martes, febrero 12, 2013

Viacrucis vial (I).


Si en algo somos expertos en Colombia es en hacer las cosas al revés, sin planear ni visualizar. Con todo el tiempo que estuvimos dándole al tan mentado TLC, lo que jorobaron con eso, las vísperas que debimos hacerle, la prensa que mojó el manido tema, lo que exigieron los gringos para acceder a firmarlo, y apenas nos venimos a poner las pilas para solucionar el tema de la infraestructura vial. En un país donde se desaprovechan las opciones de transporte por vía férrea y fluvial, sólo quedan las obsoletas y destruidas carreteras para mover toda la carga que requieren las regiones. Por lo tanto las filas de tractomulas son interminables y eso conlleva a que transitar en vehículos livianos sea una odisea. Sin hablar de los repetidos cierres en las vías cuando el invierno arrecia.

El caso es que debido a los altos costos de los tiquetes aéreos no queda otra opción que lanzarse a las carreteras, no sin antes tomar un buen seguro de vida y encomendarse al santo de su devoción (si tiene). Otra cosa es que muy pronto implantarán restricciones para los vehículos particulares en temporadas altas, ya que prácticamente las vías son insuficientes para recibir el exagerado flujo que transita por ellas. Lo cierto es que uno con tal de no quedarse encerrado en la casa se le mide a lo que sea y fue así como armamos viaje para la ciénaga de Ayapel, un lugar paradisíaco localizado en el departamento de Córdoba. Heredé de mis mayores el gusto por andar en carro y por ello disfruto cada minuto del recorrido, los paisajes, las novedades en la vía, nada me parece lejos ni aburrido y desde el mismo momento que planeamos el fiambre empiezo a gozarme el paseo.

El trayecto de 530 kilómetros se hace en unas 10 horas, si las paradas son pocas y expeditas. Salimos a las 5 de la mañana con nuestro hijo Poncho al timón, yo de copiloto y atrás iban Anita, mi mujer, y Naty, una amiga del muchacho. Como es costumbre ambas pasajeras se mandaron una pastilla para el mareo y durante el trayecto no abrieron el ojo sino para preguntar por dónde íbamos, decir que tenían hambre o ganas de entrar al baño; satisfecha la necesidad se volvían a templar. Empieza el recorrido en la doble calzada que a esa hora está en tinieblas, lo que es inadmisible porque entonces cuál es la función de las luminarias que instalaron cada pocos metros. Después de Tres puertas la carretera se torna rizada y en  regular estado, y en los alrededores del Kilómetro 41 una espesa niebla nos obligó a reducir la velocidad. Pasamos Irra, el túnel y llegamos a La Felisa, donde está el segundo de los nueve peajes que debemos pagar durante el recorrido. Encontramos el río Cauca irreconocible por su escaso caudal, ya que por ese cañón siempre baja embravecido y torrentoso, y en cambio dejó a la vista unos inmensos playones que hacen del paisaje una novedad.

Por fortuna los camiones a esa hora eran pocos, aunque la restricción por ser alta temporada solo empezaba a las 9 de la mañana. Sin embargo resolvimos buscar un atajo para evitar la vía que sube de La Pintada hacia el Alto de Minas, ya que adelantar vehículos pesados es muy difícil debido a que la carretera es angosta y llena de curvas, y por lo tanto la maniobra representa alto riesgo; y aunque existe la restricción, esta no aplica para buses y busetas, camiones de menos de seis toneladas y para los que transporten combustibles, alimentos perecederos o tienen furgón refrigerado. Además transitan los choferes que “arreglan” policías y por ello pululan los tracto camiones con chipas de hierro, maquinaria o grandes contenedores.

Entonces de La Pintada seguimos por la orilla del río, por la carretera que va para Valparaíso y Támesis, pero a pocos metros nos desviamos hacia Bolombolo y a unos 20 kilómetros encontramos Puente Iglesias, que es donde se cruza el río para subir hacia Fredonia. Se asciende por una especie de zigzag por entre potreros y cultivos de cítricos, con una vista espectacular sobre el valle del río Cauca y con el Cerro de la Tusa a un costado. En unos quince minutos llegamos a la vereda Marsella, un pequeño caserío con una hermosa iglesita y casas coloridas y llenas de flores, pero a partir de allí empiezan a aparecer resaltos en la vía con chocante frecuencia.

Al coronar la trepada encontramos la tierra natal del Maestro Arenas Betancur, un pueblo sin mucha gracia que según mi sobrinita debería llamarse “Feonia”, aunque tiene una panorámica que lo hace muy apetecido para construir en sus alrededores las casas de recreo de muchos medellinenses. Siguen los reductores de velocidad en la vía y son tantos que en Fredonia deberían celebrar cada año las Fiestas del resalto; y puedo decir que es el único pueblo donde todos los policías que vi estaban acostados. Además, las calles presentan un estado lamentable y ni la arquitectura u otro atractivo hacen de la población un sitio para recordar.

Se me alargó el relato, como siempre, por lo que debo dejar para la próxima entrega los pormenores de lo que falta por recorrer, un camino azaroso y lleno de peligros. 
@pamear55

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