La mayoría de poblaciones tienen
un producto alimenticio que las distingue y es común que las visiten sólo por
el placer de paladearlo. Piononos en Supía, chorizos en Villamaría, corchos en
Neira, quesillos en Guarinocito, aguapanela con queso en Letras y morcilla en
Maracas, son muestra de la diversidad gastronómica de nuestra región. Quien vive
lejos de su terruño añora con regresar para darse gusto con esos mecatos que
tanto le gustan y por ello muchos manizaleños suspiran por los pasteles de La
Suiza, las albóndigas de Míster Albóndiga, los pandebonos de La Ricura o las gafitas
de La Victoria.
De mi primera infancia recuerdo
que nos llevaban a comer empanadas al drive-in Los Arrayanes, en Chipre; chorizos
de Ramonhoyos en la Quiebra de Vélez, por la carretera vieja hacia Arauca; en
Chinchiná vendían unos pandeyucas muy buenos en El Venado de oro y en el parque
principal los famosos helados de Los Pavos. Otros chorizos muy apetecidos los
vendía un viejo mal encarado en la bomba Centenario. En vista de que en mi casa
éramos tantos hijos, cada dos meses a quienes cumplían años en ese lapso los
llevaban a un restaurante; preferíamos La Cayana, en el Parque Fundadores, o la
parrillada de El Dorado Español, en la salida para Chinchiná.
Mecatos que merecen reconocimiento
son por ejemplo los pasteles de La Suiza, que venían en una cajita surtida y
había que ver el problema para repartirlos, porque varios querían el conito
relleno de crema, otros el pastel con forma de sapo o de pollito, las milhojas,
el acordeón o el rollo de chocolate. Y qué tal los turrones Supercoco que
elaboraba entonces don Roberto Muñoz y que menudeaban en los carritos de dulces
a dos por cinco; el señor era vecino nuestro y de vez en cuando nos regalaba
una caja de esas deliciosas golosinas. Hoy, casi cincuenta años después, los
turrones saben igual, conservan su envoltura y son el producto estrella de una importante
empresa local. También perdura en el tiempo la parva de las monjas del convento
de La Visitación, en la Paralela con calle 54; y tienen fama internacional las
obleas y los helados de Chipre, lugar de visita obligada para propios y visitantes.
Durante la adolescencia y
juventud el centro de la ciudad fue nuestro lugar de encuentro. A la hora de
tomar el algo podíamos comer empanadas en La Canoa; visitar Las Torres del
Centro, en la carrera 22 con Pasaje de la Beneficencia; disfrutar los chuzos de
La Tuna; hamburguesas de Domo; albóndigas o salchichas suizas en Míster
Albóndiga o pasteles de pollo en Kuqui. Al salir de cine en el teatro Cumanday
era obligatorio entrar a La Ecuatoriana, donde ofrecían variedad de viandas.
Muy apetecidos eran también los pasteles de piña del restaurante chino Toy San
y las génovas que vendían en El Incendio, frente al colegio Nuestra
Señora.
Como en esa época no había hora
zanahoria la rumba muchas veces duraba hasta el amanecer y era costumbre buscar
dónde comer algo antes de irnos a dormir. En el barrio Arenales quedaba el
restaurante La Rueda, atendido por doña Chila, su propietaria, una vieja
querendona y amable que recorría las mesas con la olla del arroz y una cuchara
para “retacarle” a quien lo pidiera; allí sólo ofrecían sudado de pollo y
después de semejante “golpe” quedaba uno despachado. Por esos lados también era
conocido el cenadero de la gorda Julia, heredado después por su hijo Careplato
que hizo famoso el “caldo peligroso”. Ni qué decir del recordado Petaca,
negocio en el cual podía rasparse la grasa de las paredes y cuyo eslogan decía:
“Se alivia el guayabo sin cantaleta”.
Otras opciones para el remate de
la noche fueron la olla de la Beneficencia, cuyo dueño engarzaba las yucas
cocinadas con la uña del dedo pulgar, guarnición que acompañaba la trompa,
oreja o papada de marrano; lengua sudada, albóndigas con caldo y pedazos
grandes de mondongo también hacían parte de la carta. Después apareció la olla
del Banco de la República y ahí, a una cuadra, La Guaca del pollo donde servían
caldo con huevo duro adentro, siempre a la temperatura que se derrite el plomo.
En la puerta del Club Manizales El Gitano ofrecía cabanos y frente a la Plaza
de toros la Barra del Dividivi atendía los borrachos que salían de las
discotecas. La chuleta del café La Bahía y la “carta internacional” de El Pilón
también hicieron historia. Cuando nos cogía el día buscábamos desayuno en la
cafetería Los luchadores, en la carrera 21 con calle 17, donde servían unos
huevos fritos que nadaban en mantequilla, pan recién horneado, arepa con queso
y chocolate.
A desayunar a El Parnaso, cerca
al parque Fundadores por la carrera 23, llegó cierto amanecer un grupo de
amigos, entre ellos uno de mis hermanos. Ya acomodados en la mesa se reían
porque venían de insultar a unos tombos que se toparon varias cuadras atrás,
pero cuál sería el susto cuando en esas apareció la patrulla con los ofendidos.
En medio del tropel, uno de ellos logró escabullirse detrás de la barra, se
puso un delantal y empezó a lavar loza en el lavaplatos. Todos fueron a parar a
la guandoca, menos el avispado que salió tranquilo para su casa a dormir el
guayabo. ¡Ah tiempos aquellos!
pamear@telmex.net.co
1 comentario:
Por causa de las cosas exquisitas de la mecatería, fritanguería y de todas las galguerías de nuestra gastronomía autóctona como las que usted menciona en su artículo, mis relaciones profesionales con mi médico tratante de la hipertensión se han vuelto peores que las de el afortunadamente expresidente Uribe con su sucesor Santos.
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