Pasado un tiempo en Villa Julia,
localizada en las afueras de Villamaría, ya no era solo mi madre quien estaba
aburrida de vivir por allá tan lejos, pues algunos de nosotros ya creciditos
preferíamos la ciudad porque aquí estaban los amigos y los programas
habituales. Hasta que un pariente ofreció a mis padres una casa en alquiler a muy
buen precio, con la gran ventaja que así regresábamos al barrio que añorábamos,
La Camelia; de manera que sin pensarlo dos veces procedimos a corotiarnos. Por
haber residido en ella unos extranjeros la conocíamos como la casa de los
gringos y queda exactamente donde llegan las escalas que bajan desde la antigua
entrada al Batallón Ayacucho, en la avenida Santander.
La vivienda estaba un poco
aislada porque en toda la cuadra, aparte de cuatro casas que había en la
esquina, solo existía la residencia de don Marco Estrada; el resto eran lotes
enmalezados que disfrutábamos en nuestros juegos. La calle que hoy en día baja
hacia la nueva entrada del batallón, era un camino de tierra transitado por las
familias de algunos oficiales que habitaban unas edificaciones localizadas en
la parte de abajo del cuartel. Cuando el camino llegaba al plan seguía paralelo
a un hermoso lago, donde los soldados recibían sus visitas el fin de semana;
allí podían pasear en canoas, rodeados de imponentes árboles y gran cantidad de
patos y gansos.
En aquella época el predio del
ejército contaba con un cerco común, de tres hilos de alambre de púas, para
delimitar su terreno. Nosotros cruzábamos ese alambrado cuando queríamos y nos
movíamos por todo el recinto sin que nadie lo impidiera; un programa diario era
ir a darle vuelta a dos felinos que tenían en una jaula que había media cuadra
más abajo de la entrada principal. Otras mascotas de la tropa eran un mico y
una danta, o tapir americano, que recorrían el vecindario y se metían en las
casas sin ningún recato. Unos animales que causaban estragos eran las vacas de
don Manuel López, el dueño de la tienda Milán, porque recorrían el barrio y se
comían las plantas de los antejardines. Esas vacas transitaban a diario por los
costados de las escalas que separaban a nuestra casa del batallón, cuando las
trasladaban desde los potreros donde hoy está el barrio Sancancio, para
ordeñarlas en la tienda localizada al frente del cuartel; el lugar tenía fama
por las postreras con porción de torta que ofrecía en su vitrina.
Nosotros subíamos por las escalas
para ir a comprar mecato en la tienda y era común que los reclutas que estaban
detenidos en los calabozos, ubicados en el sótano de la guardia, nos pidieran
que les compráramos cigarrillos. Por fortuna nunca accedimos porque cierta vez
el hijo de la cocinera de una casa del barrio, quien se prestó para el mandado,
fue detenido por los soldados, lo tusaron, le dieron una pela y lo bañaron con
agua fría. Sobra decir que el negrito cogió escarmiento y todos quedamos
advertidos. Otra pilatuna común era meternos en unas trincheras que tenían en los
alrededores y que utilizaban para sus prácticas y entrenamientos, donde
encontrábamos gran cantidad de vainillas de balas de fusil, las cuales
vendíamos en el colegio para utilizarlas como pito al soplar con fuerza dentro
de ellas.
Imagino que entonces quien
sufriera de insomnio pasaría malos momentos, porque los centinelas que hacían
turno durante la noche en las diferentes garitas de guardia se reportaban al
golpear fuertemente dos fierros, y el número de golpes correspondía a la hora;
por ser un entorno campestre había mucho silencio y por lo tanto podían oírse
los toques de varias casetas, y entonces por ejemplo a las doce de la noche el
ruido era molesto. A las cinco de la mañana retumbaba la diana y prontico podían
sentirse los reclutas cuando se dirigían a la primera formación del día en la
plaza de armas.
Quienes habitábamos en el barrio
convivíamos con la tropa y llegaba a tanto la confianza, que una tarde mi mamá
se agarró con la entrodera y le ordenó que se largara de la casa. Como la mujer
se negaba mi madre le solicitó al sargento de la guardia que le prestaran unos
soldados, quienes la acompañaron y desalojaron a la renegada mujer. Durante el
día los pelotones de reclutas recorrían las calles mientras repetían
estribillos que les marcaban el paso al trotar y también era común que la banda
de guerra, a quienes llamábamos chupa cobres, hiciera sus ensayos mientras transitaba
por el barrio.
A diferencia de ahora, que el
vecindario se incomoda con el ruido procedente del polígono de tiro, entonces
nada nos molestaba del castrense vecino. Hace muchos años hubo problemas porque
al escaparse un preso del calabozo los guardianes disparaban
indiscriminadamente, por fortuna sin herir nunca a nadie, situación que solucionaron
al cambiar el sitio de reclusión. Aunque gran parte de mi vida he residido al
lado del batallón, en 1986, cuando estábamos todavía nerviosos por la reciente
erupción del volcán Arenas, habitaba en un apartamento distante ocho cuadras
del cuartel. Una mañana muy temprano explotó el polvorín del acantonamiento y
de haber sucedido en la actualidad, quienes habitamos este sector de la ciudad
habríamos quedado como el prócer aquel: en átomos volando.
pablomejiaarango.blogspot.com
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