá le quitaba el polvo y la mugre que tuviera, mientras nosotros traíamos del garaje unas piedras grandes y algo de arena. En un tarro de galletas Saltinas familiar, ya forrado con papel navideño, se paraba el chamizo para luego cuñarlo con las piedras, todo lo cual se rellenaba con arena para darle mejor estabilidad. Una guirnalda de papel aluminio recorría el tronco, lo mismo que una instalación de luces de colores que titilaban. Las bolas de colores, que se quebraban con solo mirarlas, solo podían ser manipuladas por mi mamá.

Hasta ahí duraba la enguanda del arbolito porque solo quedaba como adorno navideño. Llegado el momento de rezar la novena todas las noches se haría alrededor del pesebre y el cuento ese de meter los regalos del Niño Dios debajo del árbol es otra tradición importada, como el pino y Papá Noel. Como el fruto prohibido esas bolas nos producían una atracción imposible de controlar y cada que uno podía se arrimaba a tocarlas y ver cuál era el misterio, hasta que se caía alguna y quedaba vuelta añicos. Sigue la armada del pesebre.

Aquellos diciembres (3).

Nosotros le sacábamos todo el gusto a la Navidad, tal vez porque era más cortica, y en todo momento nos divertíamos con algo referente a ella. Un programa de las familias era ir al centro al caer la tarde para ver vitrinas. Los almacenes las adornaban con muy buen gusto y las luces de colores las hacían ver más llamativas; la preferida de todos era la del almacén Artístico de don Evelio Mejía.

Llegaba por fin el 15 de diciembre, víspera de la novena, y mi mamá autorizaba armar el tan esperado pesebre. Lo primero era sacar del cuarto del reblujo las cajas donde se guardaba y después de sacudirlas  para quitarles el polvo, procedíamos a desenvolverlas del periódico y dejarlas a un lado mientras les destinábamos su lugar. Desocupadas las cajas de cartón pasábamos a planear la topografía que llevaría el pesebre, la cual se lograba al acomodar esas cajas de cierta forma para luego taparlas con el papel encerado.

La etapa anterior generaba discusión porque unos lo preferían plano, otros en falda, etc., por lo que tocaba desarmar de nuevo para evaluar. Al fin nos resolvíamos y entonces seguía cubrir todo con musgo, excepto un área que cubríamos con arena para simular un desierto. Los caminitos iban en piedrilla y un espejo roto servía como lago para un pato, mientras una tira de papel aluminio simulaba una quebrada.

Pero sin duda lo más simpático de los pesebres siempre ha sido la desproporción. El tamaño de las figuras principales, la Sagrada Familia, los Reyes Magos, el burro y el buey, son gigantescos en comparación con el resto de figuras. En esa época las casitas y la iglesia del pueblo eran de cartón y se armaban con unos pocos dobleces, y cualquier edificación era del tamaño de la cabeza de un camello. Con lo que más gozábamos era con las ovejitas y las coleccionábamos para formar rebaños y trasladarlas a pastar de un lugar a otro.

Hoy en día la gente compra adornos nuevos cada Navidad y así atiborran las casas hasta llegar al mal gusto. En cambio mi mamá no compraba ni un moño de más, por lo que conseguir más ovejas era complicado; sin embargo, de alguna forma lo conseguíamos y así aumentábamos el rebaño. Teníamos prohibido meterle mano al pesebre, pero todo el que pasaba por ahí miraba muy bien que nadie lo viera y algún retoque le hacía; lo único permitido era adelantar un tris cada día a los Reyes, a medida que se llegaba la fecha del nacimiento, proceder que solo se hacía a la hora del rezo, supervisado por los adultos.

En las tantas Navidades que pasamos en La Graciela, la finca familiar, el procedimiento era el mismo pero ya no teníamos poder de decisión, porque éramos muchos primos, varios de ellos mayores. En una esquina del corredor ponían teleras en forma de escala y encima el papel encerado; quedaba perfecto para armar un pesebre, además de un sitio perfecto para uno esconderse. Un par de primos muy patanes se metían ahí antes del inicio de la novena y en medio del rezo se asomaban por unos agujeros a hacernos ojos y carantoñas, por lo que nos daba un ataque de risa y el tío Roberto, quien supervisaba el comportamiento, nos mandaba para un cuarto castigados por irrespetuosos.

La verdad es que en la finca le parábamos menos bolas al pesebre porque eran muchos los programas para hacer, mientras centrábamos el interés en la llegada del Niño Dios para comparar lo que nos trajera con lo recibido por los primos.

Aquellos diciembres (4)

Pasan los días decembrinos y nuestro interés se centra en la llegada del Niño Dios, a quien esperamos desde hace un año y en quien pensábamos cada que hacíamos una pilatuna o nos comportábamos mal, porque siempre fue la amenaza preferida de nuestras mamás, siga así mijito y verá que el 24 le aparece a los pies de la cama un coco lleno de ceniza. Aterrador pensarlo, porque bastaba imaginar a los hermanos desempacando regalos mientras uno encontraba semejante sorpresa.

Cada temporada había algunos juguetes de moda, aunque para nosotros poco variaba. La publicidad navideña era mínima, pero en el poco rato que veíamos televisión alcanzábamos a enterarnos de lo que ofrecía el mercado. Sin embargo, mi mamá era muy práctica y casi siempre compraba lo mismo para todos; sobre todo para evitar peleas y discusiones, porque siempre habría algunos inconformes. De manera que nos compraba un juguete, que casi siempre era un camión marca Búfalo; se diferenciaban en que el uno era militar, otro repartidor de leche, el carrotanque, el ganadero y uno con su carpa; aunque siempre había algunos roces, hacíamos cambios pasajeros y así solucionábamos la vaina.

Aunque para los niños nunca ha sido bien visto recibir ropa como aguinaldo, las mamás aprovechaban para dejar vestidos a los muchachitos de una vez; entonces recibíamos además del juguete un bluyín marca McNelson y un par de botas Machita. No más recibirlos nos medíamos las prendas y salíamos a trazar carreteras y construir puentes para recorrerlas con nuestros camiones. Los niños del barrio procedían de igual manera y nos reuníamos a comparar regalos, a opinar y contener ciertas envidias.

Los papás seguían convencidos de que los niños de 8 o 10 años todavía creíamos que quién traía los regalos era el Niño, y nosotros los dejábamos para verlos hacer maromas que buscaban evitar que nos enteráramos de semejante secreto. Mi madre se iba para el centro por las tardes y le bastaba visitar dos almacenes para salir de nosotros, el de Carlos Mejía para la ropa y para todo lo que tuviera que ver con cacharrería el de Benjamín López, en la carrera 23 frente al parque de Caldas, donde queda ahora el edificio Restrepo Abondano. Ambos comercios eran sus favoritos porque allá conseguía todo lo que necesitara y así evitaba buscar de almacén en almacén hasta quedar rendida y patoniada.

¡Qué pecaito!, recuerdo las maromas que hacía mi madrecita para traer todos esos paquetes y buscar dónde esconderlos, pero antes debía inventarse una disculpa para ir sola al centro, ya que entre tantos muchachitos siempre había varios antojados de acompañarla. Entonces a los niños nos inventaba una caminada y para incentivarnos compraba una Premio Roja litro, en botella de vidrio retornable, una novedad que acababan de lanzar y que era el sueño de cualquier mocoso. A las niñas las llevaba a pasar la tarde a la casa de una tía.

Después de encaletarlos ella quedaba convencida de que allí permanecerían hasta el 24, pero no era sino que saliera a hacer un mandado y nosotros nos trepábamos como ardillas por esos closets hasta llegar a lo más alto. Sacábamos un paquete, leíamos para quién era y cada cual investigaba el contenido por el peso, la consistencia o lo que lograra ver por alguna rendija; sin quitar la cinta pegante porque nunca volvía a funcionar.

Llegaba por fin el tan esperado día y pasábamos ansiosos y expectantes, mientras contábamos las horas y los minutos que faltaban para las 12 de la noche. Después a dormir para encontrar los regalos al abrir el ojo.

Aquellos diciembres (5)

La nochebuena era de gran agitación porque la pólvora era de lo mejor y mi papá compraba buena cantidad, mientras mi madre en la cocina le daba los últimos toques a las viandas que conformarían la cena navideña, la cual tratábamos de comer lo más tarde posible; y para que aguantáramos todo ese lapso, al caer la tarde nos daban un algo generoso. Más tardecito pasaban los únicos pasabocas conocidos en mi casa, galletas de soda untadas con carne de diablo.

A medida que llegaba la media noche la alegría era total y apenas disfrutábamos la cena navideña por el afán de irnos a acostar a ver si amanecía rápido para poder abrir los regalos. Sin importar que ya supiéramos cuantos paquetes había y estar casi seguros de lo que contenían, la excitación era absoluta. El primero en abrir el ojo despertaba al resto y ahí estaban los paqueticos a los pies de la cama de cada uno; rompa papeles, mídase la ropa por encima, hasta que aparecía el juguete que era lo más esperado.

Todavía en piyama, pero con las botas Machita oliendo a nuevo, salíamos a la calle a correr y jugar llenos de felicidad. Al rato nos llamaban de la casa para que fuéramos a arreglarnos, porque ese día visitábamos a las abuelas; todos queríamos llevar los juguetes y había que ver a mis papás convenciéndonos de que todo eso no cabía en el carro. El mayor aliciente para ir a donde la abuela materna era que nos daba a cada uno un billete de peso, una fortuna para gastar en varias visitas a la tienda. A donde Tita, la mamá de mi papá, llegábamos a media tarde para que nos sirvieran un chocolate ‘parviao’; amasaban el cacao con especias y quedaba con un aroma delicioso.

Pasaba otra semana dedicada a hacer maldades y pilatunas con pólvora, la misma que vendían en cualquier tienda de barrio; nosotros invertíamos hasta el último centavo de nuestra remesa semanal en ese peligroso pasatiempo, y el único fin era mortificarle la vida al prójimo, además de algunos ‘experimentos’.

En esa época no eran comunes los agüeros para el 31 de diciembre y ese día la celebración era sencilla; solo se destacaba la cantidad y calidad de la pólvora quemada y la cena navideña, que resaltaba por su exquisitez. Nada de calzones amarillos, 12 uvas, rama de trigo, caminar con una maleta, baños especiales, bebedizos, ungüentos y demás yerbas. Al otro día empezábamos el nuevo año como la cosa más natural, por lo que la celebración del 31 de diciembre pasaba sin pena ni gloria. Por fortuna durante las tantas temperadas que compartimos con la familia en La Graciela, la finca de nuestra abuela materna, todos coincidíamos en esa materia.

A principios de la temperada vivíamos el mejor de los programas en la finca, la matada de marrano, el cual tenía un protocolo definido y que allá seguíamos a rajatabla; los perniles del chancho se guardaban para las cenas de nochebuena y fin de año. Si pasábamos en la casa mi mamá preparaba cordón de cerdo con salsa, arroz negro, unas papas bien sabrosas y ensalada de la mejor. Los niños, aunque rendidos, hacíamos malabares para aguantar hasta media noche y hacer el conteo de los segundos.

Así trascurrían las temporadas navideñas, a grandes rasgos, porque de cada detalle hay mucho que contar e infinidad de anécdotas relacionadas. Se disfrutaba hasta el final del asueto, aunque la última semana debíamos motilarnos, cortarnos las uñas, visitar el odontólogo y demás reparaciones; como cuando en las carreras entran los carros a ‘pits’.

sábado, diciembre 10, 2016

Pago por ver.

Nada más cierto que cuando dicen que nadie se muere la víspera, porque sin importar la edad o la condición física, en cualquier momento una persona puede ser llamada a cuadrar caja. Sobre todo cuando se llega al sexto piso, ya que es común que de ahí en adelante el ser humano sea más vulnerable debido a la acumulación de calendarios, los mismos que vienen acompañados de un cúmulo de achaques. Por eso no puede uno dejar de pensar que en cualquier momento se le puede aparecer la ‘pelona’ para llevárselo, lo que sin duda representa un difícil momento para el escogido.

Además de la pena de dejar a los seres queridos, al menos yo, tendría mucha curiosidad por conocer el final de ciertas situaciones que me han mantenido en vilo por muchos años, así sean cosas baladíes. Qué piedra, por ejemplo, morirse uno antes que Fidel Castro. A ese personaje lo he visto dar guerra desde que tengo uso de razón y a pesar de que debido a su senectud debió cederle el poder a su octogenario hermano Raúl, el comandante Fidel permanece como la figura que representa la revolución cubana. La misma que se convirtió en la piedra en el zapato para los gringos y a la cual no han podido eliminar. Qué bueno ver qué va a pasar cuando los hermanos Castro estiren la pata.    

Otro asunto que me gustaría ver finiquitado es el de ciertas obras de infraestructura que se adelantan en el país. Por herencia de mi madrecita nací novelero y no puedo enterarme de que pegaron un ladrillo o movieron tierra, porque allá tengo que ir a meter las narices. Me babeo al enterarme por la publicidad de esas autopistas con sus dobles calzadas, viaductos y túneles; ver por fin a los trenes recorrer el país y los grandes planchones moviendo carga por el río Magdalena.

Algo que no veré, ni nadie que esté vivo hoy, es a este país en paz; claro que al menos se negocia con los más importantes grupos insurgentes y por largo que sea un recorrido siempre hay que dar un primer paso. Después pasarán varias generaciones para que nuestro territorio alcance la justicia social, cuando desaparezcan plagas como la corrupción, el narcotráfico y demás modalidades de bandidaje. Estamos muy retrasados en comparación con los países del primer mundo, pero así como ellos también pasaron por épocas oscuras antes de lograr la tranquilidad en que viven ahora, a nosotros nos queda la esperanza de lograr ese grado de desarrollo algún día.

Cómo se va a ir uno para el otro toldo sin saber dónde caerá el globo de Venezuela. Todas las noticias hacen creer que la situación no aguanta más y sin embargo el dictadorzuelo sigue atornillado al poder. Marchas, protestas y cacerolazos se repiten a diario, mientras el pueblo raso que respalda a Maduro se viste de rojo y también sale a marchar para demostrar lo dividido que está ese país.

Me gustaría asomarme por un huequito desde el más allá para seguir el desarrollo de mi querida Manizales. Nada me guste más que enterarme de proyectos y obras que se adelantan en la ciudad, hacerles seguimiento y visitarlas con los amigos. Claro que a este paso no alcanzaremos ni siquiera a ver funcionar de nuevo el cable a Los Yarumos y mucho menos disfrutar de nuevas rutas del cable vía. Todos los candidatos a la alcaldía prometen varias líneas y después no salen con nada; o sino miren al actual mandatario, que al paso que vamos solo va a cumplir con el hospital para mascotas.

Memorias de barrio (17).

Nada que llame más la atención que lo prohibido, porque asegura que se trata de algo misterioso. No me canso de repetir que las mamás de antaño fueron mujeres increíbles que levantaron proles numerosas mientras administraban un hogar católico y disciplinado; cuando un niño tenía cuatro años había por lo menos otros dos hermanitos más chiquitos y por lo tanto salía para la calle desde temprana edad a enfrentarse con la vida.

Después de tirar la puerta de la casa quedábamos en absoluta libertad, porque bien es sabido que la mamá no tenía cómo saber en qué andábamos, a menos que jugáramos al frente de la casa. Por fortuna, para proceder con esas pilatunas censuradas teníamos a nuestra disposición todos esos terrenos que ocupan hoy el barrio La Camelia y sus alrededores.

Las comitivas estaban absolutamente prohibidas sin la compañía de un adulto, pero para nosotros así no tenía gracia porque no nos dejaban meter la mano. Entonces planeábamos la estrategia para realizar una bien sabrosa y para ello cada uno de los miembros de la gallada debía aportar algo: plátano, papas, caldo de sustancia, cebolla, tomate y demás ingredientes, además de cubiertos, platos y en vista de que utilizar una olla era imposible, porque tocaba dejarla reluciente a punta de ‘bom-brill’, la solución era cocinar en un coco de galletas. 

Desde muy chiquitos cargábamos una navajita en el bolsillo, con las que picábamos todo ese revuelto antes de echarlo en la el tarro; el resultado era un caldo insípido y desagradable, caliente como el infierno. Entonces alguno comentó que eso lo que necesitaba era una gallina y que él sabía una técnica para ‘pescarlas’. Bastaba tirarles un puñado de maíz, uno de cuyos granos iría amarrado con un nylon, para que una vez tragado no fuera sino jalar.

La vaina nos quedó sonando y le dijimos a mi mamá que le pidiera a una tía que tenía una casa campestre enseguida del aeropuerto La Nubia, para hacer un paseíto con los amigos del barrio. Nos la prestó de una y el sábado, después de instalarnos en La Finquita, salimos de excursión a conseguir la ‘proteína’ para el sancocho. Bajamos hasta Chupaderos y luego recorrimos gran parte de la región y en ninguna parte nos funcionó el cuento de la pesca con maíz, hasta que vimos en un guadualito que había al lado de una pesa para camiones, enseguida de la entrada para el Club campestre, hoy Bosque popular, un grupo de gansos grandes y gordos.

Después de matar uno a los garrotazos nos fuimos para la finca a prepararlo, pero Maruja, la casera, estaba reacia a colaborar. Tocó entonces prometerle la mitad de la carne y ahí sí aceptó, y trajo un balde metálico con agua para ponerlo en una fogata a hervir y así poder desplumar el pajarraco. Estábamos en esas cuando apareció el policía del aeropuerto a investigar sobre el animal desaparecido; preguntó para qué era el agua y respondimos que para un caldo Maggi, mientras hacíamos piruetas para tratar de pararnos encima de algunas plumas y el hombre comentó que si no sería como mucha agua para hacer un caldito.

El tombo nos pilló y prometió regresar para buscar el cuerpo del delito, por lo que nosotros salimos despavoridos para la casa. No más llegar, mi mamá supo que algo nos había pasado y no demoró mucho en hacernos ‘cantar’; el animal sacrificado resultó ser de una prima de ella y el asunto generó tremendo lío familiar. Ni hablar del regaño que nos metieron y del remordimiento que sentimos por el pobre animalito.

Memorias de barrio (16).

Llegamos a vivir al barrio La Camelia en 1963 y debido a que el vecindario era reducido, la pandilla de amigos bastante limitada. En vista de que la mayoría de ellos no estudiaban en nuestro colegio, era común que algunos compañeros de estudio se aparecieran por el barrio para disfrutar de la maravillosa pista para carros de balineras que teníamos; arrancaba en la avenida Santander con calle 70 y bajaba hasta la iglesia de Palermo, siete cuadras, sin ninguna edificación que obstaculizara la visual.

Frente a la estación del cable aéreo vivía uno de ellos, compañero del colegio que buscaba nuestra compañía porque donde él residía no tenía barra de amigos. En esa época los niños éramos muy amigos de tener animales en el patio de la casa; criábamos pollos de engorde, gallinas ponedoras, palomas mensajeras, conejos, curíes y cuanto bicho consiguiéramos. Mi mamá nos traía en el mercado un kilo de maíz trillado para alimentarlos, pero como no alcanzaba debíamos estar pendientes en la cocina de los sobrados de arroz, cáscaras de papa, cunchos de zanahoria, hojas de repollo y cuanto sobrante resultara.

En cambio a Oscar, que solo tenía una hermana mayor, le daban gusto y lo mimaban. En el patio tenía unas jaulas inmensas, fabricadas con todas las de la ley; muy diferentes a las nuestras, que armábamos con retazos de madera y el angeo más barato. Lo que más envidiábamos era que mantenía un bulto de 50 kilos de concentrado para alimentar sus animales, que por ende estaban siempre gordos y alentados. Entonces nosotros aprovechábamos cualquier descuido para echarnos puñados de cuido en los bolsillos y así darles un festín a nuestros famélicos animalitos.

Sin embargo lo que incrementó nuestra envidia fue el día que le regalaron un caballo. El zambo se pavoneaba en ese táparo para un lado y para el otro, mientras le rogábamos que nos diera una palomita, así fuera al anca. Y él cerrado en la banda que ni riesgos, que le habían prohibido prestar el animal. Tocaba entonces mostrar indiferencia y mientras el fantoche ese se daba gusto, nosotros pretendíamos estar muy entretenidos sacando gusanos de sus madrigueras. En cualquier barranco había pequeños agujeros y en ellos metíamos un espartillo recién arrancado, y no era sino esperar a que se moviera para meterle un jalón y así sacar el desprevenido bicho.

Al otro día salimos de caminata temprano para que no se nos pegara y pudiera darse el gusto de humillarnos, y arrancamos por la avenida hacia el sector de los tanques de Niza. Pues no llevábamos ni la mitad del camino y oímos el traqueteo de los cascos que se acercaban; y el mocoso para arriba y para abajo sacándole chispas a esas herraduras, y nosotros babeados de las ganas. Llegamos a la Coca cola y nos empinamos en la ventana para alcanzar a ver embotellar el ansiado líquido, mientras él muy cómodo en su caballo preguntaba si desde tan abajo sí se veía bien.

El equino pernoctaba en una manga cercana a mi casa y una mañana supimos que amaneció muerto, por lo que salimos disparados, aún en piyama, para corroborar la noticia. Resulta que el animal se enredó en el lazo y murió ahorcado, y ahí estaba Oscar que berreaba como una Magdalena al lado del táparo que empezaba a descomponerse. Nosotros no pudimos ocultar la satisfacción y mientras pateábamos el cadáver aplaudíamos y brincábamos. Ahí fue que a Oscar se le metió que nosotros le matamos el caballo, a lo que respondimos que si fuera fácil, lo habríamos despachado desde el primer día.

Las modas.

Me asombra ver a los sardinos disfrutar de una tertulia en la terraza, mientras visten prendas vaporosas que apenas los visten. Desde mi ventana los observo apertrechado contra el frío, como un muñeco de año viejo a punto de prenderle la mecha. Ellas van cómodas con sus camiseticas ombligueras, manga sisa y bluyines pescadores que cubren hasta la pantorrilla; los muchachos todos con camisa de manga corta, cómodos y relajados mientras se aplican unos aguardientes. Juventud, divino tesoro.

Ahí no queda sino reconocer que los años no vienen solos y que con la acumulación de calendarios nuestros gustos cambian, empezamos a coger resabios y mañas, los cuales se acumulan hasta alejarnos definitivamente de la juventud actual. Por fortuna a uno nadie le quita lo bailado y siempre podremos decir que también tuvimos veinte años. Cómo no recordar esas experiencias de adolescencia y juventud, cuando las modas de la época se imponían para indicarnos la forma de lucir y comportarnos.

La mayor tendencia estaba en la forma de vestir y en la presentación personal. Como coincidimos con la década de 1970, cuando los jipis impusieron sus gustos, dejamos crecer el pelo hasta que nos llegaba a los hombros, donde le dábamos unos tijeretazos para que no siguiera espalda abajo. Los crespos optaron por lucir el Afrikan Look, unas motas de churruscos que los hacían parecer un algodón de azúcar. Y en la casa los papás y en el colegio profesores y directivos a juro que nos harían cambiar de parecer.

Con las prendas de vestir sí que se presentaron novedades; llegó la moda de los pantalones de bota ancha y todos quisimos lucirlos para salir a ‘cocacoliar’. Lo primero era ir al centro, a la calle 19, donde en el almacén de Juancho Rincón se conseguían cortes de terlenka para mandarlos a hacer. Un sastre o una costurera los cortaban a la medida y de una vez se les encargaban varias camisas, de cuadros coloridos, ceñidas al cuerpo y cuellos estrambóticos.

Pero sin duda lo más curioso de esa época fueron los zapatos. Ahora me parecen ridículos y espantosamente feos, pero entonces se imponían y no quedaba sino llevarlos. Era calzado de la época de Luis XV, con tacón mediano, trompones y una hebilla grande en el empeine. Los manteníamos bien embetunados y en esos esperpentos aprendimos a caminar, porque se volvieron indispensables en la indumentaria del día. También se impusieron las camisetas sicodélicas teñidas en casa. 

En los ‘agáchese’ de la calle 19 vendían unas camiseticas chinas muy baratas; además comprábamos en la droguería Versalles una cajita de Iris, un producto para teñir. En la cocina de la casa cogíamos la olla del sancocho para calentar agua y a las camisetas les hacíamos nudos que amarrábamos con cabuya. El paso siguiente era echarlas a hervir un rato, con la anilina correspondiente, y al final se retiraban las cabuyas y el resultado era fenomenal.

Pero no todas las modas eran de prendas de vestir, muchas otras entretenciones tenían su cuarto de hora durante el año. Bastaba que alguno se apareciera con canicas o bolas de cristal y de inmediato se imponían los cinco hoyos y el pipo y cuarta. La idea era llenar los bolsillos de bolas. Con frecuencia promocionaban álbumes y todo el mundo a comprar láminas, cambiarlas y apostar de cualquier manera.   

Otro día se imponía el yoyo y a tomar ‘Coca cola’ para conseguir uno profesional; el balero o coca también tenía su espacio y recuerdo bien el pica pica, un tejido artesanal que hacíamos con tiras de plástico; eso no servía para nada, pero entretenía…

Costumbres bárbaras.

Los romanos resolvieron llamar bárbaros a todos los pueblos que vivieran por fuera de sus fronteras, sin importar el grado de cultura que tuvieran o qué tan desarrollados estuvieran. Godos, Visigodos, Germanos, Galos, los Hunos y los otros. Todos eran bárbaros. Los imperios siempre han tenido esa particularidad, mirar a los demás por encima del hombro y menospreciarlos. A través de la historia imperios y naciones poderosas han oprimido a quienes habitaban los territorios colonizados, obligándolos a cambiar sus costumbres amenazados por la cruz, la espada y el fusil.

Nunca aceptaron que así como les parecía absurdo el proceder de otras culturas y la forma de comportarse, igual pensaban los conquistados de las nuevas costumbres que querían imponerles. El pueblo milenario de la India es destino preferido de los viajeros y aunque no he tenido el gusto de visitarlo, después de oír relatos y ver programas por televisión, no me provoca ir por allá. Eso de comer con la mano derecha, sin ayuda de la otra, es una peripecia desagradable e incómoda; qué untada, qué pegote, qué sensación tan desagradable. Peor todavía el destino de la otra mano: limpiarse el fundillo. No existe inodoro y mucho menos papel higiénico, y en el piso un hueco sirve para ‘encholar’ los desechos; después saque agua de un balde y proceda con el aseo. ¡Gas!

En cambio envidio algunas costumbres del pueblo japonés, como la de quitarse el calzado antes de entrar a una vivienda. Qué puede haber más sucio y contaminado que la suela de un zapato, el mismo que recorre todos los rincones de la casa hasta reposar a pocos centímetros de nuestra cama. Y todo quien entre en la casa deja su reguero de bacterias por cuanto sitio recorre. Mejor aún la forma que tienen de saludarse, con una pequeña venia. Nada de besos, abrazos ni manoseos. En los resientes Juegos Olímpicos llamó mi atención la modita que han cogido algunos participantes de tocarse a toda hora. Cada que el equipo marca un punto a favor o entra o sale un participante, ‘chocan’ las manos, se abrazan, golpean sus pechos y hasta se besan, en medio de mares de sudor que intercambian sin ningún escrúpulo. Qué cosa tan desagradable.

Otros pueblos verán con asombro la manía que tenemos nosotros por el baño diario, esa ducha que nos damos antes de empezar el día. Algunos no serán tan rígidos pero en mi casa no lo perdonamos; así sea con agua echada si hay algún inconveniente, la cual además debe estar calientica. Resabios que tiene uno. En cambio en Europa, que supuestamente es la cuna de la civilización, son bien malitos para eso del baño diario. Muchos ni siquiera le jalan al lavado de gato.

Otra cosa que me produce escalofrío son esos pueblos que viven en lugares de extremo frío o calor. Cómo puede amañarse uno, por ejemplo, en Siberia o en Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Con ese frío tan espantoso, en invierno casi todo el año y saliendo a la calle solo a lo necesario. Qué decir del pueblo Bosquimano que habita en el desierto de Kalahari, en Namibia al sur de África, que luchan a diario para conseguir unas gotas de agua. ¡Qué pereza!

En lo gastronómico sí que tenemos gustos distintos. Por aquí se escandalizan porque en China comen carne de perro, pero no piensan lo que será para quien tiene un cerdo como mascota ver cómo consumimos porcinos sin consideración. 

Mejor no le echo más cabeza al asunto y sigo con mi rutina, y que cada quien se rasque las pulgas a su manera.

Como en botica.

Quienes hemos pasado la existencia en este pueblo querido de Manizales podemos recordar perfectamente cómo han sido las costumbres en las diferentes épocas, porque todo cambia o evoluciona, para bien o para mal. Durante nuestra juventud fue el sector del centro de la ciudad el entorno que preferimos y asombra ver lo diferente que era. Tranquilo, organizado, agradable, servía como marco a un comercio regentado por ciudadanos egregios que ponían sello de garantía a una actividad seria y responsable.

Los pocos vendedores ambulantes que recuerdo fueron unos loteros que trabajaban en el alféizar de una vitrina, frente al Banco de la República, y ahí mismo ofrecían pececillos para acuario sacados de alguna quebrada cercana, los mismos que mantenían en grandes porrones. En el mismo sitio trabajó durante algún tiempo un muchacho a quién llamábamos Pinocho, que vendía casetes menudeados que en esa época eran muy perseguidos por la juventud; poco después se instaló en Sanandresito, donde se distinguió como comerciante.

Bajo el alero del edificio Esponsión, enseguida del Club Manizales, algunos jipis ofrecían cachivaches expuestos en trapos negros dispuestos para tal fin, y durante la noche los negocios de comida hacían su aparición. En la esquina con la calle 23 instalaban la famosa olla del Banco de la República, en la que ofrecían deliciosas viandas; y en las afueras del Club el Gitano vendía unos deliciosos chorizos a los que no podían resistirse los copetones clientes que resolvían irse a acostar. Quienes preferían los negocios tradicionales se metían a La guaca del pollo, donde servían un consomé con huevo duro a la temperatura que se funde el plomo.

Hoy en día no dejo de sorprenderme cuando recorro la carrera 23 convertida en una mezcla entre mercado persa y galería. Hay de todo como en botica y da tristeza ver esa cantidad de gente detrás del rebusque para lograr echarse unos pesos al bolsillo. Entre las calles 14 y 19 el ambiente es malevo y en la esquina de la 17 un hotelucho de mala muerte ofrece ‘ratos’ a cinco mil pesos y por una noche cobran ocho mil, ‘negociables’. Severa ratonera.

En las afueras de los supermercados de la calle 19 las ventas ambulantes de frutas y verduras convierten el entorno en una plaza de mercado, y la mayoría de los productos son de baja calidad por ser desechos de cultivos o en muchos casos robados de las fincas. La gente compra porque son baratos y su bajo presupuesto no permite regateos. Sigue el recorrido y los ojos no alcanzan para ver todo lo que ofrece el panorama, con una variedad pasmosa de ofertas y posibilidades.

Las carretas con frutas no dan abasto y el mago biche con sal y limón es el producto estrella; también el chontaduro con esos mismos ingredientes y miel de abejas para quien lo prefiera. Frutas exóticas que no son comerciales se consiguen allí, guamas, madroños, zapotes, mamoncillos, ciruelas… En todo caso para mi gusto lo más detestable son los puestos de comida que hay en la bocacalle de la calle 29; en un local en esa esquina funcionó Míster Albóndiga, un alemán ‘seriote’ que vendía las mejores viandas. Ahora ofrecen debajo de parasoles, que dizque están prohibidos, una variedad de fritos que empalagan a la vista; hileras de perros calientes esperan la clientela que los devora con fruición.

Oí decir que esos ventorrillos desagradables son de propiedad de un concejal, bastante conocido por cierto, y ahí se me cayó el carriel. Porque si quienes rigen las normas de la ciudad son los dueños de esa mafia, entonces… ¿quién podrá defendernos?

Carreteras.

Cuando voy para Chinchiná y quien maneja el carro me pregunta si prefiero la doble calzada o la carretera vieja, escojo esta segunda opción. Claro que la primera es más cómoda y permite mayor velocidad, además de que no hay que adelantar otros vehículos, pero me gusta más la carretera vieja porque vamos más despacio y así puede disfrutarse mejor el paisaje. También porque desde que llegué al mundo la recorro y de cada fonda al borde del camino, de cualquier curva o tramo, tengo recuerdos imborrables.

A algún historiador le oí que la comunicación terrestre con Chinchiná se hizo para la reconstrucción de Manizales después de los incendios ocurridos en la década de 1920, ya que la mayoría de los materiales eran importados y solo llegaban en tren hasta San Francisco, como se llamaba entonces el vecino municipio. Hicieron cuentas de cuánto tiempo demoraría subir todo ese hierro, cemento, herrajes y demás carga en recuas de mulas, y la conclusión fue que pasarían varios lustros antes de completar dicha labor.

Arrancaron entonces con la trocha hacia Morrogacho, siguió por entre cafetales hasta La Quiebra del billar y poco después, frente a la entrada hacia San Peregrino, por una carreterita que va hacia la vereda El Rosario. Pocos kilómetros después hay una quebrada que no tiene puente y que puede vadearse en carro sin inconveniente mientras no esté crecida; sigue la ruta por la orilla del inmenso cause de la quebradita, que la mayor parte del tiempo es un hilo de agua que corre por entre inmensas piedras y material de río.

Al llegar a una finquita llamada La Bombonera hay una Y que da la opción de seguir a la derecha hacia el peaje de Pavas, o para la izquierda, que fue la de la carretera original, y que sube hasta La Violeta para continuar por el trazado de la ruta actual. Así llega a San Pacho, como le decían entonces a ese pueblo, y puedo imaginar lo que sería la novedad cuando veían subir hacia Manizales por la incipiente carretera esas grandes volquetas cargadas de materiales.

En el Bajo Tablazo funcionó hace muchos años un retén de rentas departamentales y un poco más adelante, en la recta de la vereda Jaba, quedaba el peaje cuyo tiquete costaba un peso; el mismo que cobraba levantaba la guadua cada que un carro pagaba y entre los hermanos nos peleábamos el recibo del peaje para hacer un avioncito y sacarlo por la ventanilla. Pocos metros más abajo sigue ahí la cantina La Cumparsita, cuyo dueño fue un bigotudo que mantenía todas las paredes del negocio forradas con afiches de viejas en pelota.

Después siguen La Siria, Caselata, La Violeta y unos kilómetros después la carretera corre un corto tramo paralela al río Chinchiná. Siento nostalgia al recordar una fondita, El Pescador, que había en la recta de Cenicafé; alrededor del negocio varias casitas de familias que vivían de sacar material del río. Allí vendían unos pandeyucas muy sabrosos y acostumbrábamos parar a comprarlos. Pues resulta que la avalancha que se formó con la erupción del volcán Arenas en 1985 arrasó con toda esa pequeña comunidad y después de su paso solo quedó el recuerdo de quienes allí habitaban.

Cuando quisieron ‘clavarnos’ un peaje en esa vía, el que gracias al firme rechazo de los chinchinenses logró impedirse, supusimos que nunca le meterían mano al mantenimiento para que la gente pagara el peaje de la doble calzada. Sin embargo, hay que reconocer que se le hizo una reparación completa a toda la calzada y en la actualidad está en perfectas condiciones.

jueves, octubre 20, 2016

La mejor compañía.

A los de mi generación no puede faltarnos un radiecito para oír todo tipo de programas, sobre todo en los que conversan de cualquier cosa. Muy temprano me chanto el audífono para seguir la información que difunde Julito Sánchez y su combo; en un duermevela delicioso el cerebro selecciona lo que vale la pena. Después a leer el periódico, desayunar y la visita al baño, siempre acompañado por el infaltable ‘loro’.

Atinado el eslogan de La mejor compañía, porque en eso se convierte la emisora preferida para uno, en inseparable adicción. Extraño de antes los programas de humor que tantas sonrisas nos sacaron, Montecristo, El show de Ever Castro, Los tolimenses, El manicomio de Vargas Vil. Ahora solo se habla de fútbol y de política. Pues nunca imaginé que terminaría yo participando en un programa radial y lo que empezó como un experimento, se convirtió en actividad ininterrumpida de once años.     

A finales de 1993 me invitó Iván Darío Góez a grabar anécdotas con humor para reproducirlas en el noticiero de RCN. Muy pronto me ‘sonsacaron’ de Caracol y Javier Giraldo, asesorado por Ramón Salazar, me propusieron participar con Yesid López en el recordado programa Pase la tarde con Caracol; debía conseguir una persona que nos acompañara y propuse entonces a la ex gobernadora Beatriz Londoño de Castaño, mujer maravillosa con una gracia natural, culta, bien informada y excelente conversadora.

Todavía bisoños Yesid salía del estudio y nos dejaba solos con los invitados, como la vez que debí manejar una entrevista que le hacíamos al reconocido dueto Los Hermanos Uribe. Cuando ya no sabía qué más decir se me ocurrió preguntarles si ellos tenían algún parentesco. Otra tarde se metió al estudio la Loca María, una fufurufa que a pesar de su avanzada edad se tongoneaba por las calles y vestía prendas atrevidas. Quería pedirle un favor a Yesid y sin importarle que estuviéramos al aire, conversaba indiferente. A todos nos dio un ataque de risa y ella simplemente comentó: ¡Y estos hijueputas de qué se ríen…!

Poco después se retiró Beatriz y luego Yesid, e ingresó al programa Ramón Salazar, con quién me entendí tan bien durante muchos años. También hacíamos programas de televisión, con Telecafé, y en esas entrevistamos a un par de trovadores, Serrucho y El Mariscal; ambos geniales, repentistas de campanillas, pero fue Jorge Ferney Díaz, Serrucho, quien llamó mi atención. Le pregunté si en Colombia se puede vivir de la trova y dijo que sí, pero que se vive más maluco que el diablo. Ahí resolví llevarlo para el programa.

Resultó ser un tipo fenomenal, culto, conocedor del idioma, inquieto y repentista profesional, con quien seguimos en el programa siempre con una tendencia humorística, pero dedicados a la cultura, el buen decir y los temas de actualidad. Don Carlos Arturo Lince nos acompañaba desde los controles, para hacer un programa que aún es añorado por muchos oyentes.

Yo trasmitía desde mi casa, mientras el señor Lince y Serrucho lo hacían desde el estudio del edificio Don Pedro. Una tarde me visitó el doctor Pacho González para uno de los tantos espacios que compartimos en el programa; le hice señas para que esperara mientras le daba cambio y como era común quise empezar con publicidad, por lo que lo invité a tomarnos una aguapanela de la marca del patrocinador. Dijo que ni muerto, que esa vaina era comida para chandosos. Yo le hacía señas para que captara pero seguía en sus trece, que aguapanela no tomaba. Cuando por fin entendió, no quedó sino morirnos de la risa porque ya no había posibilidad de recular.

Ignorancia atrevida.

Imagino la piedra que le daría a un científico como Stephen Hawking si llegara a oírme decir sandeces y pendejadas. Porque él, que ha dedicado su vida a la investigación y a la búsqueda de respuestas, no podrá concebir que a un ignorante como yo le parezca que no deberían botar tanta plata en proyectos y experimentos que supuestamente buscan mejorar la existencia a quienes habitamos este valle de lágrimas. En cambio siento respeto por personajes del talante de Llinás, Patarroyo o Hakim, porque ellos consagran su esfuerzo al avance de la ciencia médica, un asunto cuyos resultados son de suma importancia para el bienestar de la humanidad.

La verdad no es que me parezcan de poca importancia las investigaciones que hacen de tantas vainas de interés, sino que no puedo aceptar que se inviertan enormes presupuestos en asuntos que no representan un beneficio inmediato para la humanidad, mientras en el mundo entero existen tantas privaciones que requiere de intervención inmediata antes de que sea tarde. En todos los rincones del planeta habitan personas que tienen necesidades urgentes, sufren y sobreviven en medio del desespero y la desolación.

Vi en televisión un programa de cuando filmaron la película Titanic, en el que el director del filme, míster Cameron, se ideó una expedición de científicos encargados de investigar por qué se hundió el transatlántico. Muchas veces bajaron hasta los restos del naufragio en pequeños submarinos especiales para tal fin, mientras en un barco en la superficie un grupo de investigadores se encargaba de analizar lo descubierto. Que cómo fue la grieta abierta por el choque, por qué se partió el barco, que si el dueño se salvó de primero, que hasta qué hora tocó la orquesta, que cuánto duró el hundimiento…

A la legua se notó que la intención del programa era hacerle publicidad a la película y aunque costó una fortuna, sin duda la jugada comercial fue un éxito porque la mayoría de los televidentes quedaron antojados de conocer las respuestas. En cambio opino que para qué carajo sirve conocer esos datos, un barco que se hundió hace más de cien años. Que inviertan lo que sea para prevenir desastres con los cruceros actuales y evitar que se repita lo sucedido con el Costa Concordia, que no pasó a mayores porque fue en la costa y cerca de un pueblo, porque de haber sido en alta mar…

Hace unos años realizaron en Europa un experimento con el que lograron reproducir, por medio de un acelerador de partículas, la explosión del Big Bang, la misma que dio origen a nuestro planeta. Esa vaina sucedió hace mil quinientos millones de años y entonces me pregunto qué pasa si nos quedamos sin saber cómo sucedió; aparte de ahorrarnos un dineral, no veo qué puede cambiar. Cómo servirían esos miles de millones de euros para darle saneamiento básico a la gente más pobre, vivienda, salud, educación, comida…

Ahora les dio por mandar una sonda a Saturno para conocer detalles de ese planeta, si hay agua o atmósfera. Suponga que el descubrimiento es positivo, qué nos ganamos si eso queda en los infiernos; nadie se le medirá a viajar hasta allá, durante varios años, para toparse con un peladero inhabitable.  

En este mundo arrevesado el dinero está muy mal repartido. Es natural que haya ricos y pobres, pero las diferencias no pueden ser tan desproporcionadas. Que unos pocos atesoren fortunas mientras la mayoría sobrevive a los trancazos, es inaceptable. Ojalá no suceda, pero de llegarse a sublevar el pueblo, a los ‘cacaos’, mafiosos y nuevos ricos no les quedará sino pegar para Saturno.

Frivolidades.

A diario me pregunto si soy raro, no tengo sentimientos o se me apagó el piloto, porque cada vez me importan menos las cosas que suceden a mí alrededor; excepto familiares y amigos, el resto me trae sin cuidado. Claro que prefiero mantenerme informado para poder meter la cucharada, pero de ahí a preocuparme o perder el apetito por un hecho específico, no hay cinco de riesgos. En cambio me asombra ver cómo en nuestro hemisferio dedican el mejor espacio de los informativos para resaltar el éxito de un deportista o lamentar la muerte de un artista, mientras apenas mencionan la explosión de un carro bomba que deja doscientos muertos en un país del medio oriente.

Me dio golpe oír a dos periodistas como Julio Sánchez y Alberto Casas a punto de derramar lágrimas por la muerte de Juan Gabriel; hicieron pucheros, se dieron golpes de pecho y debieron combatir el nudo en la garganta, mientras dedicaron toda una mañana del noticiero para lamentar esa pérdida invaluable, según ellos. Entonces proceden a llamar a otros artistas para que expresen su dolor y empieza la repetición de la repetidera; resulta que todos eran amigos íntimos del personaje. Y muelen música del aludido, canciones de cinco minutos, mientras uno esperanzado hace fuerza para que cambien de tema.

Una de las corresponsales de La W Radio dijo con voz entrecortada que ahora qué vamos a hacer sin la música de Juan Gabriel, cómo vamos a disfrutar las fiestas sin sus canciones, a quién le provocará tomarse un trago sin su compañía. Qué tal esta, como si ella bebiera siempre acompañada del personaje; que busque videos en la red que ahí están todos. Como si al morir un artista todas sus grabaciones se borraran de golpe. Que vieja tan pendeja.

Aunque no soy amigo de ese tipo de música reconozco que sus canciones son agradables y pegajosas, pero el enterarme de su muerte ni siquiera me produjo un parpadeo; imagino que la misma reacción que habría tenido él si el muerto fuera yo. Debido a que no existe posibilidad de que yo espere dos horas al teléfono para expresar mi opinión, debo aguantarme la gana de decirle todas esas cosas a Julito: que el tipo me parece maluco, repelente y detesto sus zalamerías. Respeto que a Julio le guste, pero debería ser más moderado con el tiempo dedicado a lamentar su muerte para satisfacer a todos los oyentes.

En nuestra cultura deberíamos enfrentar desde pequeños el tema de la muerte; que desde kínder los niños se familiaricen con ella, para no crecer con ese terror que le produce casi a la totalidad de la gente. Aceptar que todo lo que nace tiene que morir, sin saber cómo ni cuándo, a ver si los niños sufren menos al pensar que sus padres pueden morir en cualquier momento; peor aún los hijos que procreamos nosotros, que por hacerles la vida más fácil los criamos dependientes e inseguros. Por hacer bonito hicimos feo.

La gente se lamenta porque murió un viejo cacreco que dizque estaba como un lulo, a lo que respondo que yo en cambio me alegro mucho, porque se evitó todos esos achaques que agobian al ser humano durante la vejez. Nada más ingrato que enfrentar el deterioro del organismo mientras la mente permanece lúcida, porque los que ya están chuchumecos ni cuenta se dan. Por eso es tan cierto eso que si uno se despierta después de las 50 años y no le duele nada, ¡es porque se murió! Y qué tal esta joya: Morir es como quedarse dormido, pero sin despertarse a orinar.

Piques nocturnos.

Son muy comunes las personas a las que les gusta asentarle la chancleta al carro, el mismo que consienten como si fuera su más precioso tesoro. Desde el día que lo sacan del concesionario le dedican toda la atención, lo soban a diario con un dulce abrigo hasta dejarlo reluciente, no permiten que nadie se monte con los zapatos entierrados y mucho menos que fumen en su interior. Cuando esporádicamente se meten a un hueco y el ‘pichirilo’ se golpea por debajo, les duele como si fuera en carne propia. Y después de cinco años de comprado pretenden que siga en el estado del primer día de uso.

En la juventud es innato el gusto por la velocidad y ante la falta de escenarios para practicarla, la muchachada busca sectores de la ciudad donde puedan competir en carreras improvisadas, siempre al abrigo de la oscuridad. El primer sitio que recuerdo de esos encuentros nocturnos fue en los alrededores del estadio Palogrande; todo el complejo deportivo, el estadio, la piscina olímpica (que nunca funcionó y quedaba donde hoy es el coliseo menor), las canchas de la liga de tenis, el coliseo mayor y el Tenis club, tenían como cerramiento un muro de ladrillo.

Las carreras consistían en darle varias vueltas a esa gran manzana y los espectadores buscábamos acomodo seguro para evitar que algún piloto primíparo se saliera de la vía y nos atropellara. Esas reuniones nocturnas eran ideales para coquetear con las amigas mientras disfrutábamos del espectáculo, el cual era protagonizado por jóvenes menores de edad y algunos padres de familia que a pesar de su edad no se aguantaban las ganas de competir; don Guillermo Isaza y su hijo Pepe, en la pulga Volkswagen, eran infaltables.

En vista de que ese sector era muy habitado los reclamos de los vecinos no se hacían esperar y por ello las autoridades de presentaban con regularidad a poner orden. Entonces la convocatoria clandestina encontró otro escenario en el sector que hoy ocupa el barrio Bajo Palermo; desde una cuadra antes de la iglesia de Palermo, por la Paralela que todavía no era avenida, arrancaban los bólidos a recorrer la incipiente urbanización en la que aún no había viviendas construidas. La pista tenía la dificultad de carecer de peraltes en las curvas y por ello era común que los carros se golpearan contra los sardineles, lo que le dio el nombre al lugar del Autódromo ‘Rin torcido’.

De niños mi papá era aficionado a jugar golf en el Club campestre, que funcionaba donde ahora es el Bosque popular. La condición de mi madre para dejarlo ir era que se llevara siquiera cuatro muchachitos, por lo que pasábamos allá todo el día jugando con los hijos de los compañeros del golf. Cuando los cuchos terminaban en el campo se acomodaban en el bar del club a tomar aguardiente y jugar ‘cacho’, mientras echaban cuentos y apostaban los vales que habían firmado durante el día.

En cierto momento suspendían el juego y salíamos a las carreras para el parqueadero, porque se volvió costumbre que el regreso era apostando carreras. Con regularidad jugaba con ellos Eduardo Gómez Arrubla, quien siempre tenía el carro más cachaco del pueblo, por lo que todos los mocosos buscábamos cupo en la lancha de turno. Nunca nos pasó nada, por fortuna, y debo recordar que en esa época era culturalmente aceptado que la gente manejara mientras tomaba trago. Pocos años después el programa con mis amigos era que alguno se volara en el carro de la casa, para irnos a hacer irresponsabilidades por toda la ciudad. Cómo cambian las costumbres…