sábado, diciembre 10, 2016

Memorias de barrio (16).

Llegamos a vivir al barrio La Camelia en 1963 y debido a que el vecindario era reducido, la pandilla de amigos bastante limitada. En vista de que la mayoría de ellos no estudiaban en nuestro colegio, era común que algunos compañeros de estudio se aparecieran por el barrio para disfrutar de la maravillosa pista para carros de balineras que teníamos; arrancaba en la avenida Santander con calle 70 y bajaba hasta la iglesia de Palermo, siete cuadras, sin ninguna edificación que obstaculizara la visual.

Frente a la estación del cable aéreo vivía uno de ellos, compañero del colegio que buscaba nuestra compañía porque donde él residía no tenía barra de amigos. En esa época los niños éramos muy amigos de tener animales en el patio de la casa; criábamos pollos de engorde, gallinas ponedoras, palomas mensajeras, conejos, curíes y cuanto bicho consiguiéramos. Mi mamá nos traía en el mercado un kilo de maíz trillado para alimentarlos, pero como no alcanzaba debíamos estar pendientes en la cocina de los sobrados de arroz, cáscaras de papa, cunchos de zanahoria, hojas de repollo y cuanto sobrante resultara.

En cambio a Oscar, que solo tenía una hermana mayor, le daban gusto y lo mimaban. En el patio tenía unas jaulas inmensas, fabricadas con todas las de la ley; muy diferentes a las nuestras, que armábamos con retazos de madera y el angeo más barato. Lo que más envidiábamos era que mantenía un bulto de 50 kilos de concentrado para alimentar sus animales, que por ende estaban siempre gordos y alentados. Entonces nosotros aprovechábamos cualquier descuido para echarnos puñados de cuido en los bolsillos y así darles un festín a nuestros famélicos animalitos.

Sin embargo lo que incrementó nuestra envidia fue el día que le regalaron un caballo. El zambo se pavoneaba en ese táparo para un lado y para el otro, mientras le rogábamos que nos diera una palomita, así fuera al anca. Y él cerrado en la banda que ni riesgos, que le habían prohibido prestar el animal. Tocaba entonces mostrar indiferencia y mientras el fantoche ese se daba gusto, nosotros pretendíamos estar muy entretenidos sacando gusanos de sus madrigueras. En cualquier barranco había pequeños agujeros y en ellos metíamos un espartillo recién arrancado, y no era sino esperar a que se moviera para meterle un jalón y así sacar el desprevenido bicho.

Al otro día salimos de caminata temprano para que no se nos pegara y pudiera darse el gusto de humillarnos, y arrancamos por la avenida hacia el sector de los tanques de Niza. Pues no llevábamos ni la mitad del camino y oímos el traqueteo de los cascos que se acercaban; y el mocoso para arriba y para abajo sacándole chispas a esas herraduras, y nosotros babeados de las ganas. Llegamos a la Coca cola y nos empinamos en la ventana para alcanzar a ver embotellar el ansiado líquido, mientras él muy cómodo en su caballo preguntaba si desde tan abajo sí se veía bien.

El equino pernoctaba en una manga cercana a mi casa y una mañana supimos que amaneció muerto, por lo que salimos disparados, aún en piyama, para corroborar la noticia. Resulta que el animal se enredó en el lazo y murió ahorcado, y ahí estaba Oscar que berreaba como una Magdalena al lado del táparo que empezaba a descomponerse. Nosotros no pudimos ocultar la satisfacción y mientras pateábamos el cadáver aplaudíamos y brincábamos. Ahí fue que a Oscar se le metió que nosotros le matamos el caballo, a lo que respondimos que si fuera fácil, lo habríamos despachado desde el primer día.

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