jueves, octubre 08, 2015

Memorias de barrio (12).

Calculo que fue en 1970 cuando dejamos el barrio La Camelia para irnos a vivir a Palogrande, frente al parque de El Cable. La casa fue construida por mi tío Alberto Arango muchos años atrás y como se iban de ahí, la ofreció a mis papás porque era amplia y agradable. Se hizo el negocio y muy contentos procedimos con el trasteo. Esa casa es recordada porque tiempo después allí funcionó durante varios años el restaurante El Virrey.

Uno de los tantos atractivos que encontramos fueron dos árboles de feijoa, poco conocida entonces y por lo tanto muy apetecida, que producían fruta todo el año. Además en el patio había moras, guayabitas del Perú, brevas, cedrón, frondosas y coloridas veraneras, y una rosaleda muy bella; y debajo de unas escalas el espacio perfecto para construir un palomar. Queríamos palomas mensajeras pero eran muy costosas, por lo que tomamos “prestados” algunos ejemplares que capturamos con una trampa simple; después, cuando tuvieron suficientes crías, soltamos los adultos para que regresaran a su querencia.

La tienda más cercana era La Rambla, de don Ignacio Pinilla, un hombre callado y servicial que horneaba panes, cañas, mantecadas y demás mecatos. El negocio era sitio de reunión de los vecinos y en la única mesita siempre estaba don Indalecio, el viejo que cuidaba las vacas que pastaban en las mangas donde construyeron años después el barrio que lleva el nombre de la tienda. A Indalecio le mamábamos gallo y nos perseguía dispuesto a darle una pela con la funda del machete al que lograra alcanzar. Nunca pudo.

Donde queda ahora la rampa para subir a Juan Valdez había una casita diminuta y en ella vivía Alfonso, el guarda-parque, con su familia (la tienda de café está construida encima de un gran tanque de almacenamiento). Era empleado del acueducto y recorría las calles, serio y concentrado en su labor, siempre con su uniforme color caqui y una cruceta larga al hombro que servía de llave para abrir y cerrar válvulas. Cada que se iba el agua todas las señoras del barrio mandaban un muchachito a preguntarle cuánto demoraban en conectarla de nuevo.

En el portón de la casa coincidían a diario mis amigos y los de mis hermanos, imagino que por ser sitio estratégico, y nos sentábamos al frente en el pradito del parque a mamarle gallo al que pasara; pocas mujeres bonitas se atrevían a dar papaya. En ese tiempo se radicó en Manizales una cantante reconocida, Claudia Osuna, y hay que ver la silbatina y las cosas que le decíamos cuando pasaba en su carro; hasta nos arrodillábamos para suplicarle autógrafos.

Ni hablar de la ira de mi mamá cuando al entrar encontraba una moto que goteaba aceite en el corredor, un perro amarrado de uno de los postes, libros y cuadernos, chaquetas y sacos, y todo lo que guardaban allí los amigos mientras íbamos a dar una vuelta. También acostumbrábamos jugar ‘picaitos’ en el parque y al finalizar, varios se metían a los baños a refrescarse y por lo tanto dejaban todo vuelto un desastre. Mi madre renegaba y echaba vainas, pero de ahí no pasaba porque siempre se caracterizó por ser una ‘cucha bacana’.

Después mi papá compró una finquita y los viernes sin falta se iban al caer la tarde, todos menos los muchachos que debíamos quedarnos a cuidar la casa por turnos. Nosotros lamentábamos esa situación y hacíamos el papelón, pero apenas salían empezaban las fiestas en los diferentes ambientes de la casa. El domingo pasábamos el guayabo ‘virutiando’ y encerando pisos para borrar cualquier huella delatora.

Recuerdo cuando… (I)

Soy dado a escarbar en la memoria para revivir esas primeras impresiones que logro rescatar, a veces sin poder calcular la edad que tenía en cada suceso pero convencido de que algunos son de cuando apenas abría los ojos a este mundo. Ahora dicen que el pasado hay que enterrarlo, que solo importa el presente y hacer planes para el futuro, pero a muchos nos gusta revivir momentos inolvidables de una existencia que sin duda era más fácil de llevar. Estos repasos no son aptos para quienes prefieren ocultar su edad.

Recuerdo por ejemplo cuando el cura daba la misa en latín y de espaldas a los feligreses. A esa edad uno no entendía ni forro, y menos en ese idioma tan raro, pero se entretenía con la ceremonia y esperaba ansioso a que echaran el incienso o a que el sacristán hiciera sonar la campanita. Me parece ver al padre Uribe frente al altar, siempre de espaldas, mientras los niños nos aburríamos y empezábamos a secretearnos y a reírnos de cualquier bobada. Mi mamá nos regañaba y nos metía uno que otro pellizco, hasta que por fin oíamos la única frase que entendíamos, la misma que anunciaba el fin de la ceremonia.  

A los cuatro años ya salía los domingos a caminar por los alrededores de Manizales con mi papá y mis hermanos mayores; deduzco mi edad porque veo que el tren dejó de operar en 1959. Alcancé a verlo de cerca y recuerdo que veníamos por la carrilera, por donde queda hoy el barrio Aranjuez, y en esas apareció con su gran columna de humo. Mi papá dijo que nos tumbáramos cerca a la vía para sentirlo vibrar; el estruendo de ese monstruo, los chorros de vapor y las pavesas que saltaban del fogón quedaron grabados en mi memoria. En la estación de Villamaría, donde queda ahora la bomba de gasolina a la entrada del municipio, había un tanque inmenso de agua del que abastecían las calderas de las locomotoras.   

El cable aéreo a Mariquita funcionó hasta 1961 y ese también lo recuerdo con claridad. Algunos chinches subían al Cerro de Oro a esperar las góndolas, que ahí pasaban muy bajitas, para treparse y echarse el paseo hasta la estación; aunque debían saltar unos metros antes de llegar a la plataforma y salir a las carreras, para evitar que los castigaran por imprudentes. Las góndolas recorrían muy despacio el extenso corredor de la parte trasera del edificio del cable y allí los coteros descargaban, para después, siempre en movimiento, acomodar la carga que salía de una vez para el oriente. También viajaban montañeros que se acomodaban encima de los bultos con su ruana y sombrero, dispuestos a que lloviera o a que se fuera la luz y quedaran por ahí varados en algún precipicio.

Del centro de la ciudad recuerdo que los avisos de los almacenes no estaban adosados a la pared, como ahora, sino de manera perpendicular para que los peatones pudieran verlos mientras recorrían las aceras. Al anochecer los encendían y era un hervidero de colores y luces de neón, pues cada uno buscaba llamar la atención. En diciembre procedían con el alumbrado navideño, que consistía en unos cables llenos de bombillos de colores que instalaban de lado a lado en las carreras 22 y 23, en el sector comercial, dándole un ambiente festivo a la ciudad. En las terrazas de los edificios del Parque de Bolívar había grandes avisos, como el de Hijos de Liborio Gutiérrez, al que le daba movimiento el neón y representaba a un señor poniéndose el sombrero Barbisio.

Recuerdo cuando… (II)

Cierta vez oí decir que a medida que uno acumula calendarios el paso del tiempo le pasa a los vuelos, dizque por tener más de dónde comparar. Y parece razonable, porque sin duda cuando éramos niños el transcurso de un año se hacía eterno. Vivíamos en función de las vacaciones y desde el inicio del año lectivo empezábamos a preguntar cuánto faltaba para la Semana Santa; después a hacerle ganas al asueto de mitad de año, el cual era lo suficientemente extenso como para olvidarnos del colegio. Por último el premio mayor, las vacaciones de diciembre, un lapso que parecía interminable para nosotros.

De esa primera infancia recuerdo que cuando tenía seis años subía del barrio Estrella a comprar la parva a la panadería La Victoria, estimulado porque don Roberto siempre me daba unas gafitas o un mojicón de encima. Luego me quedaba de novelero frente a una casona que había donde está hoy el Multicentro Estrella, la cual acababan de alquilar a una empresa mejicana encargada de la construcción del oleoducto que viene de La Dorada. Era un caserón inmenso estilo mejicano, con un amplio corredor lleno de arcos que daba hacia la avenida, y hervía de movimiento por la cantidad de personas que entraban y salían. Al regresar a la casa mi mamá me regañaba por la demora, ya que siempre le daban nervios de que me cogiera un carro al cruzar la avenida.

Como aún no existían las pasteurizadoras de leche, el necesario alimento se compraba en una camioneta que recorría las calles y para tal fin bastaba llevar una cantina, recipiente característico, donde le echaban los litros que se hubieran estipulado en la contrata. Era leche cruda, sin ningún tratamiento diferente al agua que le agregaban para bautizarla (léase rendirla), y así se consumía en los hogares, muchas veces sin siquiera hervirla. Y nada de inflarse la barriga, de diarrea, irritación del hígado o cualquiera de esos males que nos aquejan ahora. Aparecieron las empresas lecheras y en un principio el producto venía en botella, con una tapita de cartón muy odiosa porque al tratar de abrirla era común que el líquido saltara por todas partes.

Siempre que voy a Pereira no dejo de pensar en lo que representaba visitarla en aquella época. El paseo arrancaba por la antigua vía a Chinchiná, en el Bajo Tablazo había un retén de Rentas Departamentales, con guadua y todo, y en la recta de Java el peaje cuyo tiquete costaba un peso. Después de cruzar Chinchiná, en un tramo de la carretera llamado La batea, otro retén de rentas que era el coco para quienes traían matute de San Andrés y llegaban por el aeropuerto Matecaña.

A Santa Rosa también había que atravesarlo y después de coger carretera otra vez se llegaba al peaje localizado en La Romelia, apartada entonces de Dosquebradas que era apenas un pueblito. En Pereira íbamos a comer helado y pandeyuca al parque Uribe Uribe, el del laguito, y después a dar una vuelta por el aeropuerto y la Circunvalar. La primera vez que fui hasta Armenia, que parecía bien lejos, mucho tramo de la carretera estaba aún sin pavimentar.

Para bajar a Villamaría tocaba coger la falda de la calle 36, desde la avenida, pasar Ondas del Otún y enfrentar ese curverío por entre potreros; la única edificación que se topaba era un antiguo seminario abandonado desde el terremoto de 1962. Al cruzar el puente Jorge Leyva había un bailadero con piscina pública y de ahí todavía faltaba subir hasta el pueblo. Siempre es que esto ha cambiado mucho.