jueves, julio 27, 2006

Anécdotas con Alas

Gratos recuerdos llegan a mi mente cuando me comunico con alguno de los tantos pilotos con quienes tuve la oportunidad de compartir varios años, mientras trabajé en la empresa ACES como jefe de aeropuerto. Siempre que me reúno con alguno de ellos el programa es preguntarle por la vida de todos, ya que ellos se mantienen bien enterados por continuar perteneciendo al gremio. Con todos hice buenas migas, a excepción de uno o dos moscos en la leche, pero con algunos en especial he cultivado una verdadera amistad. La mayoría de pilotos son buenas personas, habladores de carreta, chismositos, mamagallistas, coquetos a morir, amantes del billete y no faltan los adictos al matute.

Con la infausta desaparición de la empresa quedaron todos estos aviadores sin trabajo, en un país donde las posibilidades laborales son escasas, y más en una profesión tan restringida como esta. Por fortuna la globalización les abrió las puertas del mundo y son muchos los que surcan los cielos de diferentes continentes. Así por encima, sé de amigos que vuelan hoy en día en Qatar, Sri Lanka, India, Marruecos, Corea, Egipto, Arabia, Japón, Dubai y otros tantos países. A través de internet aplican en las diferentes empresas, y todo el que tenga el espíritu aventurero o la necesidad económica encuentra coloca; y aunque algunos solo resisten 6 meses o un año, otros llevan más tiempo por allá y aprovechan la oportunidad para recorrer mundo, conocer culturas y experimentar costumbres.

Un día de trabajo en un aeropuerto es muy variado, porque no faltan los personajes curiosos, sucesos inesperados, asuntos delicados, casos de policía y una cantidad de problemas como para enloquecer al más tranquilo. Es una prueba a la paciencia. Porque en un invierno bien espantoso, con una neblina que no deja ver a diez metros, y llega un pasajero a preguntar por la salida de su vuelo que lleva varias horas de retraso. Cuando se le responde que no hay forma de darle un estimativo, se sale de la ropa y le dice a uno que haga algo, que no se quede ahí parado mirando el horizonte.

Al llegar los tripulantes iban de inmediato a mi oficina a ver qué chisme les tenía, a echar cuentos, a mamar gallo, mostrarme una pasajera muy buena que venía en el avión y tomarse un tintico. Cada uno tenía su forma de comportarse, algunos eran señores muy serios, y al enterarme de los tripulantes que estaban por llegar, ya sabía con quien debía tratar. Por ejemplo el capitán Luís Carlos Escobar siempre llegaba por la puerta de atrás de mi oficina, que era metálica, y la abría en una forma brusca y escandalosa para asustarme. En esas llevábamos mucho tiempo y yo pensaba en la forma de salirle adelante, hasta que vi en un pequeño almacén que había en el aeropuerto unas bromas de esas que les encantan a los niños. Me llamó la atención un paquete de unas piolitas que tienen un diminuto explosivo que se activa al jalar los extremos de la cuerda, y ahí fue que se me ocurrió la tan esperada venganza. Cuando supe que el hombre venía en un vuelo, cogí los artefactos, todos a la vez, y amarré los extremos de las piolas de la puerta y del marco respectivamente, y dejé apenas ajustado. Como siempre, Luís Carlos llegó y le metió una patada a la puerta, y puedo asegurar que casi le da un infarto. Esa vaina empezó a reventar y él salió en cuatro patas a buscar dónde esconderse del tiroteo. Hasta ese día le duró la maña.

El capitán Ernesto Angulo no veía la hora de venir a Manizales para hacerme alguna maldad. Un día cogió un marcador y escribió en la puerta que daba hacia la sala de pasajeros: “Pablo Mejía tiene SIDA”. Yo no encontré más solución que agregar a renglón seguido: “El capitán Ernesto Angulo me lo contagió”. Al hombre no le quedó sino darle una propina a un muchacho de mantenimiento para que borrara el letrero como fuera. Como a este también había que ponerle su tatequieto, no dejé pasar la oportunidad que me dio el destino.

La Aerocivil es muy estricta con el comportamiento de los aviadores, y cierto día Ernesto le cantó la tabla a un piloto de jet que quería marraniarlo porque él andaba en un pequeño Twin Otter. Era de esperarse que los citaran a ambos a presentar descargos. Entonces fui a la torre de control y solicité al funcionario encargado que me redactara un mensaje bien preocupante, utilizando el lenguaje propio del medio. En mi oficina había un télex en el cual primero se escribía el texto y este quedaba grabado en una delgada cinta de papel llena de agujeros. Luego se metía la cinta y a los pocos minutos empezaba a aparecer el mensaje en una hoja. Cuando calculé que el hombre estaba por entrar, accioné el aparato y seguí con mi trabajo. Como buen sapo y metido, se arrimó de inmediato a ver qué mensaje estaba llegando, y hay que ver la cara que puso el tipo, y cómo cambiaba de color a medida que iba leyendo. Todo el día lo dejamos en ascuas y cuando se enteró de la broma, poco le faltó para ahorcarme.

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