martes, agosto 30, 2016

¡Vacaciones! (I)

Para nosotros siempre, sin importar edad o el grado que cursáramos, fue motivo de felicidad el día que salíamos a vacaciones. Muy diferente al presente, que para los padres de familia es un problema porque no saben qué programa inventarse para entretener a su prole; y los chinos se jartan encerrados en la casa, hasta llegar al punto de añorar el regreso a clases. Inaceptable para mi generación esa actitud, ya que por el contrario no regalábamos un solo día de nuestro derecho al descanso.

Esperábamos con ansias el momento del asueto y según la edad los gustos variaban. En la etapa de la adolescencia optamos por la pesca y la caza en tierras de la familia de uno de los miembros de la barra, una hacienda ganadera localizada a cuarenta kilómetros de La Dorada. Seis amigos conformábamos el grupo y lo primero era visitar la oficina de nuestro anfitrión, donde él resolvía quienes debíamos motilarnos para recibir su autorización; cumplidas sus órdenes nos regalaba una caja llena de anzuelos y aparejos para la pesca, además de generosa munición para rifles y escopetas.

En la finca abrían nuevos potreros y mientras crecía el pasto aprovechaban para sembrar una roza, pero las ardillas, tórtolas y loras invadían como plagas para tragarse las apetitosas mazorcas y ahí entrábamos nosotros, quienes armados con escopetas las tumbábamos por docenas. Nada se decía entonces de ecología, medio ambiente o derechos de los animales.

En varios costales empacábamos el campamento, una carpa amplia y cómoda, el fogón de gasolina, marmitas, cubiertos y demás menaje. Cualquier madrugada le poníamos la mano a un camión de los que van a recoger ganado al Magdalena medio y por unos pesos algún chofer nos recogía. Como pollitos debíamos arrumarnos para pasar la cordillera porque el frío era brutal y apenas despuntaba el día llegábamos al puerto caldense. A conseguir la carnada, lombrices capitanas gruesas como dedos pulgares, y otras diligencias, para montarnos en la chiva que salía para Victoria; después de una hora de viaje nos bajábamos en Isaza, conocido como El 30, donde en la tienda de don Modesto conseguíamos de todo. La compra era básica y ‘modesta’, porque la idea era alimentarnos de lo que lográramos pescar y cazar.

Llamábamos entonces a la finca por radioteléfono para que mandaran el tractor con remolque, al que nos trepábamos con los corotos para recorrer los 7 kilómetros que faltaban para llegar a la casa, localizada a orillas del río Pontoná. Esa primera noche dormíamos allá y recuerdo que en una de esas idas a la casa vieja, esta servía de bodega para almacenar una cosecha de maíz. Nos acostamos a dormir, mamaos, pero al rato sentimos muchos ruidos y resolvimos prender una linterna, para toparnos con una invasión impresionante de ratas; como de película de terror. Figuró armar la carpa a media noche, bajo la lluvia, en un pantanero al lado de la casa.

Al otro día madrugamos a tomar Milo con leche recién ordeñada y después a cargar las mulas con el equipaje, debíamos echar pata durante una hora para llegar al otro extremo de la finca, donde en la confluencia de los ríos Pontoná y La Libertad armábamos el campamento en un pequeño cerro donde había saladero y palo de limones; el sitio era estratégico porque si llovía mucho amanecíamos aislados, con el ganado, y por la inundación no se veían ni los cercos.

En la orilla de una pequeña quebrada que pasaba abajo del cerro improvisábamos la cocina, para lo que fabricábamos una mesa de madera, y el fogón de leña. Quedan pendientes más detalles...

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