miércoles, diciembre 15, 2010

¡No le busque más!

Siempre oímos a quienes viven en Bogotá lamentarse por lo complicado que es transitar por las calles, debido a que los vehículos no caben en ellas. Sin embargo el clamor se ha intensificado, porque ahora los atascos del tránsito convirtieron a la capital en un lugar invivible. Durante la semana el tráfico es pesado y complicado, pero el sábado, que no existe restricción, dicen los mismos habitantes de la metrópoli que es imposible salir en el carro. Prefieren quedarse en la casa antes que padecer semejante martirio. Mientras las obras de infraestructura no prosperan porque la corrupción no lo permite, miles de vehículos nuevos salen a rodar por las atestadas vías.

Es inconcebible que tanta gente se traslade a la capital a sufrir a diario ese tormento, mientras que en una ciudad intermedia como la nuestra la situación es muy distinta. Claro que muchos se quejan porque el tráfico se pone pesado en las horas pico, aunque me atrevo a asegurar que esas personas nunca han estado atrapados en un atasco de esos que provoca llorar. Y eso que aquí las avenidas son pocas por lo difícil de nuestra topografía, pero nadie podrá negar el privilegio que representa salir del trabajo en La Enea a medio día y quince minutos después estar en la casa para almorzar; además alcanza a dormir siesta.

En cambio el problema nuestro está en las vías que nos unen con el resto del país, porque de seguir así, terminaremos como dicen algunos: convertidos en un paradero de buses con arzobispo. Sin embargo, para demostrar que nuestra región lo único que necesita para descollar económicamente es contar con buenas vías de comunicación, basta leer algo de la historia de la ciudad para enterarse de que las cosas antes eran a otro precio. Hace años el historiador Albeiro Valencia Llano me obsequió dos libros de su autoría: uno sobre la colonización antioqueña y el otro referente a la fundación y desarrollo de Manizales; son interesantes, amenos y en sus páginas es fácil toparnos con los ancestros.

A finales del siglo XIX y a principios del XX Manizales era la segunda ciudad más importante de Colombia, después de Bogotá, y todo debido a que dominaba las rutas que comunicaban a Antioquia con el Cauca, y al occidente del país con el río Magdalena y la Capital de la República. Se trataba de caminos de herradura por donde las recuas transportaban las mercancías que transitaban por Honda y Ambalema; además, llegaban hasta las minas de Marmato y las tierras del Chocó. El primer camino que abrieron hacia el oriente pasaba muy cerca del nevado de El Ruiz y pernoctar en las cuevas del Gualí o de Nieto era difícil por el intenso frío. Por lo tanto en 1864, catorce años después de la fundación, el cabildo emprendió la construcción de otro paso por el páramo de Aguacatal, llamado el camino de La Elvira, para lo que recaudó una contribución obligatoria entre algo más de mil vecinos; lo que ahora llamamos valorización.

Dos años después el municipio se declaró insolvente y ante la imposibilidad de pedirle más dinero a los ciudadanos, que no estaban en condiciones de aportar, resolvió entregarle el proyecto a una compañía privada para que terminara las obras. Esa compañía estaba conformada por Francisco Antonio Jaramillo, Pablo Jaramillo, Ignacio Villegas y Gabriel Arango Palacio (mi tatarabuelo). Luego se emprendió la apertura de otro camino, llamado El Perrillo o Moravia, el cual se empezó a construir en 1890 y fue encargado a la sociedad conformada por Pantaleón González O., Pedro Uribe Ruiz, Rufino Elías Murillo y Manuel María Grisales.

Las crónicas de la época aseguran que en los potreros de Manizales y los municipios vecinos llegaron a pastar diez mil bueyes, además de mulas y bestias que utilizaban para el transporte de personas, con los que se movía toda la carga que transitaba entre las diferentes regiones. De esos primeros habitantes los más adinerados fueron los que se dedicaron al negocio de la arriería, entre quienes se destacaron don Justiniano Londoño (el papá de Fernando Londoño Londoño) y los hermanos Estrada Botero. Por ello al manizaleño que se crea de sangre azul o que se ufane de sus abolengos, debemos recordarle que todos descendemos de arrieros y montañeros de alpargatas y mulera.

Con el surgimiento del cultivo del café el volumen de carga aumentó en forma considerable y como complemento a las recuas apareció la navegación por el río Cauca, donde Francisco Jaramillo Ochoa y Carlos E. Pinzón fundaron importantes compañías navieras. Los arrieros llevaban la carga hasta La Virginia, de allí por el río hasta Palmira, desde donde seguía en tren hasta Buenaventura para embarcarla hacia el exterior. En 1922 se inaugura el cable aéreo entre Manizales y Mariquita para agilizar el transporte hacia el río Magdalena, y en 1928 llega la línea férrea a esta ciudad para comunicarla con el ferrocarril del pacífico.

Ahí está la prueba de por qué nos quedamos estancados. Porque si entonces contábamos con varios medios de transporte, ahora dependemos de unas pocas carreteras obsoletas, sinuosas, angostas y en mal estado. Ojalá aprovechemos este cuarto de hora, como dijo el Ministro Germán Cardona, para que con el billete que piensan invertir en infraestructura podamos salir por fin de este atolladero.
pamear@telmex.net.co

2 comentarios:

Jorge Iván dijo...

Si por allá llueve por aquí no escampa. Las carreteras de Antioquia son una colcha de derrumbes y lodo. Tres meses más de invierno crudo y tocará importar globos estáticos para saltar montañas. Por fortuna nuestro metro se convirtió en una solución kilométrica para la inmovilidad de la ciudad

JuanCé dijo...

¡Qué envidia!
Me refiero a los abuelos; tenían toda clase de vías. En cambio ahora nos faltan varias. Dejamos escapar el ferrocarril y como los paisas somos tan guapos, lo único que hacemos es montar en avión, para ir a Bogotá a rogar hasta por un reparche de las calles.