sábado, diciembre 10, 2016

Pago por ver.

Nada más cierto que cuando dicen que nadie se muere la víspera, porque sin importar la edad o la condición física, en cualquier momento una persona puede ser llamada a cuadrar caja. Sobre todo cuando se llega al sexto piso, ya que es común que de ahí en adelante el ser humano sea más vulnerable debido a la acumulación de calendarios, los mismos que vienen acompañados de un cúmulo de achaques. Por eso no puede uno dejar de pensar que en cualquier momento se le puede aparecer la ‘pelona’ para llevárselo, lo que sin duda representa un difícil momento para el escogido.

Además de la pena de dejar a los seres queridos, al menos yo, tendría mucha curiosidad por conocer el final de ciertas situaciones que me han mantenido en vilo por muchos años, así sean cosas baladíes. Qué piedra, por ejemplo, morirse uno antes que Fidel Castro. A ese personaje lo he visto dar guerra desde que tengo uso de razón y a pesar de que debido a su senectud debió cederle el poder a su octogenario hermano Raúl, el comandante Fidel permanece como la figura que representa la revolución cubana. La misma que se convirtió en la piedra en el zapato para los gringos y a la cual no han podido eliminar. Qué bueno ver qué va a pasar cuando los hermanos Castro estiren la pata.    

Otro asunto que me gustaría ver finiquitado es el de ciertas obras de infraestructura que se adelantan en el país. Por herencia de mi madrecita nací novelero y no puedo enterarme de que pegaron un ladrillo o movieron tierra, porque allá tengo que ir a meter las narices. Me babeo al enterarme por la publicidad de esas autopistas con sus dobles calzadas, viaductos y túneles; ver por fin a los trenes recorrer el país y los grandes planchones moviendo carga por el río Magdalena.

Algo que no veré, ni nadie que esté vivo hoy, es a este país en paz; claro que al menos se negocia con los más importantes grupos insurgentes y por largo que sea un recorrido siempre hay que dar un primer paso. Después pasarán varias generaciones para que nuestro territorio alcance la justicia social, cuando desaparezcan plagas como la corrupción, el narcotráfico y demás modalidades de bandidaje. Estamos muy retrasados en comparación con los países del primer mundo, pero así como ellos también pasaron por épocas oscuras antes de lograr la tranquilidad en que viven ahora, a nosotros nos queda la esperanza de lograr ese grado de desarrollo algún día.

Cómo se va a ir uno para el otro toldo sin saber dónde caerá el globo de Venezuela. Todas las noticias hacen creer que la situación no aguanta más y sin embargo el dictadorzuelo sigue atornillado al poder. Marchas, protestas y cacerolazos se repiten a diario, mientras el pueblo raso que respalda a Maduro se viste de rojo y también sale a marchar para demostrar lo dividido que está ese país.

Me gustaría asomarme por un huequito desde el más allá para seguir el desarrollo de mi querida Manizales. Nada me guste más que enterarme de proyectos y obras que se adelantan en la ciudad, hacerles seguimiento y visitarlas con los amigos. Claro que a este paso no alcanzaremos ni siquiera a ver funcionar de nuevo el cable a Los Yarumos y mucho menos disfrutar de nuevas rutas del cable vía. Todos los candidatos a la alcaldía prometen varias líneas y después no salen con nada; o sino miren al actual mandatario, que al paso que vamos solo va a cumplir con el hospital para mascotas.

Memorias de barrio (17).

Nada que llame más la atención que lo prohibido, porque asegura que se trata de algo misterioso. No me canso de repetir que las mamás de antaño fueron mujeres increíbles que levantaron proles numerosas mientras administraban un hogar católico y disciplinado; cuando un niño tenía cuatro años había por lo menos otros dos hermanitos más chiquitos y por lo tanto salía para la calle desde temprana edad a enfrentarse con la vida.

Después de tirar la puerta de la casa quedábamos en absoluta libertad, porque bien es sabido que la mamá no tenía cómo saber en qué andábamos, a menos que jugáramos al frente de la casa. Por fortuna, para proceder con esas pilatunas censuradas teníamos a nuestra disposición todos esos terrenos que ocupan hoy el barrio La Camelia y sus alrededores.

Las comitivas estaban absolutamente prohibidas sin la compañía de un adulto, pero para nosotros así no tenía gracia porque no nos dejaban meter la mano. Entonces planeábamos la estrategia para realizar una bien sabrosa y para ello cada uno de los miembros de la gallada debía aportar algo: plátano, papas, caldo de sustancia, cebolla, tomate y demás ingredientes, además de cubiertos, platos y en vista de que utilizar una olla era imposible, porque tocaba dejarla reluciente a punta de ‘bom-brill’, la solución era cocinar en un coco de galletas. 

Desde muy chiquitos cargábamos una navajita en el bolsillo, con las que picábamos todo ese revuelto antes de echarlo en la el tarro; el resultado era un caldo insípido y desagradable, caliente como el infierno. Entonces alguno comentó que eso lo que necesitaba era una gallina y que él sabía una técnica para ‘pescarlas’. Bastaba tirarles un puñado de maíz, uno de cuyos granos iría amarrado con un nylon, para que una vez tragado no fuera sino jalar.

La vaina nos quedó sonando y le dijimos a mi mamá que le pidiera a una tía que tenía una casa campestre enseguida del aeropuerto La Nubia, para hacer un paseíto con los amigos del barrio. Nos la prestó de una y el sábado, después de instalarnos en La Finquita, salimos de excursión a conseguir la ‘proteína’ para el sancocho. Bajamos hasta Chupaderos y luego recorrimos gran parte de la región y en ninguna parte nos funcionó el cuento de la pesca con maíz, hasta que vimos en un guadualito que había al lado de una pesa para camiones, enseguida de la entrada para el Club campestre, hoy Bosque popular, un grupo de gansos grandes y gordos.

Después de matar uno a los garrotazos nos fuimos para la finca a prepararlo, pero Maruja, la casera, estaba reacia a colaborar. Tocó entonces prometerle la mitad de la carne y ahí sí aceptó, y trajo un balde metálico con agua para ponerlo en una fogata a hervir y así poder desplumar el pajarraco. Estábamos en esas cuando apareció el policía del aeropuerto a investigar sobre el animal desaparecido; preguntó para qué era el agua y respondimos que para un caldo Maggi, mientras hacíamos piruetas para tratar de pararnos encima de algunas plumas y el hombre comentó que si no sería como mucha agua para hacer un caldito.

El tombo nos pilló y prometió regresar para buscar el cuerpo del delito, por lo que nosotros salimos despavoridos para la casa. No más llegar, mi mamá supo que algo nos había pasado y no demoró mucho en hacernos ‘cantar’; el animal sacrificado resultó ser de una prima de ella y el asunto generó tremendo lío familiar. Ni hablar del regaño que nos metieron y del remordimiento que sentimos por el pobre animalito.

Memorias de barrio (16).

Llegamos a vivir al barrio La Camelia en 1963 y debido a que el vecindario era reducido, la pandilla de amigos bastante limitada. En vista de que la mayoría de ellos no estudiaban en nuestro colegio, era común que algunos compañeros de estudio se aparecieran por el barrio para disfrutar de la maravillosa pista para carros de balineras que teníamos; arrancaba en la avenida Santander con calle 70 y bajaba hasta la iglesia de Palermo, siete cuadras, sin ninguna edificación que obstaculizara la visual.

Frente a la estación del cable aéreo vivía uno de ellos, compañero del colegio que buscaba nuestra compañía porque donde él residía no tenía barra de amigos. En esa época los niños éramos muy amigos de tener animales en el patio de la casa; criábamos pollos de engorde, gallinas ponedoras, palomas mensajeras, conejos, curíes y cuanto bicho consiguiéramos. Mi mamá nos traía en el mercado un kilo de maíz trillado para alimentarlos, pero como no alcanzaba debíamos estar pendientes en la cocina de los sobrados de arroz, cáscaras de papa, cunchos de zanahoria, hojas de repollo y cuanto sobrante resultara.

En cambio a Oscar, que solo tenía una hermana mayor, le daban gusto y lo mimaban. En el patio tenía unas jaulas inmensas, fabricadas con todas las de la ley; muy diferentes a las nuestras, que armábamos con retazos de madera y el angeo más barato. Lo que más envidiábamos era que mantenía un bulto de 50 kilos de concentrado para alimentar sus animales, que por ende estaban siempre gordos y alentados. Entonces nosotros aprovechábamos cualquier descuido para echarnos puñados de cuido en los bolsillos y así darles un festín a nuestros famélicos animalitos.

Sin embargo lo que incrementó nuestra envidia fue el día que le regalaron un caballo. El zambo se pavoneaba en ese táparo para un lado y para el otro, mientras le rogábamos que nos diera una palomita, así fuera al anca. Y él cerrado en la banda que ni riesgos, que le habían prohibido prestar el animal. Tocaba entonces mostrar indiferencia y mientras el fantoche ese se daba gusto, nosotros pretendíamos estar muy entretenidos sacando gusanos de sus madrigueras. En cualquier barranco había pequeños agujeros y en ellos metíamos un espartillo recién arrancado, y no era sino esperar a que se moviera para meterle un jalón y así sacar el desprevenido bicho.

Al otro día salimos de caminata temprano para que no se nos pegara y pudiera darse el gusto de humillarnos, y arrancamos por la avenida hacia el sector de los tanques de Niza. Pues no llevábamos ni la mitad del camino y oímos el traqueteo de los cascos que se acercaban; y el mocoso para arriba y para abajo sacándole chispas a esas herraduras, y nosotros babeados de las ganas. Llegamos a la Coca cola y nos empinamos en la ventana para alcanzar a ver embotellar el ansiado líquido, mientras él muy cómodo en su caballo preguntaba si desde tan abajo sí se veía bien.

El equino pernoctaba en una manga cercana a mi casa y una mañana supimos que amaneció muerto, por lo que salimos disparados, aún en piyama, para corroborar la noticia. Resulta que el animal se enredó en el lazo y murió ahorcado, y ahí estaba Oscar que berreaba como una Magdalena al lado del táparo que empezaba a descomponerse. Nosotros no pudimos ocultar la satisfacción y mientras pateábamos el cadáver aplaudíamos y brincábamos. Ahí fue que a Oscar se le metió que nosotros le matamos el caballo, a lo que respondimos que si fuera fácil, lo habríamos despachado desde el primer día.

Las modas.

Me asombra ver a los sardinos disfrutar de una tertulia en la terraza, mientras visten prendas vaporosas que apenas los visten. Desde mi ventana los observo apertrechado contra el frío, como un muñeco de año viejo a punto de prenderle la mecha. Ellas van cómodas con sus camiseticas ombligueras, manga sisa y bluyines pescadores que cubren hasta la pantorrilla; los muchachos todos con camisa de manga corta, cómodos y relajados mientras se aplican unos aguardientes. Juventud, divino tesoro.

Ahí no queda sino reconocer que los años no vienen solos y que con la acumulación de calendarios nuestros gustos cambian, empezamos a coger resabios y mañas, los cuales se acumulan hasta alejarnos definitivamente de la juventud actual. Por fortuna a uno nadie le quita lo bailado y siempre podremos decir que también tuvimos veinte años. Cómo no recordar esas experiencias de adolescencia y juventud, cuando las modas de la época se imponían para indicarnos la forma de lucir y comportarnos.

La mayor tendencia estaba en la forma de vestir y en la presentación personal. Como coincidimos con la década de 1970, cuando los jipis impusieron sus gustos, dejamos crecer el pelo hasta que nos llegaba a los hombros, donde le dábamos unos tijeretazos para que no siguiera espalda abajo. Los crespos optaron por lucir el Afrikan Look, unas motas de churruscos que los hacían parecer un algodón de azúcar. Y en la casa los papás y en el colegio profesores y directivos a juro que nos harían cambiar de parecer.

Con las prendas de vestir sí que se presentaron novedades; llegó la moda de los pantalones de bota ancha y todos quisimos lucirlos para salir a ‘cocacoliar’. Lo primero era ir al centro, a la calle 19, donde en el almacén de Juancho Rincón se conseguían cortes de terlenka para mandarlos a hacer. Un sastre o una costurera los cortaban a la medida y de una vez se les encargaban varias camisas, de cuadros coloridos, ceñidas al cuerpo y cuellos estrambóticos.

Pero sin duda lo más curioso de esa época fueron los zapatos. Ahora me parecen ridículos y espantosamente feos, pero entonces se imponían y no quedaba sino llevarlos. Era calzado de la época de Luis XV, con tacón mediano, trompones y una hebilla grande en el empeine. Los manteníamos bien embetunados y en esos esperpentos aprendimos a caminar, porque se volvieron indispensables en la indumentaria del día. También se impusieron las camisetas sicodélicas teñidas en casa. 

En los ‘agáchese’ de la calle 19 vendían unas camiseticas chinas muy baratas; además comprábamos en la droguería Versalles una cajita de Iris, un producto para teñir. En la cocina de la casa cogíamos la olla del sancocho para calentar agua y a las camisetas les hacíamos nudos que amarrábamos con cabuya. El paso siguiente era echarlas a hervir un rato, con la anilina correspondiente, y al final se retiraban las cabuyas y el resultado era fenomenal.

Pero no todas las modas eran de prendas de vestir, muchas otras entretenciones tenían su cuarto de hora durante el año. Bastaba que alguno se apareciera con canicas o bolas de cristal y de inmediato se imponían los cinco hoyos y el pipo y cuarta. La idea era llenar los bolsillos de bolas. Con frecuencia promocionaban álbumes y todo el mundo a comprar láminas, cambiarlas y apostar de cualquier manera.   

Otro día se imponía el yoyo y a tomar ‘Coca cola’ para conseguir uno profesional; el balero o coca también tenía su espacio y recuerdo bien el pica pica, un tejido artesanal que hacíamos con tiras de plástico; eso no servía para nada, pero entretenía…

Costumbres bárbaras.

Los romanos resolvieron llamar bárbaros a todos los pueblos que vivieran por fuera de sus fronteras, sin importar el grado de cultura que tuvieran o qué tan desarrollados estuvieran. Godos, Visigodos, Germanos, Galos, los Hunos y los otros. Todos eran bárbaros. Los imperios siempre han tenido esa particularidad, mirar a los demás por encima del hombro y menospreciarlos. A través de la historia imperios y naciones poderosas han oprimido a quienes habitaban los territorios colonizados, obligándolos a cambiar sus costumbres amenazados por la cruz, la espada y el fusil.

Nunca aceptaron que así como les parecía absurdo el proceder de otras culturas y la forma de comportarse, igual pensaban los conquistados de las nuevas costumbres que querían imponerles. El pueblo milenario de la India es destino preferido de los viajeros y aunque no he tenido el gusto de visitarlo, después de oír relatos y ver programas por televisión, no me provoca ir por allá. Eso de comer con la mano derecha, sin ayuda de la otra, es una peripecia desagradable e incómoda; qué untada, qué pegote, qué sensación tan desagradable. Peor todavía el destino de la otra mano: limpiarse el fundillo. No existe inodoro y mucho menos papel higiénico, y en el piso un hueco sirve para ‘encholar’ los desechos; después saque agua de un balde y proceda con el aseo. ¡Gas!

En cambio envidio algunas costumbres del pueblo japonés, como la de quitarse el calzado antes de entrar a una vivienda. Qué puede haber más sucio y contaminado que la suela de un zapato, el mismo que recorre todos los rincones de la casa hasta reposar a pocos centímetros de nuestra cama. Y todo quien entre en la casa deja su reguero de bacterias por cuanto sitio recorre. Mejor aún la forma que tienen de saludarse, con una pequeña venia. Nada de besos, abrazos ni manoseos. En los resientes Juegos Olímpicos llamó mi atención la modita que han cogido algunos participantes de tocarse a toda hora. Cada que el equipo marca un punto a favor o entra o sale un participante, ‘chocan’ las manos, se abrazan, golpean sus pechos y hasta se besan, en medio de mares de sudor que intercambian sin ningún escrúpulo. Qué cosa tan desagradable.

Otros pueblos verán con asombro la manía que tenemos nosotros por el baño diario, esa ducha que nos damos antes de empezar el día. Algunos no serán tan rígidos pero en mi casa no lo perdonamos; así sea con agua echada si hay algún inconveniente, la cual además debe estar calientica. Resabios que tiene uno. En cambio en Europa, que supuestamente es la cuna de la civilización, son bien malitos para eso del baño diario. Muchos ni siquiera le jalan al lavado de gato.

Otra cosa que me produce escalofrío son esos pueblos que viven en lugares de extremo frío o calor. Cómo puede amañarse uno, por ejemplo, en Siberia o en Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Con ese frío tan espantoso, en invierno casi todo el año y saliendo a la calle solo a lo necesario. Qué decir del pueblo Bosquimano que habita en el desierto de Kalahari, en Namibia al sur de África, que luchan a diario para conseguir unas gotas de agua. ¡Qué pereza!

En lo gastronómico sí que tenemos gustos distintos. Por aquí se escandalizan porque en China comen carne de perro, pero no piensan lo que será para quien tiene un cerdo como mascota ver cómo consumimos porcinos sin consideración. 

Mejor no le echo más cabeza al asunto y sigo con mi rutina, y que cada quien se rasque las pulgas a su manera.

Como en botica.

Quienes hemos pasado la existencia en este pueblo querido de Manizales podemos recordar perfectamente cómo han sido las costumbres en las diferentes épocas, porque todo cambia o evoluciona, para bien o para mal. Durante nuestra juventud fue el sector del centro de la ciudad el entorno que preferimos y asombra ver lo diferente que era. Tranquilo, organizado, agradable, servía como marco a un comercio regentado por ciudadanos egregios que ponían sello de garantía a una actividad seria y responsable.

Los pocos vendedores ambulantes que recuerdo fueron unos loteros que trabajaban en el alféizar de una vitrina, frente al Banco de la República, y ahí mismo ofrecían pececillos para acuario sacados de alguna quebrada cercana, los mismos que mantenían en grandes porrones. En el mismo sitio trabajó durante algún tiempo un muchacho a quién llamábamos Pinocho, que vendía casetes menudeados que en esa época eran muy perseguidos por la juventud; poco después se instaló en Sanandresito, donde se distinguió como comerciante.

Bajo el alero del edificio Esponsión, enseguida del Club Manizales, algunos jipis ofrecían cachivaches expuestos en trapos negros dispuestos para tal fin, y durante la noche los negocios de comida hacían su aparición. En la esquina con la calle 23 instalaban la famosa olla del Banco de la República, en la que ofrecían deliciosas viandas; y en las afueras del Club el Gitano vendía unos deliciosos chorizos a los que no podían resistirse los copetones clientes que resolvían irse a acostar. Quienes preferían los negocios tradicionales se metían a La guaca del pollo, donde servían un consomé con huevo duro a la temperatura que se funde el plomo.

Hoy en día no dejo de sorprenderme cuando recorro la carrera 23 convertida en una mezcla entre mercado persa y galería. Hay de todo como en botica y da tristeza ver esa cantidad de gente detrás del rebusque para lograr echarse unos pesos al bolsillo. Entre las calles 14 y 19 el ambiente es malevo y en la esquina de la 17 un hotelucho de mala muerte ofrece ‘ratos’ a cinco mil pesos y por una noche cobran ocho mil, ‘negociables’. Severa ratonera.

En las afueras de los supermercados de la calle 19 las ventas ambulantes de frutas y verduras convierten el entorno en una plaza de mercado, y la mayoría de los productos son de baja calidad por ser desechos de cultivos o en muchos casos robados de las fincas. La gente compra porque son baratos y su bajo presupuesto no permite regateos. Sigue el recorrido y los ojos no alcanzan para ver todo lo que ofrece el panorama, con una variedad pasmosa de ofertas y posibilidades.

Las carretas con frutas no dan abasto y el mago biche con sal y limón es el producto estrella; también el chontaduro con esos mismos ingredientes y miel de abejas para quien lo prefiera. Frutas exóticas que no son comerciales se consiguen allí, guamas, madroños, zapotes, mamoncillos, ciruelas… En todo caso para mi gusto lo más detestable son los puestos de comida que hay en la bocacalle de la calle 29; en un local en esa esquina funcionó Míster Albóndiga, un alemán ‘seriote’ que vendía las mejores viandas. Ahora ofrecen debajo de parasoles, que dizque están prohibidos, una variedad de fritos que empalagan a la vista; hileras de perros calientes esperan la clientela que los devora con fruición.

Oí decir que esos ventorrillos desagradables son de propiedad de un concejal, bastante conocido por cierto, y ahí se me cayó el carriel. Porque si quienes rigen las normas de la ciudad son los dueños de esa mafia, entonces… ¿quién podrá defendernos?

Carreteras.

Cuando voy para Chinchiná y quien maneja el carro me pregunta si prefiero la doble calzada o la carretera vieja, escojo esta segunda opción. Claro que la primera es más cómoda y permite mayor velocidad, además de que no hay que adelantar otros vehículos, pero me gusta más la carretera vieja porque vamos más despacio y así puede disfrutarse mejor el paisaje. También porque desde que llegué al mundo la recorro y de cada fonda al borde del camino, de cualquier curva o tramo, tengo recuerdos imborrables.

A algún historiador le oí que la comunicación terrestre con Chinchiná se hizo para la reconstrucción de Manizales después de los incendios ocurridos en la década de 1920, ya que la mayoría de los materiales eran importados y solo llegaban en tren hasta San Francisco, como se llamaba entonces el vecino municipio. Hicieron cuentas de cuánto tiempo demoraría subir todo ese hierro, cemento, herrajes y demás carga en recuas de mulas, y la conclusión fue que pasarían varios lustros antes de completar dicha labor.

Arrancaron entonces con la trocha hacia Morrogacho, siguió por entre cafetales hasta La Quiebra del billar y poco después, frente a la entrada hacia San Peregrino, por una carreterita que va hacia la vereda El Rosario. Pocos kilómetros después hay una quebrada que no tiene puente y que puede vadearse en carro sin inconveniente mientras no esté crecida; sigue la ruta por la orilla del inmenso cause de la quebradita, que la mayor parte del tiempo es un hilo de agua que corre por entre inmensas piedras y material de río.

Al llegar a una finquita llamada La Bombonera hay una Y que da la opción de seguir a la derecha hacia el peaje de Pavas, o para la izquierda, que fue la de la carretera original, y que sube hasta La Violeta para continuar por el trazado de la ruta actual. Así llega a San Pacho, como le decían entonces a ese pueblo, y puedo imaginar lo que sería la novedad cuando veían subir hacia Manizales por la incipiente carretera esas grandes volquetas cargadas de materiales.

En el Bajo Tablazo funcionó hace muchos años un retén de rentas departamentales y un poco más adelante, en la recta de la vereda Jaba, quedaba el peaje cuyo tiquete costaba un peso; el mismo que cobraba levantaba la guadua cada que un carro pagaba y entre los hermanos nos peleábamos el recibo del peaje para hacer un avioncito y sacarlo por la ventanilla. Pocos metros más abajo sigue ahí la cantina La Cumparsita, cuyo dueño fue un bigotudo que mantenía todas las paredes del negocio forradas con afiches de viejas en pelota.

Después siguen La Siria, Caselata, La Violeta y unos kilómetros después la carretera corre un corto tramo paralela al río Chinchiná. Siento nostalgia al recordar una fondita, El Pescador, que había en la recta de Cenicafé; alrededor del negocio varias casitas de familias que vivían de sacar material del río. Allí vendían unos pandeyucas muy sabrosos y acostumbrábamos parar a comprarlos. Pues resulta que la avalancha que se formó con la erupción del volcán Arenas en 1985 arrasó con toda esa pequeña comunidad y después de su paso solo quedó el recuerdo de quienes allí habitaban.

Cuando quisieron ‘clavarnos’ un peaje en esa vía, el que gracias al firme rechazo de los chinchinenses logró impedirse, supusimos que nunca le meterían mano al mantenimiento para que la gente pagara el peaje de la doble calzada. Sin embargo, hay que reconocer que se le hizo una reparación completa a toda la calzada y en la actualidad está en perfectas condiciones.