lunes, diciembre 21, 2015

Todo produce cáncer.

Nada más cierto que la sentencia que asegura que todo lo bueno hace daño, está prohibido o es pecado. Puede tratarse de algo sano o inocente y sin embargo algún pero le encuentran, situación que mortifica a quienes creen en todo lo que oyen, esos que no tienen poder de discernimiento ni de analizar la información que reciben. Gentes sin carácter, maleables y cuya personalidad parece una veleta.

Nunca he parado bolas a esos estudios que publican a diario sobre alimentos, productos o situaciones, como montar en bicicleta, cuyo consumo puede causarnos cáncer u otro tipo de enfermedad grave. Son tantos los tabúes, creencias, recomendaciones y demás vainas que prohíben, que solo falta que digan que respirar puede ser nocivo para la salud. Un día publican que la sal, otro que el material de ciertos juguetes, después salen con que los alimentos quemados o preparados en la parrilla, o que la pintura utilizada en las cunas para bebés son altamente cancerígenos.

Hay quienes se vuelven paranoicos con semejante avalancha de información y para evitar contraer un mal cualquiera, empiezan a coger mañas y resabios que les convierten la vida en un infierno. La alimentación se vuelve un asunto complicado, empiezan por volverse vegetarianos y de ahí siguen a veganos, que es cuando deciden ingerir solo productos vegetales; además de las carnes de todo tipo, quedan prohibidos también los huevos y los derivados lácteos. Lo que no saben muchos por aquí es que algunas legumbres y hortalizas que conforman su dieta diaria son regadas con agua del río Bogotá, la mayor cloaca del país.

Sabrán sociólogos y demás conocedores a qué hora fue que se fregó este planeta, porque durante mi niñez, pubertad y adolescencia nunca oímos hablar de todas esas pendejadas que se inventan hoy en día. Para alimentarnos no había misterios o prohibiciones y ni siquiera oímos mencionar palabras como triglicéridos, colon irritable, cirujano maxilar, lactosa, fonoaudióloga, colesterol, diálisis o cualquiera de los tantos términos que nos apabullan ahora.

Del cáncer supimos ya creciditos, por cierto con muy poca frecuencia, porque pocos se morían de ese mal; o no nos enterábamos y tampoco existía la tecnología para diagnosticarlo. En todo caso nuestra crianza fue al sol y al agua y no recuerdo que nos hubieran embadurnado con bloqueador solar, repelente de insectos o cualquier otro producto por el estilo. Y aunque ya viejo el temido mal me pasó factura, supongo que fue porque me tocó en suerte, pues a ninguno de mis compañeros de andanzas de entonces –hermanos, primos, vecinos, etc.- les sucedió igual.

Lo cierto es que a la industria que le toque en turno el señalamiento que su producto presenta riesgo de ocasionar cáncer, enfrenta un reto difícil porque la información se riega como pólvora y en el mundo entero son muchas las personas que dejan de consumirlo. La mera sospecha los invita a evitarlo, así sea por un tiempo, lapso suficiente para causar estragos entre quienes dependen de esa actividad económica.

Además las noticias sensacionalistas resaltan el peligro, pero poco dicen acerca de que el consumo es dañino cuando es en exceso; como lo sucedido con las carnes rojas y embutidos, que mientras se ingieran de manera controlada y esporádica, los consumidores corren el mismo riesgo que el de los vegetarianos de sufrir la enfermedad. Hasta el deporte es perjudicial practicarlo en exceso. Por ello es recomendable consumir una dieta sana y balanceada, y que cuando se antoje de un chorizo o una chuleta, pueda comerlo sin miedos ni remordimientos. Porque sin duda es mejor morirse de cualquier cosa, menos de ganas.

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