martes, mayo 07, 2013

Memorias de barrio (2)


A quién se le ocurre hoy en día dejar salir para la calle a un muchachito de cuatro o cinco años, para que se entretenga por ahí con sus hermanitos y amigos del vecindario. Pues así nos criamos nosotros, porque entonces a nadie se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera abusar de una criatura, el tráfico por entre los barrios era muy escaso y los conductores cuidadosos, no se hablaba de secuestros ni de atracos. Y que una persona matara a otra no se veía ni en las películas. De manera que en la casa no permanecían sino los mocosos que todavía usaran pañales y necesitaran el cuidado de la mamá, porque al resto nos sacaban para la calle desde temprano para que no pusiéramos pereque.

Sin duda unos niños con un patio de juego de semejantes dimensiones nunca nos aburrimos, porque conocíamos al detalle cada rincón del barrio y a todo le encontrábamos algún atractivo. Después de más de cincuenta años el entorno ha cambiado muy poco, aunque lo que antes eran solo residencias ahora se mezclan con infinidad de oficinas, restaurantes, centros médicos, panaderías y diferentes negocios. El barrio Estrella debe su nombre a la planeación urbanística, cuyas manzanas de forma triangular convergen en un parque circular, donde el lote de la iglesia es el único que presenta un vértice más amplio.

Nosotros vivíamos en la calle 60 y la abuela materna en la 61, por lo que visitábamos a las viejitas varias veces al día; abuela Graciela vivía con su hermana Lucila, quien además era mi madrina de bautizo y siempre me prefirió a los demás. Y aunque nosotros las veíamos como a unas ancianas, ahora pienso que tendrían una edad muy aproximada a la que tengo ahora. En la esquina de la casa de mi abuela, donde converge con el parque, estaban los cimientos de una edificación que solo construyeron muchos años después y en cuyos muros nos entreteníamos al caminar por ellos con el reto de no perder el equilibrio, porque quien caía en su interior casi con seguridad terminaba encima de un bollo, ya que el lugar era el sanitario de chinches y habitantes de la calle.

Enseguida vivía una familia italiana y el señor Neri (creo que era su apellido), se iba los domingos en su jeep Willis a cazar tórtolas y por la tarde lo veíamos desplumarlas y sacarles las tripas, restos que dejaba sin ningún recato en el lote para que se alimentaran los gatos y las alimañas del vecindario. Hasta que un día mi mamá olvidó ponerle la emergencia al DeSoto modelo 55 cuando parqueó en la casa de la abuela, unos metros más arriba, por lo que el carro se desengranó y cogió falda abajo, hasta que se llevó por delante la caracha del italiano y la dejo como un acordeón contra un poste.

A lo único que le teníamos miedo los niños de la cuadra era al “Loco de la carreta”, un personaje que se inventó la cocinera de la casa, o de algún vecino, para amenazarnos con que si no obedecíamos el ogro imaginario nos llevaría en un costal que cargaba en su carretilla. En esa época era común que los pordioseros recorrieran los barrios con un costal al hombro y un tarro de lata vacío (de galletas, leche, Milo, etc.), para pedir en las casas lo que llamaban revuelto -plátanos, yucas, naranjas, bananos-, productos que empacaba en el costal, o entregar el tarro para que la cocinera le echara cualquier cosa que hubiera sobrado del almuerzo. En la entrada a mi casa había dos escalitas donde se sentaban los personajes a comer lo que les dieran y nosotros nos dedicábamos a mirarlos por una rendija, muertos del susto y convencidos de que se trataba del temido carretillero.

Una entretención era irnos con nuestros vecinos Rivas Ángel, El  Mono, Nano, Lina y Adriana, porque los demás eran mayores, para la empinada falda de la calle 61 cuando baja desde la avenida Santander hacia el barrio y echarnos a rodar en un viejo triciclo que ellos tenían. El piloto al timón y un pasajero agarrado de sus hombros, mientras iba parado en dos pequeños estribos que tenía el velocípedo en el eje trasero. De manera que el “gorro” consistía en ver cuál pareja era capaz de aventarse de más arriba, por lo que llegábamos a la casa con los codos y las rodillas en carne viva debido a que ese aparato apenas cogía cierta velocidad, empezaba a vibrar y se volvía ingobernable; sin excepción la aventura terminaba en una caída espectacular.  

Con mis hermanos nos disputábamos la ida a comprar la parva, mandado que hacíamos al caer la tarde y bajo la recomendación de poner cuidado al cruzar la avenida; también íbamos donde las abuelas a ver si necesitaban encargar algo. Y no era por comedidos, sino porque don Roberto, el dueño de la panadería La Victoria, siempre nos regalaba de ñapa una gafita o cualquier otro producto de bajo costo. Me parece ver al viejo con las gafas en la punta de la nariz, muy serio pero cálido y amable, quien con unas pinzas sacaba de la vitrina lo solicitado: panes de rollo y de leche, mojicones, cucas, tostadas, palitos de queso, pandeyucas…  
@pamear55

1 comentario:

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Definitivamente la Colombia que conocimos, era un país más limpio, sin tanta tecnología, donde la palabra se respetaba como un tratado que era; era un país donde nos enseñaron a respetar los valores (Palabra desconocida hoy día, gracias al a Ley de Infancia y Adolescencia), donde nos enseñaron el respeto, el civismo y la urbanidad. En ese país nos enseñaron a creer en un Ser superior y a confiar en El. Todo esto se ha ido, pero afortunadamente usted, yo y todos los que hoy tenemos más de 50 años, vivimos en el borde de la extinción de esta hermosa época, para contar como fue. Cordial saludo pariente lejano; hoy recuerdo con nostalgia cuan hermosa, sencilla, alegre y descomplicada fue nuestra niñez, la base de lo que hoy somos como personas. NO QUIERO IMAGINARME LA COLOMBIA DEL MAÑANA CIMENTADA SOBRE LOS QUE HOY VIVE LA NIÑEZ Y LA JUVENTUD.