jueves, diciembre 11, 2014

La temperada: preámbulos y alumbrado.

Al salir a vacaciones de fin de año sabíamos que pronto iríamos a temperar a La Graciela, la finca familiar localizada a orillas del río Chinchiná. Claro que tocaba esperar unos días mientras las mamás organizaban todo, además de llevarnos a motilar, al odontólogo y a una revisadita con el doctor Jairo Villegas. Porque la estadía era de mes y medio, y solo los papás madrugaban para subir a trabajar.

Por fin llamaban a decir que después de almuerzo pasaba el camión a recoger corotos y muchachitos, operación que se repetía donde las tres hermanas: Lucy, Gracielita y mi mamá. La Mona, como le decían a Lucy, llamaba varias veces a advertirle a mi madre que revisara bien para que no se le olvidaran la mitad de las cosas, porque ella la conocía… Y es que así la finca estuviera bien dotada, debía hacerse un trasteo con todas las de la ley; de manera que a cargar colchones, ropa de camas, lavadora, canastas de gaseosa, ollas y cuanto trasto hiciera falta.

Al caer la tarde llegábamos a la finca y nos tirábamos de ese camión a corretear como locos, igual que los perros cuando los sueltan, y lo primero era ir al guayabal, el potrero donde pastaban las bestias, a mirar cuáles estaban disponibles para las cabalgatas. Sin embargo el tío Roberto, quien era el alma de la temperada, siempre conseguía prestados otros semovientes para satisfacer la demanda. Entonces el programa era estar pendientes de la llegada del viaje con los animales para verlos desembarcar.

Desde el primer momento empezaba la cantaleta de las mamás: que vengan a ayudar, que sacudan los zapatos para entrar a la casa, que se quiten los cadillos, que a lavarse las manos, que cuidadito pues… Cada matrimonio tenía su cuarto, donde se acomodaban con los bebés, mientras que al resto de primos nos repartían, por sexos y edades, en habitaciones llenas de camarotes. Esa primera noche, antes de armar la mesa del tute y sacar el aguardiente, el tío Roberto nos recordaba las reglas y condiciones: los turnos para montar a caballo -según la edad-, hasta dónde podíamos ir, cuánto tiempo, además de ayudar a desensillar y bañar las bestias. La prohibición de ir solos al río, los horarios de las comidas y cuáles de los hijos mayores podían sentarse a la mesa con los adultos, y otras tantas indicaciones por el estilo.

Desde el primer día preguntábamos cuándo empezaba la pólvora, sin la cual era impensable la Navidad, y nos respondían que el día del alumbrado. Llegada la fecha esperábamos con ansias la caída de la tarde, cuando el tío abría el cuarto de los aperos y empezaba a repartirles a los mocosos, que desde temprano esperábamos en fila, papeletas, buscaniguas, silbadores, velitas romanas y pliegos de totes. Los adultos echaban los voladores y para los globos participábamos todos: unos se trepaban a la chambrana, otros cogían las puntas, los que se turnaban para echar china, y la metida del hisopo encendido que estaba a cargo de un grande. Después quedaba darle las tres vueltas antes de soltarlo, lo que hacíamos por turnos.

Desde temprano le encargaban a un trabajador que trajera unas guaduas, las partiera en cuatro latas y las doblara para enterrarles las puntas, lo que formaba un arco perfecto para instalar las velas en los cañutos y así improvisar un adorno bellísimo. A media noche se remataba la faena con una culebra de papeletas que enredaban en la portada. Todavía cuento mis dedos y me asombra que nunca nos hubiera pasado nada.

Complicarse la vida.

Debemos tener presente que la vida es una sola, muy corta por cierto, y en nuestras manos está hacerla agradable y productiva. Sobre todo quienes tienen una existencia cómoda, sin afugias económicas, y sin embargo se quejan de su suerte y envidian a los demás. Y cada vez son más los menores que sufren depresión, ansiedad, estrés y angustia existencial, lo que además se refleja en úlceras y desórdenes gástricos; muchos deben visitar al siquiatra sin siquiera alcanzar la adolescencia.

La sociedad parece desorientada y muchos no encuentran su identidad, por lo que a diario aparecen movimientos, creencias, modas y tendencias que reciben adeptos a granel, sobre todo de una juventud que se nota desubicada e irresoluta. Esas enguandas requieren condiciones, disciplina, lealtad y sin duda influyen en la personalidad de sus seguidores. Un ejemplo son las barras bravas, donde jóvenes inseguros y desubicados se escudan en los tumultos para desfogar sus instintos.

O los tales Emos, palabra relacionada con las emociones, que se basan en una filosofía de tristeza y aislamiento. Un mechón sobre la cara, el pelo liso y flechudo, la mirada baja, el rostro adusto, visten prendas negras y ajustadas, y comparten solo con personas afines. Se declaran incomprendidos, rechazados y acostumbran cortarse la piel, lo que lleva con frecuencia al suicidio. Muchos adolescentes incursionan en esas cofradías por mortificar a los papás y por ello recomiendan esperar a que maduren para que dejen la pendejada.

Los Cabeza rapada, aparte de carecer de pelo en la testa, presentan tatuajes, calzan botas militares y visten prendas llamativas que resaltan su musculatura. Son homofóbicos, racistas y dependen de un líder que los manipula a su antojo. En general son ignorantes, apocados, resentidos y se envalentonan con el respaldo de una pandilla violenta y pendenciera. Los Metaleros son similares a los anteriores, pero mechudos, pacíficos y solo piensan en su música. Se la pasan con unos palitos golpeando cualquier cosa mientras llevan el ritmo, bailan empujándose unos a otros, y tienen un caminado y una forma de hablar muy particulares; típico de gambas y marihuaneros.

Otros se complican la vida con asuntos menos radicales, como los vegetarianos, que se obsesionan con la alimentación e investigan los productos antes de consumirlos. Practicarlo en casa no es problema, pero al salir pasan muchos trabajos. Porque rechazan una presa de pollo, el pescado o un buen filete, los tildan de cadáveres, y algunos tratan de convencer a los demás del disparate que cometen al consumirlos. Por su parte prefieren lechuga, papa cocinada, verduras al vapor y de sobremesa yogur o té verde. 

Más complejos y obsesivos son los veganos, porque no ingieren ningún alimento de procedencia animal. Si es trabajoso planear el almuerzo en una casa donde se consume dieta normal, no quiero imaginar lo que será diseñar un menú variado con tantas restricciones; ni hablar de llegar a un parador de carretera a preguntar qué pueden ofrecerles. También son comunes quienes aseguran que comen de todo, pero a la hora de la verdad son complicados y exigentes, porque cualquier preparación diferente a lo básico los espanta y a todo le sacan pero.

Es normal que todos tengamos resabios, pero algunos se pasan de la raya. Como no poder dormir con cualquier ruido o reflejo de luz; o los escrupulosos que ven suciedad en todo y sufren lo indecible; ni qué decir de los que quieren mantener el carro como lo sacaron del concesionario. Dejarse abrumar por ese tipo de chocheras solo produce ansiedad, estrés, mal genio, angustia y desazón. Como es de bueno vivir sin tanto perendengue.