En 1971 se creó en Medellín la
empresa de aviación Aerolíneas Centrales de Colombia –ACES-, y uno de los nueve
socios fundadores fue el Mayor Germán Peñaloza Arias; y aunque unos años
después dejó de ser accionista de la compañía, siempre la sintió como propia y
se preocupaba por ella hasta en el más mínimo detalle. El grado de Mayor lo
obtuvo en la Fuerza Aérea Colombiana donde hizo su carrera como aviador militar,
y al retirarse de esa fuerza dedicó todo su empeño a la creación de empresa en
el sector privado. Primero fue la fundación de TARCA, por allá en la década de
1960, una pequeña aerolínea que conectaba a Manizales con Medellín y Bogotá y
que operaba aviones bimotores con capacidad para unos pocos pasajeros; en
compañía del capitán Luis Pérez y otros aviadores volaba la limitada flota.
El gremio de los pilotos, al
menos el que conocí en los años que trabajé con ellos, de 1980 a 1990, se
caracterizaba porque la mayoría eran mamagallistas, buenas vidas, mujeriegos,
habladores de carreta, simpáticos y amigables, pero sin duda el Mayor Peñaloza
era la excepción de la regla. Por aquella época él pertenecía al grupo de
pilotos veteranos de la compañía y todos lo reconocíamos como el decano por su
rectitud, honorabilidad y seriedad. El Mayor era metódico al extremo,
responsable con su trabajo, comprometido con la empresa y nunca le conocimos
una variable en su comportamiento. Todavía recuerdo el día que debí entregarle
una carta remitida por la Aeronáutica Civil, donde le informaban que por
cumplir los 60 años de edad no podía ejercer más como piloto comercial.
En aquella época ACES tenía 3
aviones Twin Otter con base en Manizales y para ello 12 tripulantes residían aquí;
6 pilotos y 6 copilotos. Todos ellos, además de quienes trabajábamos en tierra
en el aeropuerto, éramos menores de 30 años y por lo tanto el Mayor era como un
papá para el grupo. Muchas veces nos desesperábamos con él porque nos parecía
chocho o resabiado, como es lógico por la diferencia de edad, pero reconocíamos
su autoridad sin rechistar. A diario regañaba a los muchachos que manipulaban
el equipaje porque tiraban una maleta o cerraban muy duro la puerta del avión;
y me mantenía alto del piso porque en el edificio del aeropuerto dejaban luces
prendidas durante el día. Yo le explicaba que eso se me salía de las manos
porque era responsabilidad del administrador, y que ya le había dicho muchas
veces, pero él insistía y llegaba a mandarme razón desde el avión con el
operador de la torre de control: Que el Mayor le manda a decir que están
prendidas las luces de la terraza…
Era tal su compromiso con la
compañía que en el primer vuelo de la mañana, a diferencia de los otros pilotos
que realizaban las pruebas del avión en la cabecera de la pista, él prefería
hacerlas en la plataforma por si algún pasajero llegaba tarde pudiéramos
llevarlo hasta el avión para que no perdiera el vuelo. Una vez que iban a
viajar dos de sus sobrinos hacia Medellín empezó a hacernos recomendaciones con
varios días de antelación. Nosotros imaginamos que se trataba de niños pero el
día del vuelo se presentaron dos guaimarones, y como la ley de Murphy no falla y
ese día se juntaron varios aviones en plataforma, debido a un error los
embarcaron en el vuelo que iba para Bogotá. El Mayor volaba ese día y a cierta
hora llamó por radio a preguntar cómo había salido todo, y no alcanzo a
describir la cantaleta que tuvimos que aguantarle por semejante embarrada.
Claro que lo mismo pasó con el Presidente de la compañía, el doctor Luis
Fernando Botero, quien debido a su acelere se montó en el primer avión que
encontró y también fue a parar a la capital.
Cierto día el gerente de Varta,
un señor Escobar, nos llevó de regalo a todos unas lamparitas muy novedosas. Al
verlas por la tarde el Mayor se quejaba de su mala suerte por no estar presente
y un copiloto, William Quintero, de puro lambón le dijo que tranquilo, que ese
señor vivía al lado de su casa y que con mucho gusto le conseguía una. Claro
que después le dio pena hacer la gestión y se encartó porque al Mayor no se le
olvidaba nada, y a diario preguntaba por su encargo; siempre que entraba en mi
oficina me pedía que llamara a Quintero a ver qué se sabía. Muchas veces
coincidíamos en el carro que nos repartía por la tarde, al terminar la jornada,
el Mayor, Pepe Isaza, William y yo, y era hasta que Pepe preguntaba: Mayor… ¿en
qué va lo de la lamparita? Y arrancaba ese señor a renegar por la falta de
diligencia de William, mientras este arremetía contra Pepe a codazos, por sapo,
y los tres conteníamos la risa para que el Mayor no se diera cuenta de la
guachafita.
Se fue el viejo después de una
vida fructífera que dejó huella en la historia de la aviación colombiana,
destacándose por su entrega a la profesión y una honorabilidad a toda prueba. Hasta
los 81 años frecuentó la cabina de aeronaves en calidad de tripulante y a los
87 emprendió el vuelo sin regreso...
pablomejiaarango.blogspot.com
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