jueves, noviembre 16, 2006

VOLVAMOS A LO SIMPLE.

El planeta que habitamos es una olla a presión con la válvula taponada, y es cuestión de tiempo para que no le quepa más vapor y en átomos volemos. Y es en todos los aspectos. En lo económico, ecológico, social, religioso o en cualquier campo que escojamos. La gente, rica, acomodada o pobre, no sabe qué camino coger. Asegura la filosofía popular que la riqueza no hace la felicidad, y eso puede corroborarse al ver las angustias y los conflictos de los multimillonarios. La sociedad actual está contaminada por la ansiedad y el estrés, y aterra ver hasta a los niños visitando al terapeuta.

Mientras más nos remontemos en la historia comprobamos que el hombre ha vivido épocas agradables y tranquilas. Claro que a partir del invento de ciertas comodidades, porque tampoco voy a envidiar a quienes habitaban una caverna y a la hora de comer debían ruñirse un trozo de carroña. Siempre han existido los conflictos entre diferentes bandos y los desastres naturales acompañan al planeta desde sus principios, pero a medida que el hombre tecnifica la guerra es más lamentable el resultado de los enfrentamientos. Y es un hecho que la naturaleza cada vez reacciona con mayor agresividad porque a ella también nos hemos encargado de trastocarla.

Son muchos los aspectos en los que la mayoría de las personas de cierta edad prefieren, si fuera posible, dar unos pasos atrás y retomar costumbres ya guardadas en el archivo del tiempo. El ritmo de vida de los individuos en la actualidad no permite labores que requieran demasiado tiempo y por ello los actividades deben ser ágiles y efectivas para ahorrar esfuerzos y demoras, aspectos que para la maquinaria del capitalismo salvaje valen oro.

Escojo un ejemplo para diferenciar las épocas y el mismo ejercicio puede aplicarse a cualquier tema. Pongo en la balanza las costumbres gastronómicas y la modalidad de adquirir los productos de la canasta familiar en tiempos de nuestra niñez, comparado a como sucede ahora. Lo primero es que los grandes supermercados y almacenes de cadena permiten al consumidor conseguir cualquier tipo de producto listo para ser utilizado, después de unos pocos minutos de preparación. Por ello cuando le preguntan a alguien qué ha hecho, frase común para saludar en nuestro medio, el otro responde que nada porque todo lo compra hecho.

No puede negarse que los productos y las técnicas utilizadas son modernas, y hasta apetitosas, pero es una alimentación artificial, insípida y monótona. En cambio la ida a la plaza de mercado era todo un programa y la gente dejó de visitarla porque el supermercado es más seguro, más sencillo, tiene donde parquear el carro, puede pagar con tarjeta débito, le regalan puntos acumulables por cada compra y encuentra variedad y calidad certificada. Pero la magia del mercado popular es única y recordar cuando el señor de las frutas compartía unas uvas con los niños que acompañaban la comitiva, el de la verdura les guardaba un costal con hojas de repollo y redrojo de zanahoria para alimentar los conejos, el carnicero les regalaba una moneda de 20 centavos, el del queso una pruebita de cuajada y la señora de los dulces un bastón de menta o un puñado de corozos garrapiñados.

La mamá regañaba los hijos para que no tocaran nada, mientras el viejito que cargaba el canasto colgado de una cincha lo reacomodaba cada rato en la sudorosa frente, y una gallina colgada de las patas a un costado del canasto agitaba las alas a modo de protesta. Cuando llegaban con el mercado a la casa, quienes no habían clasificado para ir en esa oportunidad buscaban con afán qué sorpresa les traían, mientras esperaban con ansias la semana en que les tocara el turno de participar en el recorrido.

Luego se daban las instrucciones a la empleada encargada de la cocina para que procediera con ciertas preparaciones. Una cosa que ya casi no se ve en los hogares son los dulces de fruta que nunca faltaban a la hora de la sobremesa en las comidas. Un vaso de leche con dulce de moras; el de tomate de árbol que se comía cogiendo la fruta en almíbar del tallo, como si fuera la cola de un ratón; el de mamey o el de piña, el de cocas de guayaba, o la jalea y el cernido de la misma fruta. La torta casera, el arroz con leche, el postre de natas, las grosellas caladas, las brevas con queso, los duraznos en almíbar y tantos manjares cuyos aromas invadían cada rincón de la casa.

Además la cocinera preparaba empanadas, tamales, solteritas y hojuelas; en una parrilla asaba arepas planchas y de las redonditas para acompañar las sopas caseras. Mi mamá hacía el vinagre con cáscaras de piña, preparaba mistelas con jugo de mora fermentado y reforzado con un poco de aguardiente, y tuvimos una empleada que hacía panes para el “algo” cuando llegábamos del colegio. Con el hambre que tiene un muchacho a esa hora y encontrar el delicioso olor del pan recién horneado.

A lo mejor soy muy montañero y ordinario, pero prefiero aquellos manjares a los pai, creps, braunis, mufets, donas, wafles y demás innovaciones, que por ser copiados del extranjero no se escriben así, pero definitivamente con esos nombres los conocemos.
pmejiama1@une.net.co

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