No soy de los que niegan la edad
ni me aterro por la acumulación de calendarios, aunque no puedo desconocer que patea
un poquito el hecho que a uno lo encasillen en el grupo que eufemísticamente
llaman ahora la tercera edad. Y me parece un eufemismo porque creo que viejo es
la palabra apropiada, y por ello fue utilizada por la humanidad hasta finales
del siglo XX. Pero como ahora les dio por cambiarle el nombre a todo, como si
los anteriores fueran degradantes, también llaman a los viejos adultos mayores.
Pues me topé con una encuesta que mide si ya pertenecemos a ese grupo de la
población, y como ya estoy por arribar al sexto piso, procedí a responderla a
ver cómo me iba. Según la medición, quien conteste afirmativamente más de quince
preguntas ya es considerado un cucho, y debo confesar que pasé por esa cifra
sin tocar aro. Procedo con algunas de las preguntas y sus respectivos
comentarios:
¿Qué si mi mamá mandaba a
remallar las medias? Cada ocho días. Era común oírla renegar porque se le había
ido un punto, por lo que le untaba primero saliva con el dedo y luego le
aplicaba un poquito de esmalte para las uñas. Después resolvía mandar las medias
con alguno de nosotros al convento de Las Adoratrices, detrás de la Universidad
de Caldas, porque esas monjitas eran las propias para esa labor. ¿Qué si
recuerdo la Alegría de leer, El Catecismo del padre Astete y La Urbanidad de
Carreño? Hombre, si me parece ver todavía la cartillita donde aprendí a leer en
El Divino Niño, como se llamaba el kínder. La sobredosis de catecismo debió ser
la causa por la que ahora le tengo tanta pereza a la religión, y el texto de
urbanidad debería ser obligatorio en la actualidad y en todos los niveles de
educación.
¿Qué si oí en la radiola discos
de 45 y 78 revoluciones? Imagínese si voy a olvidarme de aquel pelle de radiola
que tanto disfrutamos. En ella mi papá nos aficionó a la música clásica, la que
tenía en unos viejos discos de pasta gruesa y
78 revoluciones. También tuvimos unos pocos long play de música popular,
entre los que recuerdo el de Chavela Vargas, Jorge Negrete, Pedro Vargas y los
que regalaban de Suramericana todas las Navidades. ¿Que si oí misa en latín y
con el padre de espaldas? Lo recuerdo con claridad en la iglesia del barrio
Estrella, cuando el padre Uribe era el párroco. La verdad me tocó durante muy
poco tiempo y sólo puedo decir que no entendíamos nada de esa jerigonza, y además
con el cura de espaldas no sabíamos cuándo hacía la seña para podernos ir en
paz.
¿Qué si usé gomina? Calcule si
no. La motilada era en el patio, sentados en la silla donde comían los bebés
para quedar a la altura de don Rafael, el peluquero, quien con una máquina oxidada
prácticamente nos arrancaba el pelo. Después nos embadurnaba con una loción
casera, la cual ardía como el diablo en un cuero cabelludo que nos quedaba en
carne viva. Mi mamá mantenía gomina Lechuga en el gabinete del baño para que
nos durara el peinado. ¿Que si conocí el electrón para calentar agua? En mi
casa hubo varios de esos, que utilizábamos más que todo cuando mi madre pedía
que le lleváramos la bolsa de agua caliente para calentarse los jarretes; muy
práctico el dispositivo, pero hoy en día no podría usarse porque se lo come a
uno la cuenta de la luz.
¿Que si la nevera había que descongelarla
cada ocho días? Me parece que era los jueves que llegaba uno a la casa y al
entrar a la cocina a robarse una tajada madura o un patacón, encontraba todo el
piso tapizado de periódicos entrapados. Esos congeladores parecían glaciares
prehistóricos y recuerdo con horror lo que era sacar cualquier producto de
allí; cuando mi papá llegaba con un amigo y pedía hielo para tomarse un trago,
el escogido debía armarse de paciencia, además de varios chuzos y cuchillos,
para realizar un trabajo de excavación en busca de la esquiva cubeta. Como esta
era de aluminio se pegaba de los dedos, y después liberar los hielos era una
proeza. ¿Qué si repartían la leche en cantinas? El lechero recorría los barrios
y la gente acudía con la cantina, que era el recipiente tradicional para
manipular ese alimento. Era leche sin pasteurizar y bautizada, que es como le
dicen a la marrulla de rendirla con agua para mejorar la utilidad; sin embargo,
a nadie le hacía daño tomarla en esas condiciones.
¿Qué si estaba de moda la Emulsión
de Scott? Esa porquería creó un trauma a muchos de mi generación. Por fortuna
en mi casa la plata no alcanzaba para comprar el reconstituyente, porque
entonces no habían desarrollado la idea de ponerle sabores llamativos para los
niños y por lo tanto sabía a lo que era: extracto de hígado de bacalao. Si me
invitaban a la casa de algún amigo a dormir y a cierta hora la mamá los ponía
en fila para zamparles la desagradable cucharada, yo decía que era alérgico y
que me tenían prohibido siquiera probarla. Todavía recuerdo la mueca que hacían
todos al tragarse el menjurje.
pamear@telmex.net.co
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