lunes, diciembre 21, 2015

Clavo caliente.

Defiendo como gato patas arriba el proceso de paz adelantado en La Habana, porque es la oportunidad más clara que he conocido de alcanzar un acuerdo que nos lleve algún día a disfrutar un país donde pueda vivirse en paz y armonía. Estoy seguro de que no me tocará ver los resultados, porque son muchos los entuertos por enderezar, pero que al menos las noticias sean de cosas positivas y no de tanta muerte y destrucción.

Mis primeros recuerdos se remontan al barrio Estrella donde viví hasta los siete años y esa primera infancia fue en la calle donde jugaba con mis hermanos y vecinos; ningún peligro nos acechaba, no había violadores ni conocíamos la palabra secuestro, tampoco robaban muchachitos y ni siquiera los carros nos pisaban. Nada, todo era tranquilidad. En el único canal de televisión que disfrutábamos, en blanco y negro, nuestros ídolos combatían a los bandidos con un látigo, como Hopalong Cassidy; Bat Masterson recurría a un pequeño bastón y muy de vez en cuando a una pistolita señorera que cargaba en el tobillo; y el Llanero Solitario desarmaba a los enemigos con una de sus balas de plata que impactaba precisa en el revólver del contrincante.

La muerte y la sangre no existían en nuestro entendimiento hasta un día, al caer la tarde, cuando se regó por el barrio la noticia que habían matado a un señor al frente de La Alaska. Sin entender de qué se trataba el asunto corrimos hacía allá, donde encontramos un tumulto que por fortuna nos impidió observar lo sucedido: un apache asesinó a don Floro Yépez cuando se bajó del carro para abrir el garaje de su casa; al menos eso fue lo que dijeron. Esa noche nuestros padres se vieron a gatas para explicarnos que eso podía suceder, que una persona le quitara la vida a otra.

Un año después llegamos al barrio La Camelia, incipiente y aislado, donde visitábamos a diario la tienda Milán de don Manuel López,  frente a la entrada del Batallón por la avenida Santander, para hacer mandados y comprar mecato. Muchas veces vimos cómo chorreaban coágulos de sangre por detrás de las volquetas que venían cargadas de cadáveres, caídos en los enfrentamientos del ejército con los pájaros de la violencia política, durante la fuerte arremetida del gobierno conservador de Guillermo León Valencia. Mi papá mantenía escondido un libro sobre el tema que contenía fotos aterradoras, y no era sino que nos dejaran solos para extasiarnos al mirar las dantescas escenas una y mil veces. Ahí perdimos la inocencia.

Vivimos pubertad y adolescencia en la calle; maldadosos, inquietos, dañinos y nunca nadie siquiera nos amenazó. Empezamos a tomar traguito y el programa era en el centro abejorriando coperas en los cafés, hasta el amanecer, cuando salíamos rascados para la casa mientras cantábamos y hacíamos bulla, sin que el concepto atracador o peligro cruzaran por nuestras mentes.

Y entonces empezó a joderse este país y además de las guerrillas tradicionales apareció el M-19 y el holocausto del Palacio de Justicia; y Pablo Escobar con la maldición del narcotráfico; paramilitares, retenes guerrilleros, bandas criminales, los diferentes carteles, el ácido a las mujeres, los niños violados y todo este terror que nos asfixia y estremece. Y la corrupción, que se encargó de hacernos perder la confianza en las personas y en las instituciones. Por eso me aferro a ese clavo caliente que representa la esperanza de lograr negociar con las FARC, porque por algo se empieza. No encuentro una opción diferente al proceso de paz que seguir dándonos plomo, y yo, más guerra, no quiero.

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