miércoles, junio 23, 2010

Oficios nobles en extinción.

La modernización de la ciudad con el paso del tiempo genera cambios que traen beneficios económicos, bienestar para quienes la habitamos, confort y aprovechamiento de la tecnología. Sin embargo, la memoria se niega a borrar todas esas costumbres, hechos y personajes que escribieron páginas muy importantes en el devenir del terruño. Circula en internet un archivo fotográfico de Manizales de ayer y produce nostalgia recordar aquellos lugares que recorrimos durante nuestra infancia y juventud. Recordar por ejemplo la carrera 23, en el centro de la ciudad, que en ese entonces congregaba los almacenes tradicionales atendidos por aquellos egregios comerciantes; por esa arteria transitaba la gente cómodamente y era común ver los personajes típicos que hicieron historia. Muy distinto a la pelotera de ahora, que a toda hora parece un carnaval, y cuyos locales comerciales están ocupados por tenderetes que ofrecen todo tipo de baratijas a precios de ocasión.

También pierde la ciudad al crecer a esos artesanos que cumplían sus nobles funciones de servicio a la comunidad, y a quienes la tecnología desbancó definitivamente del mercado. Recuerdo por ejemplo las camionetas que recorrer los barrios para ofrecer leche cruda; las señoras salían con la cantina, recipiente utilizado para tal fin, y el vendedor vertía la cantidad solicitada con asombrosa habilidad. No faltaba el regateo porque la medida no satisfacía, la leche estaba demasiado clarita o los residuos sólidos eran muy notorios. Puedo imaginar cuántas consultas por dolores de estómago, diarreas e infecciones intestinales generaría un mercado que tenía muy poco control sanitario.

Además caminaban las calles los ropavejeros con sus carretas cargadas de mercancía, quienes compraban cualquier cachivache que sobrara en los hogares. Cuando con mis hermanos llegamos a la adolescencia, la edad en la que uno siempre se ve corto de fondos para dedicarse a sus andanzas, descubrimos esa maravillosa fuente de ingresos. Mi padre guardaba con mucho cariño unos discos de música clásica, de 75 revoluciones y gruesos como platos, los cuales nunca oía porque ya el tocadiscos de la casa no reproducía esa clase de discos. Entonces poco a poco empezamos a feriarlos, hasta llegar al colmo de vender el “tripitorio” de la vieja radiola que tampoco funcionaba desde hacía mucho tiempo. Sólo en el próximo trasteo, cuando fueron a levantar el mueble, se dieron cuenta de que no pesaba nada y al revisarlo encontraron el coco vacío.

El afán de las mamás para que los hijos aprendieran a manejar carro lo más pronto posible era para que les ayudaran con la carga diaria de hacer los mandados. Y una de esas diligencias semanales era mandar a remallar las medias de seda al convento de Las Adoratrices, en donde empieza la bajada hacia el barrio Fátima; también zurcían las religiosas las prendas que sufrían algún desgarro. Al llegar al claustro y tocar varias veces en el portalón, había que esperar un buen rato hasta que por fin una venerable monjita abría y recibía el encargo; pocas veces dejaban ver a las novicias, convencidas de que les iban a tirar la llave a unas muchachas que casi siempre eran bigotudas y bien feítas.

Otro oficio que desapareció del entorno es el de zapatero remendón, aunque hasta hace poco todavía se escuchaban los gritos de quienes ofrecían ese servicio puerta a puerta. En mi casa había que ir al menos una vez a la semana a donde el remendón para que le pusiera tapas a los tacones de mi mamá, o a remontar varios pares de zapatos; para uno estrenar botines tenían que acabarse primero por encima, porque la suela se la reponían cuantas veces fuera necesario. El último zapatero que recuerdo se llamaba Baltasar, un viejito que tenía su negocio en el barrio Lleras y que se mantenía a medio pelo, y en cuyo negocio, que parecía una ratonera, a toda hora había un grupo de vejestorios dedicados a la tertulia y a chupar aguardiente. A don Balta había que hablarle durito para que oyera, y como respuesta, señalaba con la trompa un cerro de chagualos para que cada quien buscara los suyos; y no contestaba porque siempre tenía la boca llena de tachuelas. Ahora el único negocio que conozco cerca a mi casa se llama dizque “Clínica del calzado”.

Pocas personas utilizan en la actualidad el servicio del sastre. La ropa se compra lista, aunque las señoras todavía los aprovechan para mandarle a subir el ruedo a los pantalones o cambiar una cremallera. Pero sastres como don Carlos Aldas o don Luis Montero, el de La Ecuatoriana, ya no se ven. Antes todo el mundo mandaba a hacer el flux donde un sastre, por lo que era común regalar en fechas especiales un corte de paño. El negocio les rebajó notablemente a estos profesionales de la aguja cuando aparecieron los vestidos Valher y Everfit, y desde entonces el fuerte de su negocio consistió en voltear el traje cuando después de usarlo el papá, se lo legaba al hijo. Ahora parece que quienes se dedican a ese oficio reniegan de sus antecesores, porque conocí hace poco uno que en vez de sastre se anunciaba como modisto.

Ya no hacen parva en las tiendas de barrio; nadie compra frascos y botellas; no hay amoladores en las calles; y todo empezó a cambiar cuando reemplazaron la forcha por el yogur.
pmejiama1@une.net.co

2 comentarios:

Ricardo Bada dijo...

Me ha retrotraído usted con su texto a una época muy lejana ya, la de mi infancia, donde en mi ciudad natal de Huelva, en España, había todos esos oficios que muchos han desaparecido. De hecho, mi abuelo paterno (que ya había muerto, muy joven, para cuando yo nací) era zapatero remendón. Sea como fuere, los que recuerdo más eran, por sus pregones inolvidables, los de los vendedores callejeros de pescado (que traían del puerto en banastas colgadas de ambos brazos), los de quienes vendían biznagas de jazmines al llegar la primavera, y sobre todo la paragüera, que aparecía milagrosamente salida de la nada cuando llegaba la primera lluvia del año (a lo mejor se descolgaba con ella de su cuartel celeste). Muchas gracias por este texto que tanto me ha hecho rememorar.

Jorge Iván dijo...

Que tiempos aquellos. En el Medellín de mi juventud teníamos el afilador, que se hacía notar con un silvido especial. El vendedor de caramelos de colores pegados a un anorme tronco de madera lleno de huequitos y las vendedoras de parva casa por casa, que cargaban el oloroso cajón sobre la cabeza. no puedo olvidar a Ritica, una famosa señora que sobaba esguinces y cuerdas levantadas a punta de Mentolín