A quién se le ocurre hoy en día
dejar salir para la calle a un muchachito de cuatro o cinco años, para que se
entretenga por ahí con sus hermanitos y amigos del vecindario. Pues así nos
criamos nosotros, porque entonces a nadie se le pasaba por la cabeza que
alguien pudiera abusar de una criatura, el tráfico por entre los barrios era
muy escaso y los conductores cuidadosos, no se hablaba de secuestros ni de atracos.
Y que una persona matara a otra no se veía ni en las películas. De manera que
en la casa no permanecían sino los mocosos que todavía usaran pañales y
necesitaran el cuidado de la mamá, porque al resto nos sacaban para la calle
desde temprano para que no pusiéramos pereque.
Sin duda unos niños con un patio
de juego de semejantes dimensiones nunca nos aburrimos, porque conocíamos al
detalle cada rincón del barrio y a todo le encontrábamos algún atractivo. Después
de más de cincuenta años el entorno ha cambiado muy poco, aunque lo que antes
eran solo residencias ahora se mezclan con infinidad de oficinas, restaurantes,
centros médicos, panaderías y diferentes negocios. El barrio Estrella debe su
nombre a la planeación urbanística, cuyas manzanas de forma triangular
convergen en un parque circular, donde el lote de la iglesia es el único que
presenta un vértice más amplio.
Nosotros vivíamos en la calle 60
y la abuela materna en la 61, por lo que visitábamos a las viejitas varias
veces al día; abuela Graciela vivía con su hermana Lucila, quien además era mi
madrina de bautizo y siempre me prefirió a los demás. Y aunque nosotros las
veíamos como a unas ancianas, ahora pienso que tendrían una edad muy aproximada
a la que tengo ahora. En la esquina de la casa de mi abuela, donde converge con
el parque, estaban los cimientos de una edificación que solo construyeron
muchos años después y en cuyos muros nos entreteníamos al caminar por ellos con
el reto de no perder el equilibrio, porque quien caía en su interior casi con
seguridad terminaba encima de un bollo, ya que el lugar era el sanitario de
chinches y habitantes de la calle.
Enseguida vivía una familia
italiana y el señor Neri (creo que era su apellido), se iba los domingos en su jeep
Willis a cazar tórtolas y por la tarde lo veíamos desplumarlas y sacarles las
tripas, restos que dejaba sin ningún recato en el lote para que se alimentaran
los gatos y las alimañas del vecindario. Hasta que un día mi mamá olvidó
ponerle la emergencia al DeSoto modelo 55 cuando parqueó en la casa de la
abuela, unos metros más arriba, por lo que el carro se desengranó y cogió falda
abajo, hasta que se llevó por delante la caracha del italiano y la dejo como un
acordeón contra un poste.
A lo único que le teníamos miedo
los niños de la cuadra era al “Loco de la carreta”, un personaje que se inventó
la cocinera de la casa, o de algún vecino, para amenazarnos con que si no obedecíamos
el ogro imaginario nos llevaría en un costal que cargaba en su carretilla. En
esa época era común que los pordioseros recorrieran los barrios con un costal
al hombro y un tarro de lata vacío (de galletas, leche, Milo, etc.), para pedir
en las casas lo que llamaban revuelto -plátanos, yucas, naranjas, bananos-, productos
que empacaba en el costal, o entregar el tarro para que la cocinera le echara cualquier
cosa que hubiera sobrado del almuerzo. En la entrada a mi casa había dos
escalitas donde se sentaban los personajes a comer lo que les dieran y nosotros
nos dedicábamos a mirarlos por una rendija, muertos del susto y convencidos de que
se trataba del temido carretillero.
Una entretención era irnos con
nuestros vecinos Rivas Ángel, El Mono,
Nano, Lina y Adriana, porque los demás eran mayores, para la empinada falda de
la calle 61 cuando baja desde la avenida Santander hacia el barrio y echarnos a
rodar en un viejo triciclo que ellos tenían. El piloto al timón y un pasajero agarrado
de sus hombros, mientras iba parado en dos pequeños estribos que tenía el
velocípedo en el eje trasero. De manera que el “gorro” consistía en ver cuál
pareja era capaz de aventarse de más arriba, por lo que llegábamos a la casa
con los codos y las rodillas en carne viva debido a que ese aparato apenas
cogía cierta velocidad, empezaba a vibrar y se volvía ingobernable; sin
excepción la aventura terminaba en una caída espectacular.
Con mis hermanos nos disputábamos
la ida a comprar la parva, mandado que hacíamos al caer la tarde y bajo la
recomendación de poner cuidado al cruzar la avenida; también íbamos donde las
abuelas a ver si necesitaban encargar algo. Y no era por comedidos, sino porque
don Roberto, el dueño de la panadería La Victoria, siempre nos regalaba de ñapa
una gafita o cualquier otro producto de bajo costo. Me parece ver al viejo con
las gafas en la punta de la nariz, muy serio pero cálido y amable, quien con
unas pinzas sacaba de la vitrina lo solicitado: panes de rollo y de leche,
mojicones, cucas, tostadas, palitos de queso, pandeyucas…
@pamear55
1 comentario:
Definitivamente la Colombia que conocimos, era un país más limpio, sin tanta tecnología, donde la palabra se respetaba como un tratado que era; era un país donde nos enseñaron a respetar los valores (Palabra desconocida hoy día, gracias al a Ley de Infancia y Adolescencia), donde nos enseñaron el respeto, el civismo y la urbanidad. En ese país nos enseñaron a creer en un Ser superior y a confiar en El. Todo esto se ha ido, pero afortunadamente usted, yo y todos los que hoy tenemos más de 50 años, vivimos en el borde de la extinción de esta hermosa época, para contar como fue. Cordial saludo pariente lejano; hoy recuerdo con nostalgia cuan hermosa, sencilla, alegre y descomplicada fue nuestra niñez, la base de lo que hoy somos como personas. NO QUIERO IMAGINARME LA COLOMBIA DEL MAÑANA CIMENTADA SOBRE LOS QUE HOY VIVE LA NIÑEZ Y LA JUVENTUD.
Publicar un comentario