Si en algo somos expertos en
Colombia es en hacer las cosas al revés, sin planear ni visualizar. Con todo el
tiempo que estuvimos dándole al tan mentado TLC, lo que jorobaron con eso, las
vísperas que debimos hacerle, la prensa que mojó el manido tema, lo que
exigieron los gringos para acceder a firmarlo, y apenas nos venimos a poner las
pilas para solucionar el tema de la infraestructura vial. En un país donde se
desaprovechan las opciones de transporte por vía férrea y fluvial, sólo quedan
las obsoletas y destruidas carreteras para mover toda la carga que requieren
las regiones. Por lo tanto las filas de tractomulas son interminables y eso
conlleva a que transitar en vehículos livianos sea una odisea. Sin hablar de los
repetidos cierres en las vías cuando el invierno arrecia.
El caso es que debido a los altos
costos de los tiquetes aéreos no queda otra opción que lanzarse a las carreteras,
no sin antes tomar un buen seguro de vida y encomendarse al santo de su
devoción (si tiene). Otra cosa es que muy pronto implantarán restricciones para
los vehículos particulares en temporadas altas, ya que prácticamente las vías
son insuficientes para recibir el exagerado flujo que transita por ellas. Lo
cierto es que uno con tal de no quedarse encerrado en la casa se le mide a lo
que sea y fue así como armamos viaje para la ciénaga de Ayapel, un lugar
paradisíaco localizado en el departamento de Córdoba. Heredé de mis mayores el
gusto por andar en carro y por ello disfruto cada minuto del recorrido, los
paisajes, las novedades en la vía, nada me parece lejos ni aburrido y desde el mismo
momento que planeamos el fiambre empiezo a gozarme el paseo.
El trayecto de 530 kilómetros se
hace en unas 10 horas, si las paradas son pocas y expeditas. Salimos a las 5 de
la mañana con nuestro hijo Poncho al timón, yo de copiloto y atrás iban Anita, mi
mujer, y Naty, una amiga del muchacho. Como es costumbre ambas pasajeras se
mandaron una pastilla para el mareo y durante el trayecto no abrieron el ojo
sino para preguntar por dónde íbamos, decir que tenían hambre o ganas de entrar
al baño; satisfecha la necesidad se volvían a templar. Empieza el recorrido en
la doble calzada que a esa hora está en tinieblas, lo que es inadmisible porque
entonces cuál es la función de las luminarias que instalaron cada pocos metros.
Después de Tres puertas la carretera se torna rizada y en regular estado, y en los alrededores del
Kilómetro 41 una espesa niebla nos obligó a reducir la velocidad. Pasamos Irra,
el túnel y llegamos a La Felisa, donde está el segundo de los nueve peajes que debemos
pagar durante el recorrido. Encontramos el río Cauca irreconocible por su escaso
caudal, ya que por ese cañón siempre baja embravecido y torrentoso, y en cambio
dejó a la vista unos inmensos playones que hacen del paisaje una novedad.
Por fortuna los camiones a esa
hora eran pocos, aunque la restricción por ser alta temporada solo empezaba a
las 9 de la mañana. Sin embargo resolvimos buscar un atajo para evitar la vía
que sube de La Pintada hacia el Alto de Minas, ya que adelantar vehículos
pesados es muy difícil debido a que la carretera es angosta y llena de curvas,
y por lo tanto la maniobra representa alto riesgo; y aunque existe la
restricción, esta no aplica para buses y busetas, camiones de menos de seis
toneladas y para los que transporten combustibles, alimentos perecederos o tienen
furgón refrigerado. Además transitan los choferes que “arreglan” policías y por
ello pululan los tracto camiones con chipas de hierro, maquinaria o grandes
contenedores.
Entonces de La Pintada seguimos
por la orilla del río, por la carretera que va para Valparaíso y Támesis, pero
a pocos metros nos desviamos hacia Bolombolo y a unos 20 kilómetros encontramos
Puente Iglesias, que es donde se cruza el río para subir hacia Fredonia. Se
asciende por una especie de zigzag por entre potreros y cultivos de cítricos,
con una vista espectacular sobre el valle del río Cauca y con el Cerro de la
Tusa a un costado. En unos quince minutos llegamos a la vereda Marsella, un
pequeño caserío con una hermosa iglesita y casas coloridas y llenas de flores,
pero a partir de allí empiezan a aparecer resaltos en la vía con chocante
frecuencia.
Al coronar la trepada encontramos
la tierra natal del Maestro Arenas Betancur, un pueblo sin mucha gracia que
según mi sobrinita debería llamarse “Feonia”, aunque tiene una panorámica que
lo hace muy apetecido para construir en sus alrededores las casas de recreo de
muchos medellinenses. Siguen los reductores de velocidad en la vía y son tantos
que en Fredonia deberían celebrar cada año las Fiestas del resalto; y puedo
decir que es el único pueblo donde todos los policías que vi estaban acostados.
Además, las calles presentan un estado lamentable y ni la arquitectura u otro
atractivo hacen de la población un sitio para recordar.
Se me alargó el relato, como
siempre, por lo que debo dejar para la próxima entrega los pormenores de lo que
falta por recorrer, un camino azaroso y lleno de peligros.
@pamear55
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