Al salir a vacaciones de fin
de año sabíamos que pronto iríamos a temperar a La Graciela, la finca familiar
localizada a orillas del río Chinchiná. Claro que tocaba esperar unos días
mientras las mamás organizaban todo, además de llevarnos a motilar, al
odontólogo y a una revisadita con el doctor Jairo Villegas. Porque la estadía
era de mes y medio, y solo los papás madrugaban para subir a trabajar.
Por fin llamaban a decir que
después de almuerzo pasaba el camión a recoger corotos y muchachitos, operación
que se repetía donde las tres hermanas: Lucy, Gracielita y mi mamá. La Mona,
como le decían a Lucy, llamaba varias veces a advertirle a mi madre que
revisara bien para que no se le olvidaran la mitad de las cosas, porque ella la
conocía… Y es que así la finca estuviera bien dotada, debía hacerse un trasteo
con todas las de la ley; de manera que a cargar colchones, ropa de camas,
lavadora, canastas de gaseosa, ollas y cuanto trasto hiciera falta.
Al caer la tarde llegábamos
a la finca y nos tirábamos de ese camión a corretear como locos, igual que los
perros cuando los sueltan, y lo primero era ir al guayabal, el potrero donde pastaban
las bestias, a mirar cuáles estaban disponibles para las cabalgatas. Sin
embargo el tío Roberto, quien era el alma de la temperada, siempre conseguía
prestados otros semovientes para satisfacer la demanda. Entonces el programa
era estar pendientes de la llegada del viaje con los animales para verlos
desembarcar.
Desde el primer momento empezaba
la cantaleta de las mamás: que vengan a ayudar, que sacudan los zapatos para
entrar a la casa, que se quiten los cadillos, que a lavarse las manos, que
cuidadito pues… Cada matrimonio tenía su cuarto, donde se acomodaban con los bebés,
mientras que al resto de primos nos repartían, por sexos y edades, en habitaciones
llenas de camarotes. Esa primera noche, antes de armar la mesa del tute y sacar
el aguardiente, el tío Roberto nos recordaba las reglas y condiciones: los
turnos para montar a caballo -según la edad-, hasta dónde podíamos ir, cuánto
tiempo, además de ayudar a desensillar y bañar las bestias. La prohibición de
ir solos al río, los horarios de las comidas y cuáles de los hijos mayores
podían sentarse a la mesa con los adultos, y otras tantas indicaciones por el
estilo.
Desde el primer día
preguntábamos cuándo empezaba la pólvora, sin la cual era impensable la
Navidad, y nos respondían que el día del alumbrado. Llegada la fecha
esperábamos con ansias la caída de la tarde, cuando el tío abría el cuarto de
los aperos y empezaba a repartirles a los mocosos, que desde temprano
esperábamos en fila, papeletas, buscaniguas, silbadores, velitas romanas y
pliegos de totes. Los adultos echaban los voladores y para los globos
participábamos todos: unos se trepaban a la chambrana, otros cogían las puntas,
los que se turnaban para echar china, y la metida del hisopo encendido que
estaba a cargo de un grande. Después quedaba darle las tres vueltas antes de
soltarlo, lo que hacíamos por turnos.
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