martes, mayo 28, 2013

Figuró aprender.


No sé si a todo el mundo le pasa, pero la tecnología no deja de descrestarme a diario. Sin alcanzar a digerir una innovación en cualquier dispositivo electrónico e inventan otro que manda al anterior para el cuarto de san alejo. Y nos preguntamos si es posible mejorar por ejemplo un teléfono celular de esos inteligentes, a los que no les falta sino pensar, pero a los pocos meses lanzan una versión mejorada con más y mejores servicios. Porque la competencia se basa en ofrecer nuevas tecnologías que superen lo existente, ya que de lo contrario nadie compra el producto. Hace poco tiempo tener un Blackberry era el sueño de muchos, pero en poco tiempo fue reemplazado por otros dispositivos que lo hacen ver como un aparatejo arcaico y obsoleto. Una chanda, dicen los sardinos.

He tenido con las computadoras una relación larga y enriquecedora, que me ha sacado algunas canas pero son más las satisfacciones recibidas. Fue por allá en 1985 cuando le encargué a un piloto amigo un aparato de esos a los Estados Unidos y al recibirlo casi no encuentro quién supiera siquiera prenderlo. Recurrí entonces a mi pariente Fernán Escobar, que es tan entendido, y el hombre al menos lo instaló y me enseñó algunas cosas básicas. Era un mamotreto con  monitor monocolor ámbar, disco duro de 30 megas y memoria RAM de 1 mega (no exagero un pelo). Funcionaba con disquete flexible de 5.25 pulgadas y el corrector de palabras, cuyo nombre no recuerdo, tenía básicamente las mismas características de una máquina de escribir, pero con algunas funcionalidades que lo hacían novedoso y muy práctico. Otro inconveniente fue conseguir un profesor que me diera las primeras indicaciones.

Infortunadamente no pertenezco a las nuevas generaciones que nacen con un chip que les permite entender sin esfuerzo las tecnologías modernas, porque después de casi treinta años de tener relación a diario con una computadora, sobre todo en los últimos veinte que he pasado mucho tiempo al frente del monitor, debería ser un experto en su manejo. Pero qué va, apenas me defiendo. Mejor dicho, si aprendo algo puedo realizarlo y hasta escarbar para encontrarle más usos, lo que llaman cacharrear, pero no me diga que debo meterle mano al sistema operativo porque hasta ahí llego. Muchas veces me desespero porque no puedo encontrar una información que estoy seguro tengo en algún recoveco de la máquina, hasta que no me queda sino pedir cacao para que me saquen del apuro; lo mismo pasa cuando bajo programas de la red y me enredo al querer instalarlos y ejecutarlos.

El caso es que aprendí a manejar ese primer procesador de palabras, pero cuando ya le había cogido el tiro, salió una nueva versión y debía cambiarlo. Me negué rotundamente, pero mi hijo, quien era apenas un mocoso, insistió en que lo hacía o me dejaba el tren de la tecnología. Ya no recuerdo cuántas veces me ha tocado enfrentarme al cambio de sistema operativo, a nuevos comandos, diferentes programas, etc., pero gracias a una computadora puedo trabajar, escribir, leo todo tipo de documentos, recorro el planeta, tengo amigos que nunca he visto, con ella me culturizo y entretengo, me instruyo y descubro. Y se ven unas cosas…    

Aparecieron las tabletas para leer y empezó mi hijo con la cantinela, que debía incursionar en esa tecnología, que eso es lo último, que ahí puedo leer lo que quiera y mil razones más, pero le dije que ni muerto, que yo seguía con el libro físico por muchas razones, sobre todo por romanticismo. Entonces me hizo ver el enfoque ecológico, la cantidad de árboles que dejarán de talar cuando los libros electrónicos remplacen los de papel, y ahí sí me sonó el asunto. Hasta que compré la tableta y ahora no me cambio por nadie, porque es una verdadera maravilla. Tiene infinidad de ventajas, entre ellas que puedo leer de noche sin encender la luz, si olvido las gafas agrando la letra, acomodo el fondo de pantalla a mi gusto, etc. Y lo mejor es que al encontrar una palabra desconocida basta ponerle el dedo y aparece la definición, o puedo conectarme a la red para buscar más información al respecto.

Empecé a comprar libros desde la tableta, muy económicos y para todos los gustos, pero hace unos meses dejaron de enviarme tres ejemplares que ya estaban pagos. Mandé correos electrónicos con el reclamo e hice los trámites correspondientes, pero de nada sirvió. Por baratos que sean no estoy dispuesto a regalarles mi dinero, por lo que mi hijo consiguió una dirección de correo electrónico donde se envía cualquier título bajado de Google en pdf, y en cuestión de segundos lo devuelven convertido al formato de la tableta. Y al gratín.

Lo último es que una amiga me trajo un disco con varios cientos de libros listos para pasar a mi tableta y ahora trato de escoger lo mejor del generoso menú, porque está claro que ya no alcanzaré a leer la mayoría de ellos. Lo mejor es que no me queda remordimiento por actuar de manera ilegal, porque fueron ellos quienes incumplieron con el envío de mi compra. De manera que de ahora en adelante no verán un cochino dólar de mi bolsillo. ¡Y adiós que me voy a leer!
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, mayo 21, 2013

Póngale actitud.


La vida está llena de sobresaltos, angustias y momentos complicados que llevan a muchas personas a sufrir depresiones y altos niveles de estrés. El agite del diario vivir y la alta competencia en el ambiente laboral, hacen que para muchos la existencia sea difícil y desgastante. La violencia es pan de cada día y nuestra sociedad navega en un mar de incertidumbre, mientras buscamos la manera de sobrellevar los cambios que impone la modernidad. Lo paradójico es que entre más desarrollado el país y mejor calidad de vida ofrezca a sus habitantes, mayores son el desasosiego y la desazón que los acosan. Basta comparar lo que invierten en terapias y medicamentos para el estrés un ejecutivo de Wall street y un pescador de Guapi.

Imagino que a los terapeutas no les faltará trabajo en la actualidad, porque hasta niños y adolescentes deben visitarlos con regularidad. No recuerdo que en mi época los menores necesitaran ese tipo de ayuda y a la mayoría les quitaban las mañas y resabios a punta de correa; y no voy a decir que esa es la manera indicada para todos los casos, pero sin duda son muchos a los que les ha faltado mano dura. Además los muchachitos de ahora son precoces, metidos a grandes y madurados biches, y eso los introduce en una realidad difícil de soportar incluso para los adultos. Por lo tanto en muchos casos llegan a atentar contra su propia integridad por un bajo desempeño académico; si en mi casa nos hubiéramos suicidado por perder el año, no quedaría rastro de la familia.

Hace tiempos, cuando pasaba por un momento difícil, recurrí a un sicólogo y el tratamiento me ayudó. Después de hacerme hablar hasta el cansancio, de desahogarme y exponer mis angustias, me convenció de que la fórmula para sobrellevar la existencia se basa en la actitud. Optimismo, aceptación, mente positiva, ver el lado amable de las cosas, no lamentarnos por la suerte que nos tocó y ante todo ser racional y aterrizado. La mayoría de preocupaciones que me mortificaban entonces eran por cosas que podrían pasarme en el futuro, y ahí me hizo ver cuánto tiempo y angustia le dedicamos a un asunto que apenas suponemos que nos puede ocurrir. Un desgaste innecesario porque definitivamente lo que ha de suceder, nada ni nadie puede evitarlo.

Para estar conformes con nuestra situación debemos aprender a mirar siempre para abajo; como el niño que lloraba porque no tenía zapatos, hasta que conoció uno a quien le faltaban los pies. Quien vive pendiente de los demás, de lo que tienen, de cómo viven, de sus éxitos y logros, nunca tendrá tranquilidad. Porque así llegue a igualarse a quienes están un escalón por encima, siempre habrá muchos más hacia arriba. Claro que en la vida debemos tener metas y ambiciones, pero sin caer en la mentalidad que sólo son exitosos quienes ocupan un cargo importante y devengan un jugoso salario. En nuestra sociedad se volvió común que nos referimos a quien no cumple con esa condiciones, como alguien que “no sirve para nada”. Quienes administran fincas, manejan un negocio familiar, dirigen una pequeña empresa, son independientes o simplemente reciben un salario modesto, entran en esa estigmatización estúpida y excluyente. De manera que no sirven para nada porque se negaron a pasar su existencia encerrados entre cuatro paredes, ante una pantalla llena de cifras y proyecciones, agobiados por el estrés y la competencia laboral.   

Los jóvenes ingresan a la universidad y en gran porcentaje aspiran estudiar derecho, medicina, ingeniería o finanzas, pero cuando algunos prefieren música, artes plásticas, gastronomía o ciencias del mar, todos se preguntan eso para qué sirve, pronostican que se van a morir de hambre, que qué pesar de los papás. Pero no se les ocurre pensar que estos disidentes van a hacer lo que les gusta, que vivirán relajados y felices, y que con seguridad tendrán éxito y fortuna.

Tantos que pasan la vida dedicados a conseguir plata, trabajan de sol a sol y descuidan la familia, con la meta de amasar fortuna para tener un retiro cómodo y con solvencia. Pero se les pasa el ciclo vital en esas y cuando deciden que llegó la hora, ya no resisten una misa con triquitraques. En cambio a quien ha sido juicioso durante su edad productiva y antes de los sesenta años se dedica a vivir de la renta, todo el mundo lo califica como alguien que “no hace nada”. Cómo que nada: ¿acaso vivir bueno, darse gusto, viajar y dedicarse al relax, es hacer nada? Envidia es lo que sienten los criticones.

Cuando dos de mis sobrinos eran unos niños presentaron algún problema de conducta y ambas mamás resolvieron llevarlos a donde una sicóloga infantil, pero ninguno de los dos sabía que el otro también iría. Los papás les explicaron que la doctora ayudaba y daba consejos, porque a veces en la vida uno tiene inconvenientes con su comportamiento. Cierta vez la consulta se retrasó y los dos zambos coincidieron en la sala de espera, y como es lógico se asombraron de encontrarse en la misma situación. Una de las mamás, que estaba presente, paró oreja para ver qué conversaban los muchachitos y en esas uno le comentó al otro: -Oiga, ¿y usted qué tiene dañado que también lo trajeron?
@pamear55

miércoles, mayo 15, 2013

Edición actualizada.


No solo los textos académicos deben actualizarse, sino muchos otros de diferentes temas porque los tiempos cambian y todo evoluciona, y de no ponerse al día se vuelven obsoletos. Uno que llamó poderosamente mi atención hace ya muchos años fue el libro La buena mesa, de doña Sofía Ospina de Navarro, hermana del ex presidente Ospina Pérez, una escritora y periodista antioqueña que dejó un importante legado. Ese librito se lo aprendí a usar a mi madre, pues siempre lo mantenía a mano para preparar ricos platos de nuestra gastronomía regional. Por cierto es el único recetario al que he recurrido alguna vez, porque allí encuentra uno cómo preparar hojuelas, indios de repollo, tortas de chócolo, cortao o arroz con leche.

La primera edición data de 1933 y por lo tanto en muchos apartes del mismo aparecían situaciones que no coincidían con épocas posteriores, como en algunas recetas donde indicaba la autora cómo regular el calor del horno de leña, mencionaba ingredientes desaparecidos o enseñaba a preparar una salsa que ya vendían en los supermercados. Por ello algunos de sus descendientes se dieron a la tarea de actualizarlo, al remplazar por ejemplo el horno de leña por uno eléctrico o de gas, además del microondas. También pusieron al día medidas, utensilios, tiempos de cocción, terminachos, etc.  

Pues deberían proceder de igual manera los herederos del señor Carreño, el del famoso manual de urbanidad, porque definitivamente las costumbres han cambiado de forma radical y la mala educación se impone en todas las culturas. Don Manuel Antonio Carreño, venezolano, publicó el texto a mediados del siglo XIX y por ello muchas de las normas allí registradas son desconocidas por un gran porcentaje de la sociedad actual. Claro que la buena educación y la decencia son cosas que se aprenden desde la cuna, y el simple sentido común nos dicta cuál es la manera apropiada de comportarnos. Otra cosa son los protocolos y demás perendengues que imponen ciertas personas arribistas y estiradas, los cuales no son de obligatorio conocimiento para el ciudadano común.

Sin duda la culpa de que la mayoría de los jóvenes ahora se comporten de una manera que deja mucho que desear, es de los padres. Los crían como si fueran de la realeza y por ello no saben tender una cama, pasar una escoba, lavar unos calzones, fritar un huevo o calentar una arepa. Unos zambos que no dan las gracias ni saludan, no saben del respeto a los mayores, son desagradecidos, manipulan para conseguir lo que quieren, son exigentes y nunca parecen satisfechos. Lo peor es que a todo les dicen que sí, convencidos de que así son mejores papás y de una vez aseguran el cariño de los mocosos, pero no saben que lo que hacen es tirárselos. Porque esos hijos no sabrán defenderse en la vida debido a que no han tenido carencias ni responsabilidades, lo que hará que fácilmente se ahoguen en un vaso de agua.

Un capítulo importante en el nuevo manual de urbanidad es el que tiene que ver con el manejo de la tecnología. Porque muchos no sabrán que conversar con otra persona mientras se tienen unos audífonos conectados en ambas orejas es de pésimo gusto, ya que el interlocutor no sabe si le paran bolas a lo que le dice o si por el contrario el otro está concentrado en algo diferente. Y qué tal los que se dedican a chatear mientras interactúan con otras personas, sin poderse centrar en el tema que los convoca porque tiene la cabeza en otra parte. Capítulo aparte los que reciben llamadas en su teléfono celular y sin importar que haya otras personas presentes, empieza a hablar de asuntos personales en voz alta mientras gesticulan y se ríen a carcajadas.

Muchos jóvenes ahora no saben comportarse en la mesa porque siempre comen solos y echados en la cama, con el televisor prendido y entre bocado y bocado teclean en la computadora. Son hoscos, introvertidos y a toda hora parecen de mala vuelta. Su léxico es limitado y no saben mantener una conversación, responden con monosílabos y para comunicarse por escrito en sus chateos sólo se preocupan por hacerse entender; no conocen ni les interesan las buenas prácticas de la escritura. Tienen miles de resabios para la comida y como tampoco les exigen en ese sentido, muchos se alimentan de cereales, paqueticos, comida chatarra y demás porquerías. Además son alzaos e irrespetuosos, y los trae sin cuidado que su interlocutor sea una persona mayor.

Acostumbro felicitar a los padres de hijos educados, comedidos y amables, porque sé lo satisfactorio que es para cualquiera saber que cumplió su tarea. En cambio los mocosos groseros, desobedientes y mal educados me parecen detestables.

La verdad es que la idea de proponer un manual de urbanidad actualizado vino de mi hijo, a quien reprendía amigablemente cuando venía a visitarnos y se pasaba a toda hora pegado de los aparatos electrónicos. Pronto comprendió su error y cambió de actitud, sobre todo desde una vez que estaba yo frente al televisor mientras mi mujer y el muchacho tecleaban embebidos cada uno en su computadora, por lo que desde hacía mucho rato no cruzábamos ni una sola palabra. Fue hasta que resolví proponerle: Mijo… ¿será que lo llamo por Skype?

pablomejiaarango.blogspot.com   

martes, mayo 07, 2013

Memorias de barrio (2)


A quién se le ocurre hoy en día dejar salir para la calle a un muchachito de cuatro o cinco años, para que se entretenga por ahí con sus hermanitos y amigos del vecindario. Pues así nos criamos nosotros, porque entonces a nadie se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera abusar de una criatura, el tráfico por entre los barrios era muy escaso y los conductores cuidadosos, no se hablaba de secuestros ni de atracos. Y que una persona matara a otra no se veía ni en las películas. De manera que en la casa no permanecían sino los mocosos que todavía usaran pañales y necesitaran el cuidado de la mamá, porque al resto nos sacaban para la calle desde temprano para que no pusiéramos pereque.

Sin duda unos niños con un patio de juego de semejantes dimensiones nunca nos aburrimos, porque conocíamos al detalle cada rincón del barrio y a todo le encontrábamos algún atractivo. Después de más de cincuenta años el entorno ha cambiado muy poco, aunque lo que antes eran solo residencias ahora se mezclan con infinidad de oficinas, restaurantes, centros médicos, panaderías y diferentes negocios. El barrio Estrella debe su nombre a la planeación urbanística, cuyas manzanas de forma triangular convergen en un parque circular, donde el lote de la iglesia es el único que presenta un vértice más amplio.

Nosotros vivíamos en la calle 60 y la abuela materna en la 61, por lo que visitábamos a las viejitas varias veces al día; abuela Graciela vivía con su hermana Lucila, quien además era mi madrina de bautizo y siempre me prefirió a los demás. Y aunque nosotros las veíamos como a unas ancianas, ahora pienso que tendrían una edad muy aproximada a la que tengo ahora. En la esquina de la casa de mi abuela, donde converge con el parque, estaban los cimientos de una edificación que solo construyeron muchos años después y en cuyos muros nos entreteníamos al caminar por ellos con el reto de no perder el equilibrio, porque quien caía en su interior casi con seguridad terminaba encima de un bollo, ya que el lugar era el sanitario de chinches y habitantes de la calle.

Enseguida vivía una familia italiana y el señor Neri (creo que era su apellido), se iba los domingos en su jeep Willis a cazar tórtolas y por la tarde lo veíamos desplumarlas y sacarles las tripas, restos que dejaba sin ningún recato en el lote para que se alimentaran los gatos y las alimañas del vecindario. Hasta que un día mi mamá olvidó ponerle la emergencia al DeSoto modelo 55 cuando parqueó en la casa de la abuela, unos metros más arriba, por lo que el carro se desengranó y cogió falda abajo, hasta que se llevó por delante la caracha del italiano y la dejo como un acordeón contra un poste.

A lo único que le teníamos miedo los niños de la cuadra era al “Loco de la carreta”, un personaje que se inventó la cocinera de la casa, o de algún vecino, para amenazarnos con que si no obedecíamos el ogro imaginario nos llevaría en un costal que cargaba en su carretilla. En esa época era común que los pordioseros recorrieran los barrios con un costal al hombro y un tarro de lata vacío (de galletas, leche, Milo, etc.), para pedir en las casas lo que llamaban revuelto -plátanos, yucas, naranjas, bananos-, productos que empacaba en el costal, o entregar el tarro para que la cocinera le echara cualquier cosa que hubiera sobrado del almuerzo. En la entrada a mi casa había dos escalitas donde se sentaban los personajes a comer lo que les dieran y nosotros nos dedicábamos a mirarlos por una rendija, muertos del susto y convencidos de que se trataba del temido carretillero.

Una entretención era irnos con nuestros vecinos Rivas Ángel, El  Mono, Nano, Lina y Adriana, porque los demás eran mayores, para la empinada falda de la calle 61 cuando baja desde la avenida Santander hacia el barrio y echarnos a rodar en un viejo triciclo que ellos tenían. El piloto al timón y un pasajero agarrado de sus hombros, mientras iba parado en dos pequeños estribos que tenía el velocípedo en el eje trasero. De manera que el “gorro” consistía en ver cuál pareja era capaz de aventarse de más arriba, por lo que llegábamos a la casa con los codos y las rodillas en carne viva debido a que ese aparato apenas cogía cierta velocidad, empezaba a vibrar y se volvía ingobernable; sin excepción la aventura terminaba en una caída espectacular.  

Con mis hermanos nos disputábamos la ida a comprar la parva, mandado que hacíamos al caer la tarde y bajo la recomendación de poner cuidado al cruzar la avenida; también íbamos donde las abuelas a ver si necesitaban encargar algo. Y no era por comedidos, sino porque don Roberto, el dueño de la panadería La Victoria, siempre nos regalaba de ñapa una gafita o cualquier otro producto de bajo costo. Me parece ver al viejo con las gafas en la punta de la nariz, muy serio pero cálido y amable, quien con unas pinzas sacaba de la vitrina lo solicitado: panes de rollo y de leche, mojicones, cucas, tostadas, palitos de queso, pandeyucas…  
@pamear55