La primera vez que oí la palabra
querencia fue en transmisiones taurinas, al referirse el comentarista de turno
al momento en que el toro se raja y empieza a buscar las tablas. Relata
entonces que el animal, herido y maltratado, abandona su lucha por la
supervivencia y recurre entonces a la seguridad que le brinda el entablado del
redondel para dirigirse a la puerta de chiqueros, lugar por el que ingresó a
ese circo de crueldad y muerte. Todos los animales, racionales e irracionales,
tenemos nuestra querencia natural y en ella encontramos refugio y bienestar.
Me enteré de un método nuevo de
educación implantado recientemente en Japón para que las nuevas generaciones
crezcan sin apego a la tierra natal y por el contrario se sientan ciudadanos
del mundo. Jóvenes que al momento de ingresar al mercado laboral estén cómodos
en cualquier rincón del planeta, sin echar de menos todas esas cosas que nos
unen a nuestro pasado y a la cultura que compartimos durante la infancia y
juventud. Personas que no deban lealtad a una bandera, que disfruten cualquier oferta
gastronómica, que no extrañen familia ni amistades y en general desconozcan lo
que es la nostalgia.
Es difícil asimilar esos
modernismos a quienes crecimos en familias unidas, cuando no se usaba que algunos
de sus miembros vivieran en el exterior. Pasa el tiempo y aunque los hijos formen
sus propios hogares, siguen visitando a diario la casa de los viejos para
mantener vivo el lazo afectivo; claro que faltan ellos y desaparece ese punto
de encuentro tan importante para la unión familiar. En cambio las nuevas
generaciones aspiran ingresar a la universidad en otra ciudad, y de no poder
hacerlo, estudian en su entorno pero apenas terminan proceden a buscar trabajo
en otras latitudes. Y con una facilidad asombrosa tramitan becas, intercambios
o convenios que les permiten radicarse en el exterior.
Pertenezco tal vez a la última
generación que nació, vivió y aspira morir en su terruño. Pero a diferencia de
nuestros padres que tenían cerca a hijos, nietos y demás allegados, a muchos
ahora nos toca compartir con la familia a través de un dispositivo electrónico.
Es triste y frustrante ver a los abuelos modernos enterarse del nacimiento de
su nieto en otro continente y saber que lograrán conocerlo cuando el muchachito
ya esté crecido; y así le hagan morisquetas y carantoñas a diario por una
pantalla, el apego de ese niño nunca será como el que conocemos.
Al ver ejecutivos jóvenes que
recorren el mundo, a tantos que estudian en otros países o a los mochileros que
viajan por todo el planeta, envidio esa oportunidad de conocer otras culturas e
interactuar con gentes y razas diferentes, pero de inmediato me consuelo al
mirar por la ventana y observar la belleza de mi tierra. Las pocas veces que he
viajado disfruté al máximo la experiencia, pero al mismo tiempo sentí un gran
alivio al regresar a mi casa. Soy de los que se van para la costa atlántica y
después de saborear a diario los platos típicos de la región, de comer pescado
y mariscos en todas sus preparaciones, a los diez días añoro un chicharrón, la
arepa con mantequilla, una sopita casera, los frijoles, el chorizo, el arroz
con huevo y demás platos tradicionales de nuestro menú diario.
Aunque sé que nunca debo decir de
esa agua no beberé, porque la vida da muchas vueltas y nunca sabemos a dónde iremos
a parar, espero que el destino no me obligue a radicarme en una ciudad
diferente a la mía, y mucho menos en un país donde existan las estaciones.
Porque si me golpea el frío de por aquí, que no baja de los 14 grados
centígrados, tirito de solo pensar en lo que será un invierno bien largo a
temperaturas por debajo de los cero grados. Me parece deprimente, aterrador,
invivible y supremamente desagradable. Qué tal eso sumado a la soledad, sin
familia ni amigos a la mano, y en una comunidad bien diferente a la nuestra,
donde nadie mira a un extraño a la cara y mucho menos le dirige la palabra. Y
yo que le entablo conversa al que se atraviese.
Sentimos un apego natural por la
ciudad que nos vio nacer, pero en especial por nuestro hogar. Allí nos sentimos
protegidos y acompañados, seguros y confiados, pero sobre todo a gusto. Puede
ser una mansión o un pequeño apartamento pero es nuestra casa, y así visite uno París, Nueva
York o Estambul, al poco tiempo siente ese imán que lo jala hacia su querencia
natural. El baño propio, la cama, la almohada, el cajón del nochero, sus
libros, la nevera con los antojos, esos recovecos donde guardamos chucherías,
la cajita de herramientas y tantas cosas que conforman nuestro menaje.
Además cada persona tiene su lugar especial, que puede
ser la cama, un estudio o el sillón preferido donde ve televisión, lee, oye
música o simplemente cabecea mientras llega la hora de acostarse a dormir.
Otros tienen su rincón donde no dejan entrar ni a limpiar el polvo y es común
que el adolescente viva encerrado en su habitación sin dar señales de vida. Y mejor
no menciono esa última querencia a la que toca cogerle cariño a las malas: el frío
osario.
1 comentario:
Su apreciación sobre el tema es más que certera. Creo que el apego a la tierrita es otra cosa que se viene perdiendo con la globalización de la sociedad.
Para mi, como dice la canción: "Todos vuelven a la tierra en que nacieron,al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven al hogar donde vivieron, donde acaso floreció más de un amor". La tierra y el país natal son como el primer amor, nunca se olvidan.
Inclusive creo que uno siente apego por la tierra de donde vienen sus raíces en lo que llamamos memoria genética. Como investigador de la raíces familiares, amo la tierra de mis ancestros y la siento como mía, lo mismo que quiero a mis tataratataraparientes como parte que son de mi familia. Cordial saludo BERNARDO MEJIA RANGO
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