martes, mayo 20, 2008

Relato vívido.

Después de 60 años del asesinato de Gaitán me entero de que el tío de mi mujer, Antonio José Bretón Uribe, vivió una experiencia aterradora aquel día aciago. Él hizo este relato para una emisora radial el pasado 9 de abril, y lo reproduzco para quienes no lo escucharon:

“Yo tenía 11 años y cursaba quinto elemental, como interno, en el Instituto La Salle. Los externos salían a almorzar a sus casas y al regresar contaron que acababan de matar a un político. Un tal Jorge Eliécer Gaitán; nosotros no teníamos ni idea de quién era, pero ellos llegaron con la noticia. Desde ese momento empezamos a ver humo de incendios en el centro de Bogotá y sentíamos a la chusma que gritaba “abajos”. Los veíamos correr y gritar mientras volaban miles de papeles de los incendios. No volvimos a entrar a clase y a los externos los mandaron para sus casas.

Cuando estábamos en medio de la conmoción, desde el barrio Egipto, de unas casas que daban contra el patio de la Primera División, gritaban que cuidado con los niños que iban a echar bala. Entonces corrimos a guarecernos detrás de una baranda que tenía salida a los baños y en ese momento Grutmann, un muchacho del Tolima que se detuvo un momento, cayó muerto a nuestros pies porque una bala de fusil de algún francotirador le atravesó el cuello. Le dieron la absolución desde el parapeto donde estábamos, a unos tres metros de distancia, y así fue como todos lo vimos morir.

A los internos nos metieron a la capilla del colegio para protegernos del pueblo que gritaba amenazante. El Instituto La Salle tenía un edificio contiguo que era para los internos de bachillerato, y los hermanos cristianos pidieron a los alumnos mayores que les prestaran sus ropas para cambiarse por las sotanas y así confundirse con los muchachos. Yo me acuerdo que los tiros rompían los vitrales de la iglesia y caían vidrios, lo que nos asustaba aún más. Flores y Sabogal, nuestros ídolos porque eran del equipo de basket Los Piratas y cursaban sexto de bachillerato (tenían mesa del comedor aparte, eran como dioses) lloraban del susto porque ellos sí se daban cuenta del peligro que corríamos. Los gritos de la gente eran aterradores y entonces trancamos las puertas con las bancas de la capilla.

Y comienza la chusma a entrar al Instituto y a tratar de tumbar esa puerta con una viga enorme, y todo traqueaba. De golpe el hermano Gastón, que era un viejito que se había quedado por fuera, empezó a tocar la campana y salió esa chusma a correr. Luego nos llevaron al comedor pero nadie quiso comer porque la gente gritaba y corría. Entonces nos trasladaron a los baños de los internos, que eran subterráneos, y allí nos acomodamos como 400 en silencio total. El edificio de los dormitorios de bachillerato estaba en llamas y como había riesgo de que colapsara y tapara la salida de los baños, el hermano Pedro dijo ¡sálvese quien pueda! No olvido ese grito. Y para afuera todo el mundo. Pasamos por encima de las zanjas y salimos a la calle; la gente desde las casas decía: ¡Los niños de La Salle, entren, entren! Seguía el tiroteo y saltábamos de tapia en tapia; pasé por la casa de mis primos Uribe Mesa pero era tal el susto que no me acordé…

Corríamos para evitar las balas, la gente moría a nuestro lado, había cadáveres a lo loco. Veíamos disparar y nos cambiábamos de andén. Vimos muertos hasta con cinco relojes; las viejas vestidas con abrigos de mink; doblaban las rejas de los almacenes como si fueran de mantequilla; los hombres despicaban las botellas de licor fino y champaña y se las bebían. En el aire miles de papelitos y todo el mundo corría con las manos en alto. Yo hacía lo mismo y me vino a coger la noche en el barrio Ricaurte, en la calle octava con carrera 30, y durante el recorrido mis amigos se dispersaron. Pasaban volquetas llenas de muertos, y unas niñas del María Auxiliadora se subieron a una volqueta y también las mataron.

Llorando y perdido, por fin una señora se apiadó y me metió a su casa. No había teléfonos y yo no recordaba la dirección de mi casa; recuerdo que el hijo mayor de la señora llegó un día con gran cantidad de pelotas de tenis Spalding y varias cajas de tenis Croydon. En la casa vivían como siete personas y eran muy pobres; me acuerdo que un conejo caminaba por encima de la mesa mientras comían. Como a los 4 días, cuando ya había líneas telefónicas, la señora llamó a mi mamá; mi papá, que me estuvo buscando bajo los escombros de la ciudad, fue a recogerme. Me llevó de la mano hasta la casa y mi mamá lloraba mientras me abrazaba y besaba.

Todo el comercio fue saqueado. La policía se había sublevado y se tomaron la torre de la iglesia de Santa Bárbara, antes de Las Cruces. Les disparaban a los soldados desde arriba. Llegó un tanque de oruga, se parqueó, tranquilamente apuntó y disparó; fue como darle un golpecito a un canasto por debajo, todo salió volando, incluso los muertos. Días después se veían miles de relojes quemados…”
pmejiama1@une.net.co

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mire usted, quien ordenó que ese tanque hiciera eso ... fue mi tío abuelo.

El mundo es un pañuelo.

vero dijo...

VERO
no me imagino lo que se sentirá vivir esto en carne propia, y tratar de hacer lo que el instinto diga al momento de sobrevivir..
mi gran admiración, y esto si que realmente es historia!

Jorge Iván dijo...

Ese trágico día yo tenía 7 meses de gestación en el vientre de mi mamá y todavía me estremezco de pánico. Imagínense los que estaban afuera. Patria labrada a muerte y Violencia eterna, pero ahí vamos.