En reciente encuesta sobre la
satisfacción de los colombianos de vivir en las diferentes ciudades, los
manizaleños ocupamos el segundo lugar después de los habitantes de Medellín.
Queremos nuestra ciudad, la disfrutamos, reconocemos sus falencias pero al
mismo tiempo destacamos sus virtudes, y esa aceptación pueden notarla quienes
nos visitan. La ciudad es ordenada, limpia y agradable, y su agreste topografía
la hacen interesante y variopinta. Aunque es cierto que las comparaciones son
odiosas, basta visitar otros lugares para darnos cuenta de que nuestros
problemas no son tan terribles como a veces nos parecen.
Quien se queje por el tráfico y
la movilidad, que vaya un día a Bogotá y recorra las vías para que alabe
nuestra situación; muchos se lamentan por la proliferación de motos, pero a lo
mejor no han visitado Caracas para que vean lo que es el anarquismo en dos
ruedas; aunque tuvimos un problema coyuntural con el acueducto, muchas
poblaciones de Colombia aún no cuentan con ese vital servicio; claro que aquí
también hay calles en mal estado, pero son nimiedades comparadas con otras
ciudades donde están convertidas en trochas; tenemos tugurios, como en todas
las capitales, pero posiblemente en menor cantidad. Y a pesar de la
inseguridad, al menos no vivimos paranoicos y medrosos porque nos pueden
atracar.
Sin duda la educación y
amabilidad de nuestras gentes hacen diferencia, porque es comentario general de
quienes nos conocen. Aquí respiramos aire puro y tranquilidad; tenemos panorama
para dar y convidar; el clima es una maravilla y en la calle la gente saluda al
pasar. Sin embargo debemos reconocer que la ciudad ha perdido importancia en el
ámbito nacional y tal vez la causa más relevante de ese retroceso es la falta
de comunicación con el resto del país; somos una ciudad terminal, en invierno quedamos
aislamos por vía terrestre y el aeropuerto La Nubia cada vez mueve menos
pasajeros, gracias a que Avianca está empeñada en obligarnos a viajar por
Pereira.
Este aislamiento frena el desarrollo
de Manizales y por ello la juventud emigra a buscar oportunidades a otras
latitudes. Además, las rencillas personales y la falta de coherencia en lo que
queremos para la ciudad impiden que retomemos la senda del progreso y así nos
quedaremos rezagados sin remedio. Los dirigentes políticos se preocupan más por
su interés personal y los representantes de los gremios pasan inadvertidos,
mientras los chismes hacen carrera y terminan por desestimar iniciativas y
menoscabar reputaciones. El senador Barco nos dejó de herencia la expresión blancaje, término discriminatorio muy usado
por resentidos y apocaos para destilar
odio contra sus semejantes.
Rememoramos con nostalgia todas
esas industrias e instituciones representativas de la región que han
desaparecido, por diferentes causas, y que en su momento le dieron lustre a
Manizales y al Departamento: Banco de Caldas, Seguros Atlas, Corporación
Financiera de Caldas, Tejidos Única, Cementos Caldas, etc., y más recientemente
el Banco de la República. Ahora estamos de un cacho de quedarnos sin aeropuerto
y el Club Manizales busca con desespero la fórmula para no sucumbir; mientras
los socios antiguos desaparecen, no existen jóvenes que hagan el relevo.
Para completar el oscuro panorama
empieza a hablarse del fin de una industria que ha sido orgullo y referente de
nuestra región: la Licorera de Caldas. Y todo porque llegó a la gerencia una
persona que a diferencia de muchos de sus predecesores, que utilizaron el cargo
como trampolín político o para llenarse los bolsillos, quiso coger el toro por
los cachos y enfrentar la realidad. Una empresa convertida en fortín político
durante décadas, que ha sido ordeñada sin miramientos, donde el derroche y la corrupción
han hecho carrera, no podía durar para siempre. Lo fácil para el doctor Seidel
hubiera sido aguantar y dejarle el problema al próximo gerente, y en cambio
ahora quieren echarle la culpa.
La situación de la Licorera es
desesperada y para comprobarlo basta saber que de la nómina sobran más de la
mitad de los empleados; que el indispensable software está desactualizado y no
sirve para nada; que la principal empresa del departamento no cumple con las
normas ambientales; es tal el desgreño administrativo que la auditoría externa
se abstuvo de entregar su informe; y cómo estará de fregado el escenario, que
ninguna aseguradora muestra interés por hacer tratos con la empresa. Sin duda el
negocio de los licores ha cambiado y ya no es la maravilla a la que estábamos
acostumbrados, realidad que tendrá muy preocupados a los políticos que durante
mucho tiempo han conseguido allí los recursos para financiar sus campañas y no
estarán dispuestos a renunciar a semejante teta.
A pesar de todo vivimos en un paraíso y para
conservarlo debemos unir voluntades, empujar todos para el mismo lado, luchar
por salir adelante, dejar a un lado la maledicencia y la envidia, y sobre todo
proponer soluciones en vez de criticar por criticar. Ojalá sea posible salvar
la Licorera, porque no quiero imaginar el día que viaje al exterior y mi
anfitrión encargue una botellita de Ron Viejo o de Aguardiente Cristal y tenga
que decirle que ya no se producen, que si quiere del Valle o de Antioquia. Eso
sería como perder la Catedral basílica; y no me refiero al Nevado del Ruiz,
porque gracias al calentamiento global desaparecerá en unos veinte o treinta
años.
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