jueves, octubre 20, 2016

Piques nocturnos.

Son muy comunes las personas a las que les gusta asentarle la chancleta al carro, el mismo que consienten como si fuera su más precioso tesoro. Desde el día que lo sacan del concesionario le dedican toda la atención, lo soban a diario con un dulce abrigo hasta dejarlo reluciente, no permiten que nadie se monte con los zapatos entierrados y mucho menos que fumen en su interior. Cuando esporádicamente se meten a un hueco y el ‘pichirilo’ se golpea por debajo, les duele como si fuera en carne propia. Y después de cinco años de comprado pretenden que siga en el estado del primer día de uso.

En la juventud es innato el gusto por la velocidad y ante la falta de escenarios para practicarla, la muchachada busca sectores de la ciudad donde puedan competir en carreras improvisadas, siempre al abrigo de la oscuridad. El primer sitio que recuerdo de esos encuentros nocturnos fue en los alrededores del estadio Palogrande; todo el complejo deportivo, el estadio, la piscina olímpica (que nunca funcionó y quedaba donde hoy es el coliseo menor), las canchas de la liga de tenis, el coliseo mayor y el Tenis club, tenían como cerramiento un muro de ladrillo.

Las carreras consistían en darle varias vueltas a esa gran manzana y los espectadores buscábamos acomodo seguro para evitar que algún piloto primíparo se saliera de la vía y nos atropellara. Esas reuniones nocturnas eran ideales para coquetear con las amigas mientras disfrutábamos del espectáculo, el cual era protagonizado por jóvenes menores de edad y algunos padres de familia que a pesar de su edad no se aguantaban las ganas de competir; don Guillermo Isaza y su hijo Pepe, en la pulga Volkswagen, eran infaltables.

En vista de que ese sector era muy habitado los reclamos de los vecinos no se hacían esperar y por ello las autoridades de presentaban con regularidad a poner orden. Entonces la convocatoria clandestina encontró otro escenario en el sector que hoy ocupa el barrio Bajo Palermo; desde una cuadra antes de la iglesia de Palermo, por la Paralela que todavía no era avenida, arrancaban los bólidos a recorrer la incipiente urbanización en la que aún no había viviendas construidas. La pista tenía la dificultad de carecer de peraltes en las curvas y por ello era común que los carros se golpearan contra los sardineles, lo que le dio el nombre al lugar del Autódromo ‘Rin torcido’.

De niños mi papá era aficionado a jugar golf en el Club campestre, que funcionaba donde ahora es el Bosque popular. La condición de mi madre para dejarlo ir era que se llevara siquiera cuatro muchachitos, por lo que pasábamos allá todo el día jugando con los hijos de los compañeros del golf. Cuando los cuchos terminaban en el campo se acomodaban en el bar del club a tomar aguardiente y jugar ‘cacho’, mientras echaban cuentos y apostaban los vales que habían firmado durante el día.

En cierto momento suspendían el juego y salíamos a las carreras para el parqueadero, porque se volvió costumbre que el regreso era apostando carreras. Con regularidad jugaba con ellos Eduardo Gómez Arrubla, quien siempre tenía el carro más cachaco del pueblo, por lo que todos los mocosos buscábamos cupo en la lancha de turno. Nunca nos pasó nada, por fortuna, y debo recordar que en esa época era culturalmente aceptado que la gente manejara mientras tomaba trago. Pocos años después el programa con mis amigos era que alguno se volara en el carro de la casa, para irnos a hacer irresponsabilidades por toda la ciudad. Cómo cambian las costumbres…

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