miércoles, septiembre 11, 2013

Memorias de barrio (5).


Pasado un tiempo en Villa Julia, localizada en las afueras de Villamaría, ya no era solo mi madre quien estaba aburrida de vivir por allá tan lejos, pues algunos de nosotros ya creciditos preferíamos la ciudad porque aquí estaban los amigos y los programas habituales. Hasta que un pariente ofreció a mis padres una casa en alquiler a muy buen precio, con la gran ventaja que así regresábamos al barrio que añorábamos, La Camelia; de manera que sin pensarlo dos veces procedimos a corotiarnos. Por haber residido en ella unos extranjeros la conocíamos como la casa de los gringos y queda exactamente donde llegan las escalas que bajan desde la antigua entrada al Batallón Ayacucho, en la avenida Santander.

La vivienda estaba un poco aislada porque en toda la cuadra, aparte de cuatro casas que había en la esquina, solo existía la residencia de don Marco Estrada; el resto eran lotes enmalezados que disfrutábamos en nuestros juegos. La calle que hoy en día baja hacia la nueva entrada del batallón, era un camino de tierra transitado por las familias de algunos oficiales que habitaban unas edificaciones localizadas en la parte de abajo del cuartel. Cuando el camino llegaba al plan seguía paralelo a un hermoso lago, donde los soldados recibían sus visitas el fin de semana; allí podían pasear en canoas, rodeados de imponentes árboles y gran cantidad de patos y gansos.

En aquella época el predio del ejército contaba con un cerco común, de tres hilos de alambre de púas, para delimitar su terreno. Nosotros cruzábamos ese alambrado cuando queríamos y nos movíamos por todo el recinto sin que nadie lo impidiera; un programa diario era ir a darle vuelta a dos felinos que tenían en una jaula que había media cuadra más abajo de la entrada principal. Otras mascotas de la tropa eran un mico y una danta, o tapir americano, que recorrían el vecindario y se metían en las casas sin ningún recato. Unos animales que causaban estragos eran las vacas de don Manuel López, el dueño de la tienda Milán, porque recorrían el barrio y se comían las plantas de los antejardines. Esas vacas transitaban a diario por los costados de las escalas que separaban a nuestra casa del batallón, cuando las trasladaban desde los potreros donde hoy está el barrio Sancancio, para ordeñarlas en la tienda localizada al frente del cuartel; el lugar tenía fama por las postreras con porción de torta que ofrecía en su vitrina.

Nosotros subíamos por las escalas para ir a comprar mecato en la tienda y era común que los reclutas que estaban detenidos en los calabozos, ubicados en el sótano de la guardia, nos pidieran que les compráramos cigarrillos. Por fortuna nunca accedimos porque cierta vez el hijo de la cocinera de una casa del barrio, quien se prestó para el mandado, fue detenido por los soldados, lo tusaron, le dieron una pela y lo bañaron con agua fría. Sobra decir que el negrito cogió escarmiento y todos quedamos advertidos. Otra pilatuna común era meternos en unas trincheras que tenían en los alrededores y que utilizaban para sus prácticas y entrenamientos, donde encontrábamos gran cantidad de vainillas de balas de fusil, las cuales vendíamos en el colegio para utilizarlas como pito al soplar con fuerza dentro de ellas.

Imagino que entonces quien sufriera de insomnio pasaría malos momentos, porque los centinelas que hacían turno durante la noche en las diferentes garitas de guardia se reportaban al golpear fuertemente dos fierros, y el número de golpes correspondía a la hora; por ser un entorno campestre había mucho silencio y por lo tanto podían oírse los toques de varias casetas, y entonces por ejemplo a las doce de la noche el ruido era molesto. A las cinco de la mañana retumbaba la diana y prontico podían sentirse los reclutas cuando se dirigían a la primera formación del día en la plaza de armas.

Quienes habitábamos en el barrio convivíamos con la tropa y llegaba a tanto la confianza, que una tarde mi mamá se agarró con la entrodera y le ordenó que se largara de la casa. Como la mujer se negaba mi madre le solicitó al sargento de la guardia que le prestaran unos soldados, quienes la acompañaron y desalojaron a la renegada mujer. Durante el día los pelotones de reclutas recorrían las calles mientras repetían estribillos que les marcaban el paso al trotar y también era común que la banda de guerra, a quienes llamábamos chupa cobres, hiciera sus ensayos mientras transitaba por el barrio.

A diferencia de ahora, que el vecindario se incomoda con el ruido procedente del polígono de tiro, entonces nada nos molestaba del castrense vecino. Hace muchos años hubo problemas porque al escaparse un preso del calabozo los guardianes disparaban indiscriminadamente, por fortuna sin herir nunca a nadie, situación que solucionaron al cambiar el sitio de reclusión. Aunque gran parte de mi vida he residido al lado del batallón, en 1986, cuando estábamos todavía nerviosos por la reciente erupción del volcán Arenas, habitaba en un apartamento distante ocho cuadras del cuartel. Una mañana muy temprano explotó el polvorín del acantonamiento y de haber sucedido en la actualidad, quienes habitamos este sector de la ciudad habríamos quedado como el prócer aquel: en átomos volando.
pablomejiaarango.blogspot.com

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