martes, enero 15, 2013

Inequívoca conclusión (I).


No soy de los que niegan la edad ni me aterro por la acumulación de calendarios, aunque no puedo desconocer que patea un poquito el hecho que a uno lo encasillen en el grupo que eufemísticamente llaman ahora la tercera edad. Y me parece un eufemismo porque creo que viejo es la palabra apropiada, y por ello fue utilizada por la humanidad hasta finales del siglo XX. Pero como ahora les dio por cambiarle el nombre a todo, como si los anteriores fueran degradantes, también llaman a los viejos adultos mayores. Pues me topé con una encuesta que mide si ya pertenecemos a ese grupo de la población, y como ya estoy por arribar al sexto piso, procedí a responderla a ver cómo me iba. Según la medición, quien conteste afirmativamente más de quince preguntas ya es considerado un cucho, y debo confesar que pasé por esa cifra sin tocar aro. Procedo con algunas de las preguntas y sus respectivos comentarios:

¿Qué si mi mamá mandaba a remallar las medias? Cada ocho días. Era común oírla renegar porque se le había ido un punto, por lo que le untaba primero saliva con el dedo y luego le aplicaba un poquito de esmalte para las uñas. Después resolvía mandar las medias con alguno de nosotros al convento de Las Adoratrices, detrás de la Universidad de Caldas, porque esas monjitas eran las propias para esa labor. ¿Qué si recuerdo la Alegría de leer, El Catecismo del padre Astete y La Urbanidad de Carreño? Hombre, si me parece ver todavía la cartillita donde aprendí a leer en El Divino Niño, como se llamaba el kínder. La sobredosis de catecismo debió ser la causa por la que ahora le tengo tanta pereza a la religión, y el texto de urbanidad debería ser obligatorio en la actualidad y en todos los niveles de educación.

¿Qué si oí en la radiola discos de 45 y 78 revoluciones? Imagínese si voy a olvidarme de aquel pelle de radiola que tanto disfrutamos. En ella mi papá nos aficionó a la música clásica, la que tenía en unos viejos discos de pasta gruesa y  78 revoluciones. También tuvimos unos pocos long play de música popular, entre los que recuerdo el de Chavela Vargas, Jorge Negrete, Pedro Vargas y los que regalaban de Suramericana todas las Navidades. ¿Que si oí misa en latín y con el padre de espaldas? Lo recuerdo con claridad en la iglesia del barrio Estrella, cuando el padre Uribe era el párroco. La verdad me tocó durante muy poco tiempo y sólo puedo decir que no entendíamos nada de esa jerigonza, y además con el cura de espaldas no sabíamos cuándo hacía la seña para podernos ir en paz.

¿Qué si usé gomina? Calcule si no. La motilada era en el patio, sentados en la silla donde comían los bebés para quedar a la altura de don Rafael, el peluquero, quien con una máquina oxidada prácticamente nos arrancaba el pelo. Después nos embadurnaba con una loción casera, la cual ardía como el diablo en un cuero cabelludo que nos quedaba en carne viva. Mi mamá mantenía gomina Lechuga en el gabinete del baño para que nos durara el peinado. ¿Que si conocí el electrón para calentar agua? En mi casa hubo varios de esos, que utilizábamos más que todo cuando mi madre pedía que le lleváramos la bolsa de agua caliente para calentarse los jarretes; muy práctico el dispositivo, pero hoy en día no podría usarse porque se lo come a uno la cuenta de la luz.   

¿Que si la nevera había que descongelarla cada ocho días? Me parece que era los jueves que llegaba uno a la casa y al entrar a la cocina a robarse una tajada madura o un patacón, encontraba todo el piso tapizado de periódicos entrapados. Esos congeladores parecían glaciares prehistóricos y recuerdo con horror lo que era sacar cualquier producto de allí; cuando mi papá llegaba con un amigo y pedía hielo para tomarse un trago, el escogido debía armarse de paciencia, además de varios chuzos y cuchillos, para realizar un trabajo de excavación en busca de la esquiva cubeta. Como esta era de aluminio se pegaba de los dedos, y después liberar los hielos era una proeza. ¿Qué si repartían la leche en cantinas? El lechero recorría los barrios y la gente acudía con la cantina, que era el recipiente tradicional para manipular ese alimento. Era leche sin pasteurizar y bautizada, que es como le dicen a la marrulla de rendirla con agua para mejorar la utilidad; sin embargo, a nadie le hacía daño tomarla en esas condiciones.

¿Qué si estaba de moda la Emulsión de Scott? Esa porquería creó un trauma a muchos de mi generación. Por fortuna en mi casa la plata no alcanzaba para comprar el reconstituyente, porque entonces no habían desarrollado la idea de ponerle sabores llamativos para los niños y por lo tanto sabía a lo que era: extracto de hígado de bacalao. Si me invitaban a la casa de algún amigo a dormir y a cierta hora la mamá los ponía en fila para zamparles la desagradable cucharada, yo decía que era alérgico y que me tenían prohibido siquiera probarla. Todavía recuerdo la mueca que hacían todos al tragarse el menjurje.
pamear@telmex.net.co

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