lunes, marzo 17, 2008

Genio y figura.

El gran misterio del ser humano es la personalidad; el alma, el ser, la sustancia, el espíritu o como quiera llamarse. Muchos viven obsesionados por el cuidado del cuerpo, dedican muchas horas al ejercicio y al estado físico, pero poco se interesan por alimentar su intelecto y mantener activo el cerebro. Basta echarle un poco de cabeza al asunto para concluir que el organismo es un simple estuche donde habita un ser único e irrepetible. La perfección con la que funciona el cuerpo humano es superior a cualquier otra creación del universo, pero no cabe duda de que ante la capacidad de raciocinio no existe nada comparable. Porque los demás seres vivos también poseen organismos exactos y precisos, pero no pueden pensar, reír, llorar, admirar, amar, rezar o simplemente hablar.

Desde muy pequeño el recién nacido presenta rasgos de cómo será su personalidad, y puede saberse si de adulto va a ser extrovertido, tímido, mala ley, alegre, taimado, emprendedor, gracioso o sensible. Mi sobrino Santiago es un muchacho que desde muy chiquito dejó ver su carisma, además de tener una forma de ser que le llega a todo el mundo. Tiene un humor genial, se le mide a lo que sea, no conoce la mamitis o los berrinches, y hay que ver la correa que tiene para enfrentar las chanzas que le hacemos sus tíos y familiares. Cuando visito a mis padres y hermanos nos reímos al recordar los cuentos del sardino, que a sus escasos 10 años ya es todo un personaje.

Es, sin duda, la mascota de mis padres. Desde muy pequeño se amaña con los abuelos y hay qué ver el problema para que se vaya para su casa. Cierta vez la mamá, ante la negativa del mocoso de acompañarla, le dijo que él tenía que compartir con los papás y la hermanita, que está muy bien que uno visite los abuelos pero no puede pasarse a vivir con ellos, y que ella se comprometía a dejarlo volver al otro día. Entonces el zambo pone cara de angustia y le dice muy serio:
-Mami, ¿y cómo quieres que me vaya y deje solos a este par de ancianos desvalidos?

Una de las razones para que a Santiago le guste tanto la casa de los abuelos, es debido a que al menos una vez a la semana se aparece por allá mi tío Eduardo Arango a jugar ajedrez con mi papá, y sin falta le regala cinco mil pesos al muchacho. Don Eduar, como le decimos cariñosamente, es un miembro de familia muy especial para nosotros, pero para mis sobrinos y mi hijo, es otro abuelo. Se ponen los viejos a jugar su partida mientras saborean un trago, y el niño se arrima a patearse los cuentos y colaborar en lo que necesiten. Además, pone mucho cuidado a las historias del tío abuelo y a sus disertaciones cuando dicta cátedra sobre diferentes materias. Como el muchachito sabe que todo ese conocimiento es de autodidacta, una tarde se quedó mirándolo fijamente y muy serio le comentó:
-¿Sabe una cosa don Eduardo?, yo no sé qué admirar más en usted: si su sabiduría o su billetera.

En otra ocasión le cuenta mi madre a su hermano que no había forma de que Santiago se motilara, y que como podía ver el mocoso ya parecía un espantapájaros con esas mechas alborotadas. Cómo estaría la cosa, que ya varios miembros de la familia habían propuesto hacer una vaca para recoger una platica que lo convenciera de que se dejara aunque fuera desbastar un poquito el pelo. El niño no quería tocar el tema y propuso que mejor hablaran de otra cosa, hasta que el tío dijo, como quien no quiere la cosa, que en caso de que hicieran la recolecta podían contar con su contribución. El negrito se quedó pensativo durante un buen rato, hasta que no aguantó la tentación de hacer la pregunta obligada:
-Oiga don Eduardo… ¿y como de cuánto estaríamos hablando?

Ese muchacho se las sabe todas en la casa de mis padres. Cualquier cosa que uno necesite, no es sino preguntarle a él para que le diga dónde puede encontrarla. Come como una draga y hay que ver a la abuela darle gusto con el mecato de su preferencia, pero si uno lleva cualquier comestible de regalo hay que esconderlo porque de lo contrario no deja ni las harinas. Otra característica de ese muchacho es la facilidad para imitar a las personas; a mi padre lo mantiene calibrado y no se le escapa detalle de su forma de actuar.

Un domingo de Resurrección, al regreso de una finca donde habían estado durante el puente de Semana Santa, se fue directo a visitar a los abuelos. Los encontró acompañados por algunos de mis hermanos, y todos conversaban en voz baja porque mi madre tenía sintonizado un programa desde el Vaticano. El zambo llegó cansado por el sol y la piscina, le dijo a la abuela que se corriera para el rincón y le soltara un poquito de cobija, acomodó el cojín para recostar su cabeza, echó mano del control remoto del televisor y pronunció una frase que todos añoraban, pero que nadie se había atrevido siquiera a sugerir durante los últimos días:
-Bueno, lo primero… quitemos al Papa.
pmejiama1@une.net.co

1 comentario:

Jorge Iván dijo...

Oiste Pablo, prestanos a Santiago para cariarlo con Juanfer. No vemos más opciones

atentamente

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