jueves, abril 07, 2016

Evolución electrónica.

Cuál sería mi sorpresa al asistir a una tenida en casa del amigo que me mantiene al día en cuanto a tecnología de sonido se refiere, pues cada que lo visito me descresta con dispositivos nuevos, diminutos parlantes, sofisticadas consolas y demás juguetes novedosos, y lo encontré rodeado de una pila de discos de larga duración, aquellos Long Play que acompañaron nuestra juventud. Escoger la carátula, buscar la canción, sacar el acetato y limpiarle el polvo con un paño, ponerlo en el tornamesa y proceder a acomodar la aguja en el surco correspondiente, es un ritual que nunca imaginé volver a presenciar.

Durante mi niñez en la casa solo había un radio grande de tubos en el que Laura Ceballos, la cocinera, sintonizaba radionovelas y música popular. Mis padres no oían radio y se enteraban de la actualidad en el telenoticiero El Repórter Esso, de las siete de la noche. El televisor era un peye en blanco y negro, que sintonizaba un solo canal, al que tocaba moverle un tornillo por detrás para que la pantalla no brincara de manera desesperante; esa labor estaba destinada al menor de los hermanos.

El otro ‘dispositivo’ que tuvimos fue la infaltable radiola, un mueble aparatoso que tenía tocadiscos y un radio aparentador, ya que el dial presentaba el nombre de las principales capitales del mundo, pero en realidad ni siquiera cogía las emisoras locales. Los discos disponibles eran muy pocos porque mis padres no eran aficionados a la música popular; oían un trío o unos mariachis y se encalambraban. En cambio mi papá tenía una amplia selección de música clásica, en antiguos discos de 78 revoluciones, la cual en un principio oíamos con recelo hasta que le cogimos el gusto.

A finales de la década de 1960 mi hermana mayor cumplió quince años y una tía le regaló un moderno radio eléctrico. Cierta vez, uno de los muchachos lo cogió sin permiso para sintonizarlo debajo de las cobijas durante la noche, con tan mala suerte que el aparato se recalentó y estuvo a punto de causar un incendio. Por fortuna el muérgano se despertó a tiempo, volteó el colchón para que no se notara el fogonazo, desapareció las sábanas y madrugó a enterrar el radio medio derretido en el patio; ni siquiera los que dormíamos en el mismo cuarto nos dimos cuenta. Ante la falta del electrodoméstico acusaron a la entrodera de manilarga y por fortuna mi mamá, que se las pillaba al vuelo, pronto descubrió el asunto y el culpable debió reconocer su responsabilidad.

La quinceañera también trajo de un viaje un pequeño tocadiscos portátil, lo que coincidió con la llegada de unos parientes que regresaron de vivir en Europa, quienes nos prestaron una colección de Los Beatles en discos de 45 revoluciones. Eso fue todo un acontecimiento y en la casa hubo romería de amigos que querían disfrutar del grupo musical de moda. Pocos años después mi mamá fue de paseo a los Estados Unidos y se nos apareció con un reproductor de casetes, aparato que era un verdadero descreste; como los casetes eran escasos y costosos, solo teníamos uno: Sandro de América. Por fortuna un amigo de mi papá nos prestó uno de música rock y a ambos les dimos cachucha hasta decir no más.

Pero quién iba a imaginar que después de ver la evolución de esos sistemas de sonido, inasequibles para la mayoría, la gente podría grabar su música en el teléfono celular; para mayor comodidad se chantan unos audífonos que los aísla de la realidad, lo que hace que nuestro planeta parezca habitado por zombis.

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