martes, marzo 17, 2009

Cosas que pasan.

Quienes me conocen saben que solo acostumbro reproducir en este espacio anécdotas y cuentos que escucho en las tertulias que tanto disfruto cuando me reúno a conversar con amigos y allegados. Me encanta charlar al calor de unos tragos bien sabrosos, mientras entre todos resolvemos qué tipo de comida pedimos a domicilio; o programamos la reunión con cocinada y todo, para tragar saliva con el olor y zapotear las viandas, así al momento de servir ya estemos llenos. También disfruto conversar con los agregados o trabajadores en las fincas (a quienes llamábamos antes “de la otra casa”), y si encuentro niños o adolecentes entre los participantes al paseo, o que residan en el lugar, siempre les hablo de temas intrascendentes para conocer su léxico y la forma como ven la vida. Igual me gusta oírle sus cuentos al viejito de la calle o a cualquier otro transeúnte.

A finales del año pasado tuvimos la fortuna de visitar una casa ubicada a orillas de la Ciénaga de Ayapel, en el departamento de Córdoba. Ni siquiera nosotros creímos que el sol se fuera a asomar, con tan buena fortuna que hizo presencia a diario y sin escatimar. El paisaje es paradisíaco, el clima delicioso, un pueblo típico del interior de la costa, la gente amable y abierta, y en general una cultura diferente a la nuestra a pesar de estar relativamente cerca. A diario la mayoría de los compañeros del paseo madrugaban muy juiciosos para hacer algo de deporte antes de empezar a darle gusto al paladar; todos estiraban para proceder con el ejercicio y mientras unos preferían caminar hasta la plaza del pueblo, comprar algunos encargos y regresar a buen paso, otros hacían el recorrido al trote, más largo y con exigencia para el organismo. Un día regresaba Jaramillo como a las 10 de la mañana, en una carrera forzada y sostenida, bañado en sudor y resoplando por el cansancio acumulado. Los alrededores de las casas de recreo son habitados por gentes muy pobres y algo descuidadas, y ese día había dos negros recostados en sendas hamacas donde se protegían del sol y el calor reinantes. Fernando llegó muerto de la risa porque alcanzó a oír cuando uno de los morochos le decía al otro, mientras hacía cara de incredulidad y repudio:
-Eche, no jooooda. ¡Eso cachaco sí son bien ocioso!

Definitivamente ellos nos ven con algo de curiosidad, sentimiento que es recíproco debido a nuestras culturas tan diferentes. Hace poco tuve el gusto de recorrer los caminos de La Guajira, con el aliciente que Gabriel Pinedo, nuestro anfitrión, prefirió nuestra compañía para los desplazamientos. Yo debo ser hasta cansón, porque quiero saberlo todo. Cómo se llama aquel río, cuál es este pueblo, en qué trabaja la gente, quiero conocer el nombre de cada árbol y como dicen por ahí, pregunto más que un perdido. Pues Gabriel tiene el mismo gusto y por ello tuvo la paciencia para relatarnos todo tipo de anécdotas. Cierto día me dio mucho golpe conocer el nombre de un caserío cercano a la finca, y al hacerle el comentario respondió:
-Ajá, ven acá te digo una vaina. ¡Eso cachaco sí son bien bruto! Cómo te parece que esto se ha llamado toda la vida “Pericoaguao”, y vienen los sabio que marcan la carretera a ponerle dizque “Perico aguado”. ¡Hazme el favor!

El semillero de anécdotas de los niños es infinito. Me cuenta un buen amigo que ahora años, cuando para los católicos madrugar a comulgar el primer viernes del mes era sagrado, una vecina del Parque Caldas llamó al Padre Zuluaguita para recomendarle que al otro día le mandaba uno de los hijos para que lo confesara. El mocoso llegó cumplido, se presentó y el cura quiso ser amable para darle confianza, y en tono cómplice le preguntó si él de vez en cuando decía palabras feas. El zambo miró a ambos lados, puso cara de pícaro, juntó todas las yemas de los dedos para demostrar cantidad y soltó de sopetón: ¡Como un hijueputa, padre!

Un amigo reniega siempre que recuerda cuando su hija fue invitada por una amiguita a dormir, con otras compañeras, y como la señora de la casa se iba de fiesta, alquiló la película El Exorcista para que las mocosas se entretuvieran. Quién dijo que las muchachitas volvieron a dormir solas en sus habitaciones. Mi hermana Mónica se llevó a Arturo como de 7 años a ver una película y resultó ser de miedo. Como al barrigón ya le habían comprado todo el mecato prometido, en cierto momento jaló la manga de la mamá para decirle en secreto:
-Mami, apenas haya una propagandita nos vamos…

Un día Pedro Luís estaba desesperado porque no servían el almuerzo, mientras el papá trataba de explicarle que para todo hay un horario y debemos tratar de respetarlo. Cuando ya el chino estaba en lo suyo, buscó conversación y le preguntó al papá si el abuelo, quien murió hace poco, también almorzaría a esa misma hora. Mi hermano buscó la forma más clara y lógica de explicarle que el cuerpo de las personas se queda en la tierra, mientras el alma busca otros niveles en el espacio, hasta que el niño lo interrumpe para aclarar:
-¡Ah no!, entonces yo no me quiero morir. Porque si es para aguantar hambre…
pmejiama1@une.net.co

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De qué hablaríamos sin familia ni amigos???

Jorge Iván dijo...

Una mía. Cuando murió mi suegro de una crisis pulmonar (enfisema) hace ya veintipico de años, en épocas de la narcobarbarie en Medellín, mi hijo Alejandro dijo: "siquiera el abuelo se murió de clínica"