Alguna vez, al ver preparar un asado,
pensé en qué momento a uno de esos primeros habitantes de la tierra se le
ocurrió coger un pedazo de carne, ensartarlo en un palo y ponerlo al fuego como
quien asa una salchicha en la chimenea. Porque seguro al descubrir el fuego
aquellos primitivos lo usaron en un principio para calentarse, defenderse de
las fieras salvajes o iluminar sus cavernas, para después encontrarle otras funciones
como la de utilizar tizones para plasmar sus pinturas rupestres. En todo caso
el invento de cocinar los alimentos fue un cabezazo, porque eso de echarle
muela a un pedazo de carne cruda me parece desagradable.
Hoy en día muchos platos de la
comida internacional están preparados a base de carnes crudas: prosciutto o
jamón serrano de cerdo, sushi a base de pescado, carpacho de res o un tipo de
quibbe en el que se come la carne molida adobada con ajo, algunas especies y
abundante aceite de oliva. Estas viandas, a pesar de ser consideradas manjares
por muchos, a otros producen repulsión por el hecho de ser preparadas sin
ningún tipo de cocción. Me siento cómodo con las costumbres gastronómicas que
me tocaron, porque me da escaramucia ver en ciertos programas de televisión a miembros
de otras culturas y regiones del mundo hincarle el diente al hígado podrido de
una foca, mascar trozos de grasa de ballena, deleitarse con el muslo de un
perro o disfrutar el ojo entero de una oveja servido en la sopa; o como los
bosquimanos, que después de matar un jabalí escogen el intestino, le escurren
algo de la caca que tiene adentro, lo pasan dos minutos por la candela y luego se
lo mascan como si fuera un chicle.
Será que con los años uno se
vuelve exigente y resabiado, porque ya no le jala con igual entusiasmo a cosas
que antes le parecían llamativas. Recuerdo por ejemplo el programa tan
delicioso que era organizar una comitiva con familiares o amigos. Las primeras fueron
con la mamá, la cocinera de la casa o algún adulto responsable, pero después,
cuando ya conocíamos el rodaje del asunto, queríamos irnos solos para poder
hacer lo que nos provocara. Entonces aparecieron las comitivas al escondido,
que eran las mejores, para lo cual cada miembro del grupo debía sacar de manera
subrepticia algún producto de la cocina de su casa; uno se encargaba del
plátano, otro de las papas, del caldo de sustancia, un tomate y un gajo de
cebolla, el poquito de sal y cualquier cosa que pudiera servir.
Luego venía el problema de la
olla, porque borrar después la evidencia era prácticamente imposible; por más agua,
jabón y esponjilla que se le volee a ese recipiente nunca queda como estaba, ya
que el tizne que produce la leña es muy trabajoso de sacar. Pero alguno se
aventaba y salíamos dichosos a preparar la improvisada sopa, con el agravante
que todos teníamos una receta diferente y ponernos de acuerdo era muy
complicado. Lo cierto es que mientras unos procedían con la preparación, el
resto se entretenía metiéndole ramitas a la hoguera, escupiendo a las llamas, sacando
un tizón para asustar a los demás o escurriéndole el bulto al molesto humo.
Como no lográbamos sacar platos y cubiertos para todos, tocaba comer por turnos
y a las carreras, lo que hacíamos con gusto porque la verdad los preparados
quedaban más malucos que el diablo. También acostumbrábamos asar tajadas de
banano en una lata oxidada, o en un tarro vacío de galletas hacer tiraos con
panela, coco y corozos, aunque al tratar de manipular la mezcla nos metíamos
unos quemones los verracos.
Tiempo después el procedimiento
se repitió con más fundamento, cuando nos íbamos de excursión con los amigos y
toda la comida debíamos prepararla en un improvisado fogón de leña, o durante
los tradicionales paseos de olla y pelota de números, que deben realizarse a la
orilla de una quebrada y cuyo plato oficial siempre ha sido el sancocho de
gallina. Puede quedar muy bien preparado, con todas las de la ley, pero
entonces viene el inconveniente principal: que no se cuenta con mesa y sillas para
sentarse a comer cómodamente.
Porque le sirven a uno el
sancocho a la temperatura que derrite el plomo y en un plato de icopor lleno
hasta el mismo borde; con la otra mano recibe los cubiertos de plástico, una
servilleta y un vaso desechable con gaseosa al clima. Toca entonces buscar una
piedra dónde sentarse, acomodar el bendito plato en una rodilla y hacer
equilibrio para que no se riegue, entre otras cosas porque le arde la pierna
que por andar tirando baño está desprotegida. Olvídese si le provoca echarle
ají, unas gotas de limón o el infaltable picadillo de cilantro y cebolla,
porque después de acomodado ya no se levanta ni el patas.
Lo mismo sucede en las comidas
elegantes con muchos invitados, que no caben todos en la mesa y por lo tanto
reparten unas tablitas que se acomodan encima de las piernas para poner allí el
plato principal; ni hablar del encarte con los cubiertos, o con la bebida que
debe esconderse debajo de la silla para que no la derrame el primero que pase.
Será que soy muy resabiado, pero la comida así no me resbala.
pamear@telmex.net.co
1 comentario:
Quien no recuerda las comitivas? La más deliciosas, las que se hacían sinel apoyo de la mamá. La palabra y su significado son desconocidos hoy con el adevenimiento de los sandwiches, las hamburguesas y toda clase de porquerías. La gracia y el encanto de esas comidas lo mismo que las rondas infantiles se fueron para la porra.
O será, estimado pariente lejano, que a "cierta" edad nos parece que todo tiempo y evento pasado fue mejor?
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