viernes, noviembre 13, 2015

Decían las mamás… (I)

José Fernando ‘El flaco’ Marín presenta en la emisora cultural Remigio Antonio Cañarte su ‘Carnet de caminante, Pereira 1950-1970’. Se trata de reminiscencias de la ciudad vecina y al referirse a la vida en familia, las costumbres y sobre todo la forma de expresarse las mamás, me da golpe la similitud con lo vivido en nuestra casa por la misma época; también las comenté con un amigo y de inmediato las recordó, y se identificó con ellas. Entonces se me ocurrió recurrir a mi hermana mayor para que entre ambos nos acordáramos de términos y expresiones.

Cuando un muchachito decía palabras feas, boquisucio que llaman, mi mamá amenazaba con meterle en la trompa cáscaras de huevo que dizque mantenía en el horno, para que aprendiera a respetar; y si rechistaba, zambo altanero, seguí así y te volteo el mascadero. Al que contestara de mala gana o de forma golpeada lo invitaba a bajarle al tonito; si alguno mostraba pereza para hacer un oficio lo tildaba de descomedido, y si lo hacía de mala gana le recomendaba ponerle fundamento.

Con regularidad nos supervisaba el baño y se aparecía con el estropajo y la piedra pómez. A quien tuviera tierra en el cuello le preguntaba si pensaba sembrar papas; luego pasaba a las orejas, los sobacos, y dele con ese estropajo; después le ordenaba que se lavara bien las partes, para seguir ella con los jarretes y terminar en los pies, donde restregaba con la piedra pómez hasta dejarlos en carne viva. Si el muchachito se quejaba por la brusquedad, ella respondía que no fuera zalamero que de eso no se había muerto nadie.

Al ver un clóset abierto comentaba: ¿Aquí dan misa ahora?; si uno preguntaba por qué, respondía que las únicas que mantienen las puertas de par en par son las iglesias. Después de cada comida revisaba la mesa y si alguno dejaba el puesto sucio, aseguraba: Ve… aquí comió un perrito. Por la noche, al despedirse uno para irse a dormir, recomendaba lavarse los dientes, hacer pipí y rezar alguna oración, nunca acostarse como un animalito. A la mujer que se sentaba con las piernas abiertas le preguntaba si iba a tener un muchachito; si por alguna causa mi papá estaba en la casa en horario laboral, ella decía tener el santísimo expuesto; a los problemas familiares los llamaba pasiones y por muy triste que estuviera, se mantenía bien arreglada porque las penas tienen su pudor.

Estar manga por hombro era algo machetero o desordenado; las cosas que no servían y estorbaban, reblujo; desgualetado a quien anduviera de camisa afuera y calzones caídos; julepe al movimiento y al agite; y enguanda para algo complicado e inoficioso. Cuando la prole estaba inaguantable se cogía la cabeza, miraba al cielo y exclamaba: ¡Ustedes me van a llevar a la tumba, tengan caridad! A una hija o parienta que estuviera mal arreglada, le soltaba: Qué es esa facha tan infame, mijita; francamente… ¡hágase algún beneficio!

Si llamaban por teléfono antes de las 8 de la mañana o después de las 9 de la noche, contestaba golpeadito y decía que esa no era hora de llamar a una casa decente. Para pedirle algo a mi papá, un libro para el colegio, unos zapatos, un permiso, le preguntábamos a ella cómo estaba la marea: Ni se le ocurra porque amaneció con el mico al hombro; ese hombre anda de muy mala vuelta y allá está pegado del periódico haciendo una trompa que da nudo; espere mijito a que amanezca enguayabado y verá que eso es como con la mano.

Decían las mamás… (II)

Produce nostalgia saber que esas expresiones que heredamos de los mayores morirán con nuestra generación, porque a la juventud actual le tocó una época muy diferente en todos los aspectos. Su léxico está enfocado a la tecnología y la modernidad, y pocos se interesan por mantener viva la tradición oral; tampoco le jalan a las actividades  culturales o a la lectura. Otra cosa es que ahora los muchachitos comparten con la mamá un ratico por la noche y los fines de semana, mientras que nosotros la teníamos de tiempo completo. Sigo pues desempolvando terminachos.

Siempre que caía un rayo mi madre se daba la bendición y exclamaba: ¡Santa Bárbara bendita! Al achapado que aparentaba juicio o inocencia le decía mosca muerta; güete o privada era estar feliz; a cualquier exceso de expresividad, zalamería, repelencia. Al poco hábil para un oficio, no le dicta; a una angustia, entripao o capilla; no decía loco sino deschavetao; un peye es algo de mal gusto, raído, inservible; para una ‘muda’ muy elegante, percha o trusó; y la ropa que se lleva puesta,  encapillao.

Si uno de los niños estaba achilado, mi madre lo llamaba: Fulanito, diga a ver qué le pasa que anda remontado hace días; y mire esa facha, parece de la violencia… péinese las greñas y métase la camisa a ver si queda más presentable. A veces llegaba de hacer mandados, rendida, se echaba en la cama y sentenciaba: Me les voy a maluquiar… vengo rechinada con ese resisterio... además, con semejante patoniada traigo los pies como unos bancos.

Durante nuestra adolescencia mi mamá se acomodó al lenguaje que acostumbrábamos y era común oírla decir que tenía la malpa, estaba friquiada o que había amanecido con la fiaca. Si le pintábamos cualquier programa llamativo, respondía: Meto; porque eso sí, novelera como ninguna. Una vez la llevé a Pereira a hacer una vuelta y al parar en la carretera a mecatiar, antes de meterle el diente a las viandas preguntó: ¿acaso no vamos a pedir gasimba?

El sufridor para amortiguar o evitar tallones; pedir de manera lastimera, lambrañar; la solterona, quedada; en vez de siesta, cocha o perrito; la muchacha díscola, grilla o brincona; algo insignificante, ñurido, piltrafa, viruña; el platudo, acomodao o pudiente; el muy pendejo, atembao, sorombático, bajito de punto; zapotiar, picotear la comida o dejar algo empezado; berrinche para una pataleta o un fuerte olor a orina; y quien se desempeña con facilidad en alguna actividad, tiene mucha cancha. Para pedir un favor, hágame una caridad; un paquete grande, joto; un mocoso repelente, culifruncido; la cuelga era el regalito de cumpleaños; y el juego brusco de los niños, patanería o rochela.

Los problemas familiares, pasiones; y emprender cualquier actividad, poner función. Cuando se desesperaba con los muchachitos se cogía la cabeza, miraba al cielo y exclamaba: Cristicos, jesusitos… ¡me les zafé! Algo muy iluminado o aparentador, parece un altar de corpus; alguien con mal semblante, traspillao; de dudosa procedencia, de medio pelo; el pedigüeño y quejica, cagalástimas; y quien se notaba bajo de ánimo, cariacontecido. Si en un velorio los familiares del muerto parecían tranquilos y sonreídos, comentaba que estaban muy buenos de tristes.     

Celosa de su estirpe, tan común en ellas, ya en edad de tenoriar nos recomendaba antes de salir: Cuidadito pues se me aparecen aquí con una pájara porque me da un infarto. Porque eso sí, cualquier mujer voluptuosa, sexy y con prendas sugestivas, la tildaba de inmediato como una negra asquerosa. Y que el remate sea el que acostumbraban nuestros mayores para cerrar cualquier discusión: ¡Porque sí, porque yo digo y punto!

Cómo es posible…

Con regularidad publican estudios realizaos por universidades de renombre internacional, en los cuales miden comportamientos y costumbres de quienes habitamos este planeta. Aunque muchas veces la información suena superficial y de poco interés, la espinita de la curiosidad nos obliga a ojear qué lugar ocupamos en la lista de los pueblos más felices, qué tan sedentarios somos, cuántos libros leemos, cuál es el consumo de carne, cómo preferimos dormir, si nos defendemos en desempeño sexual, si somos fieles e infinidad de banalidades por el estilo.

No recuerdo es que se hayan referido a qué tan permisivos somos, porque seguro estaremos entre los primeros lugares. Los colombianos nos tenemos confianza cuando se trata de criticar, renegamos por todo, vivimos escandalizados con las situaciones aberrantes que suceden a diario y nos lamentarnos de nuestros dirigentes, pero al momento de protestar nadie está dispuesto.

Tenemos claro que en cualquier rincón del planeta los poderosos son quienes ponen las reglas y se lucran de los demás, aunque en otras latitudes lo hacen con sutileza mientras que en nuestro medio actúan de frente, sin ambages ni vergüenza porque se saben frente a un rebaño de ovejas que hacen fila para que las esquilen; o las esquilmen, palabra que se acomoda mejor a nuestra realidad.

Cómo es posible, por ejemplo, que nuestra justicia opere de una manera a todas luces indebida, porque está politizada, es corrupta y manipulable, y el pueblo vea pasar ante sus marices todo tipo de irregularidades sin que nadie tenga una herramienta para impedirlo. Qué indefensión tan angustiante. Saber que en este país usted puede cometer cualquier tipo de delito y mientras pueda contratar a uno de los abogados mediáticos –Granados, Lombana, De la Espriella, Iguarán y demás personajes por el estilo-, tiene la seguridad que lo sacarán libre o como máximo recibirá una condena mínima para cumplir desde su domicilio.

Lo sucedido con el juicio por el asesinato del joven Colmenares parece un guion de telenovela y pasan los años sin que se dicte una sentencia. Mientras tanto resultan testigos falsos, liberan a unos mientras involucran a otros, las muchachitas como que sí pero que tal vez, y los abogados echan mano de todas las argucias habidas y por haber para evitar la condena de sus defendidos. Todavía más escandaloso el proceso contra Samuel Moreno, quien después de amangualarse con su hermano para llenarse los bolsillos con dineros mal habidos, contrató abogados expertos en dilaciones para evitar la realización del juicio y a ese paso está a punto de recobrar la libertad por vencimiento de términos.    

Todos los días desfilan frente a nuestros ojos unos casos que en medio de la ira producen a veces hasta risa, por absurdos y reprochables, y todos nos preguntamos cómo es posible que semejantes bandidos se salgan con la suya ante la mirada atónita de un pueblo que no reacciona, que espera en la comodidad de su casa que sean los demás quienes protesten y hagan valer sus derechos. No voy a la marcha porque se me embolata el almuerzo, parece que va a llover, se tira la siesta, es muy peligroso, voy a la próxima porque tengo como ganitas de entrar al baño…

Y llegan las elecciones y votamos por los mismos, situación que nos condena a soportar esta realidad por los siglos de los siglos. 

Analizo procederes.

Parece increíble que nuestro ADN se diferencie del de los primates por un estrecho margen y que en esa mínima diferencia contemos nosotros con el poder de raciocino. La inteligencia humana es tan maravillosa que nos permite dominar a los demás seres vivos sin importar su fiereza o condición física, lo que nos sitúa por encima de la cadena alimenticia. Lástima grande que el hombre no haya asumido con responsabilidad el cuidado del planeta, mientras los seres irracionales nos dan ejemplo de cómo se respeta la naturaleza.

Cada mente es un mundo capaz de las proezas más inimaginables, un puente que nos conecta con la realidad y permite que interactuemos con ella. Nuestro intelecto no tiene límites y está en cada quien aprovecharlo en la medida que su condición lo permita, porque nada produce tanta satisfacción como cultivarlo y mantenerlo activo. Dice el mito que Einstein, el científico por antonomasia, utilizó solo el 10% de su cerebro, lo que nos invita a cavilar acerca de cuánto lo explotamos las personas del común. 

Lo cierto es que muchos mantienen el cerebro en vacaciones y para subsistir siguen a la manada, como los animales, sin interesarse en nada que pueda aportarles información o cultura. Esas mentes vacías son terreno abonado para influenciarlas con cualquier causa o creencia, receptoras naturales de basura digital y programas insulsos, fáciles de cautivar y con un déficit absoluto de carácter. Cuando me detengo a analizar algunas de las acciones que realizan me pregunto hasta dónde puede llegar la estupidez humana.

Como los Récord Guinness, que embelesan a tantos, donde por ejemplo certifican a la persona que tiene las uñas más largas del planeta; una vieja con garras de un metro en cada dedo que posa orgullosa y muestra su trofeo. Acaso no es consciente de que ha desperdiciado la vida con esa enguanda, porque basta imaginar lo que será vivir el día a día con semejantes garfios; vestirse, rascarse un oído, ir al baño, comer…

Hace años hice un programa de televisión con un personaje de Armenia a quien le faltaba visitar unos pocos países del mundo para que le dieran el ansiado certificado. Decepcionado quedé al enterarme de que el tipo llegaba a un país, se tomaba la foto en un sitio emblemático, compraba la camiseta correspondiente y corría hacia el siguiente destino; nunca se interesó por la historia, la cultura, la gastronomía o cualquier dato de interés del sitio visitado. Qué desperdicio la plata en manos de semejante badulaque.

Me da golpe oír a la gente decir que su mascota consiguió pareja, que los animalitos se adoran, coquetean y hasta hacen el amor. Se les olvida que los únicos que tenemos sentimientos somos los humanos, mientras el resto se basa en instintos; ellos no hacen el amor, se aparean. Un perro se le trepa a cualquier hembra en calor sin importar el vínculo de sangre que tengan. Y que tal el can que declararon héroe y homenajearon con medalla porque descubrió un cargamento de droga, cuando el chucho lo único que esperaba encontrar era un hueso carnudo, que fue como le enseñaron.

Estúpidos quienes se hacen matar por un equipo de fútbol, quienes permiten ser manipulados por sectas y religiones, quienes no disfrutan la vida por atesorar, aquellos que rinden pleitesía a artistas y demás personajes, y miles de etcéteras. Mención especial para los que acampan durante varios días en las afueras de un almacén para ser los primeros en comprar un dispositivo cualquiera; porque ni siquiera van en busca de un descuento. Esos sí son los campeones de la estulticia.

Consumidores a granel.

Hace cincuenta años la única manera de adquirir la canasta familiar era en la plaza de mercado, lugar que visitaban los clientes de jueves a domingo por ser los días de mayor oferta y por ende de los productos más frescos. Disfrutábamos mucho el turno de acompañar a la mamá, sobre todo porque algunos tenderos tenían la costumbre de regalarnos monedas, las mismas que gastábamos donde Carmelita, una señora que vendía dulces artesanales en uno de los pabellones. Lástima que hoy en el sector campee la inseguridad, además del desorden de los vendedores informales que invadieron todo espacio disponible.

En aquella época los más acomodados evitaban ir a la ‘galemba’ y simplemente llamaban por teléfono a La Colmena, de don Antonio Llano, que allá quien contestara les tomaba el pedido; cada cliente tenía una lista de mercado impresa y simplemente leía los productos y decía cuánto quería de cada uno. Luego empacaban todo en canastos grandes que llegaban a las casas en las camionetas de reparto; ese negocio se distinguió por manejar las mejores marcas y ofrecer mercancías de excelente calidad. El mercado libre ha sido otra opción para conseguir los productos básicos y el primero que recuerdo funcionó en el parque Liborio; después durante muchos años detrás de Caldas Motor; y el actual, bastante limitado, en la entrada al barrio Peralonso.  

El salto a la modernidad lo dimos a mediados de 1970 cuando inauguraron el primer supermercado, La Milagrosa (calle 24 con carrera 17), a una cuadra del almacén París, negocio que acondicionaron en un antiguo convento al que le tumbaron algunas paredes para obtener el espacio necesario para acomodar las góndolas. Claro que tampoco es que fuera mucha el área requerida para ese tipo de negocio, ya que a diferencia de ahora que la oferta de productos atiborra las estanterías, en esa época de cada mercancía se ofrecían dos o tres marcas; Fruco o La Constancia, Luker o Corona, La Rosa o Noel, Lux Kola o Postobón…

Poco tiempo después construyeron el centro comercial Los Rosales, enseguida del Seminario Mayor, cuyo primer piso fue destinado a un supermercado que llevó ese mismo nombre. Fue muy bien recibido por la población residenciada en el sector, ya que hasta entonces no existía ningún tipo de comercio y para adquirir cualquier producto era necesario ir al centro; claro que también estaban las tiendas de barrio para solucionar urgencias y necesidades. Después de este primer negocio montaron otros que también desaparecieron con el paso del tiempo, hasta que empezaron a llegar las grandes cadenas a monopolizar el mercado.

En la actualidad hay una proliferación de supermercados que nos hace preguntar cómo es que hay tantos consumidores en la ciudad, porque pueden contarse dos o tres mercados de esos en una sola cuadra. Y basta entrar a cualquiera para observar las filas de clientes en las cajas con sus carritos llenos de productos, mientras por los altoparlantes anuncian promociones que atraen compradores como si de moscas se tratara. El consumismo en su máxima expresión se refleja en esas góndolas pletóricas de productos coloridos, provocativos y variados, la mayoría de ellos artificiales e insalubres.

La política de estos negocios es cubrirle al cliente todas las necesidades y después de amarrarlo por medio de una tarjeta de crédito, proveerle servicios hasta escurrirlo. Varias multinacionales compiten con una empresa manizaleña en el negocio de los supermercados, esfuerzo digno de admirar porque se enfrenta a rivales de mucho peso. Por ello debemos apoyarla para que las utilidades se queden aquí y no vayan a parar a los bolsillos de los inversores extranjeros. 

Libertad o libertinaje.

A mi generación le tocó enfrentar una época bien difícil, porque nos criamos regidos por unas reglas pero a la hora de educar a nuestros hijos las condiciones empezaron a cambiar. Varió el trato entre adultos y menores, el mismo que perduró durante siglos con las variantes correspondientes a cada época y lugar. Como en todo, la justa medida que aconsejan la razón y la mesura debe imponerse, porque así como es repudiable el maltrato a los menores, estos tampoco deben abusar de su condición.

La regla de oro que nos inculcaron desde chiquitos fue el respeto a los mayores, lo que incluía personas de todo tipo y condición social. Siempre que uno respondía sí o no a cualquier requerimiento, no faltaban los papás, el profesor u otro adulto que expresaba en voz alta: ¿Sí qué?, sí señor, debíamos agregar. Fue tanta la repetidera que al fin lograron inculcarnos la instrucción, hasta convertirse en hábito de nuestro vocabulario. Aprendimos a decir permiso, buenos días, gracias, con gusto, por favor…

En cada hogar regían unas reglas que todos acataban sin chistar, las mismas que los papás no tenían que estar repitiendo a toda hora porque para los hijos era algo que se convertía en costumbre. El no cumplimiento acarreaba una serie de castigos que no pasaban de un recorte en la mesada, prohibición de sacar la bicicleta o no poder salir durante el fin de semana. Claro que también había violencia familiar y algunos adultos maltrataban a los hijos; papás que se quitaban la correa y les metían unas pelas brutales a la prole.

También era común que los profesores les cascaran a los alumnos, sobre todo a los más pequeños; darle con una regla en las corvas o en la palma de la mano cuando el mocoso no entendía. En el Colegio de Cristo los Hermanos Maristas utilizaban un instrumento de madera, la Chasca, que hacían sonar para reclamar silencio en el salón; claro que además lo utilizaban para darle en la cabeza al que estuviera muy cansón. Y en el Gemelli el profesor Oxfaro Bustamante, de educación física, tenía un anillo inmenso con el que le daba coscorrones a quien no cumpliera con la rutina.

Por fortuna en la actualidad existe la policía de menores para evitar esos abusos, aunque se les va la mano y ahora los padres de familia no pueden siquiera reprender a los vástagos porque los ponen en vueltas. Por ello tantos zambos se crían sin dios ni ley y desde pequeños irrespetan a los mayores; y después no tienen inconveniente en coger a las trompadas al policía que los reconviene.     

En mi época nunca oímos hablar del libre desarrollo de la personalidad, licencia que aprovechan ahora muchos jóvenes para comportarse como unos salvajes. Otros echan mano de esa figura para actuar de una manera que molesta e incomoda al resto de la sociedad. Lo sucedido con Sergio Urrego en Bogotá es muestra de ello. Porque un muchacho puede escoger su preferencia sexual, pero no pretender besuquearse con el novio en el colegio y que nadie diga nada.

Oí a la rectora del colegio, desde la cárcel, leer unas cartas escritas por el joven mencionado. En ellas habla de su odio a la vida, sus tendencias suicidas, una rebeldía innata e infidencias con su enamorado que confirman un comportamiento reprochable; como sugerirle al noviecito que no usara calzoncillos para facilitar el manoseo en clase. Por fortuna yo no era profesor de ese colegio porque los hubiera sacado del salón a los correazos, por degenerados e irrespetuosos, y ahora enfrentaría una larga condena.