sábado, julio 26, 2008

Ciudad de ensueño.

Después de visitar la ciudad de Buenos Aires lo único que queda es ganas de volver, porque es acogedora, sensual, majestuosa y tradicional. Y aunque el tiempo rinda y alcance a recorrer muchos lugares, al regresar empieza uno a enterarse de tantos destinos que faltaron por conocer. Entonces no puede evitarse cierto remordimiento o gusanera de no haber aprovechado después de estar allá, aunque sería necesaria una estadía muy prolongada para disfrutar tantos atractivos. Lo ideal sería residir, así sea durante una breve temporada, en esa urbe maravillosa.

Como somos tan amigos de estigmatizar a nuestros semejantes, siempre nos hemos referido a los argentinos como fantoches, arrogantes y ególatras. Pues debo reconocer que entre las muchas cosas buenas que conocí en Buenos Aires, lo mejor que encontré fue a sus moradores. Qué gente más amable, servicial, amistosa y sencilla. Siempre dispuestos a colaborar, no aceptan que uno exprese gratitud y como respuesta a ese bien ganado reconocimiento, solo atinan a comentar como para ellos mismos: “noooo, por favoooor…”

Aunque no conozco Europa, después de disfrutar de la arquitectura de Buenos Aires puedo decir que visité la sucursal del viejo continente en América. Tras recorrer sus calles queda uno cansado del cuello de tanto mirar para arriba y deleitarse con esa infinidad de joyas arquitectónicas que ocupan todo el centro. En cada cuadra cree descubrir el edificio más bello y majestuoso, pero en la siguiente debe cambiar de opinión porque seguro encuentra otro que se lleva el reconocimiento. Sus calles y avenidas llenas de árboles, con ese aspecto otoñal tan especial, son laberintos donde las puertas, los portalones y las rejas saturan el entorno de arte y belleza.

Al llegar a cada calle y ver su nombre en la nomenclatura me resistía a creer que estuviera allí presente. He sido amante del ritmo porteño y de nombre reconocía muchos de esos lugares, pero toparme en la esquina de Corrientes con Florida un show callejero donde varias parejas de bailes tradicionales deleitaban a los transeúntes con milongas, valses y tangos fue algo que me llenó de regocijo. O el domingo en San Telmo, en la Plaza Dorrego en medio del mercado de antigüedades, un viejo guitarrista curtido por la experiencia que hacía dúo con un gallego más joven pero no por ello menos ducho en el oficio, tocaban viejas melodías mientras otro personaje, entrado en años y vestido con el traje tradicional, de sombrero gardeliano y polainas, bailaba con quien quisiera acompañarlo.

Otra característica que distingue a los porteños es su gusto por el vino y la comida. Sentarse a manteles a cualquier hora es un placer inmenso que deja un recuerdo imborrable en quien puede disfrutarlo. Desde el restaurante más famoso y tradicional hasta el mesón de barrio sin ningún pergamino, el culto por la gastronomía es algo innato en los bonaerenses. Muchos de los meseros son personas ya viejas que combinan experiencia y amabilidad, que aliñan con algo de buen humor para hacer de la hora de la comida una especie de culto sibarita y sensual.

Toda mi vida oí hablar de Caminito, de San Telmo y La Recoleta con su cementerio donde descansan los restos de Evita, del barrio Palermo, la Plaza de Mayo, el Obelisco y el monumento a San Martín, Puerto Madero y las estaciones Retiro y Constitución. Soñaba con recorrer esa ciudad por calles y avenidas, viajar en tren por las provincias, aprovechar el “subte” y el bus urbano, y disfrutar de la charla amena de los taxistas, que después de hacer la pregunta obligada de la procedencia del turista, reconocen a Manizales por el recuerdo agridulce que dejó en ellos el equipo Once Caldas. Pero siempre con gracia, disposición absoluta de colaborar e interés por hacer sentir bien al visitante.

Fue muy especial para alguien como yo, que por desplazarme en silla de ruedas encuentro en mi país toda clase de obstáculos e inconvenientes, sentirme allá como un rey porque en todas partes encontré facilidad para movilizarme, colaboración desinteresada, ausencia absoluta de obstáculos, escalones o accesos inadecuados, aparte de que no me cobran pasaje en el transporte colectivo o masivo. Otra cosa es que en los restaurantes, almacenes, museos, centros comerciales o donde llegara, había un baño especial para personas con discapacidad. Con justa razón quería quedarme bajo su cielo azul.

Claro que nunca faltan los malos entendidos por el uso del idioma. Como el día que alguno le preguntó a un señor cómo podíamos coger un bus que nos llevara a cierto lugar, y el hombre con cierta malicia respondió que él nunca había “cogido” con un aparato de esos, pero se le ocurría que podría ser por el tubo del escape. Y una de nuestras compañeras, después de que le habíamos solicitado mil cosas a un mesero, le dijo que ella era muy conchuda pero debía pedirle otro favor. Entonces el camarero, un viejo elegante y atento, dijo con picardía que él no había preguntado nada al respecto y lo dejaba abismado semejante confesión. Que era la primera vez que una clienta hacía referencia al tamaño de su “concha”.

Gracias a Dios, a la colaboración incondicional de mis amigos y a la generosidad desmedida de uno de ellos, pudimos vivir una experiencia inolvidable. Y pensar que la mayoría de la gente prefiere conocer Miami.
pmejiama1@une.net.co

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo prefiero BA sin lugar a duda... será por ser su retoño je je je

Anónimo dijo...

Me transportó con su "pero por favooor". Pasé tres semanas allí en casa de un amigo y me encantaría volver con aún más tiempo. Es una ciudad encantadora.

Jorge Iván dijo...

Me diste en el clavo Pablo. Tuve tambien la fortuna de estar 10 dias en Buenos Aires, en el hotel tradicional Bristol, a una cuadra del Obelisco y a cuatro del exquisito restaurante la Estancia, ahí en el pasaje peatonal Lavalle, en donde Rodolfo, uno de los meseros, de unos 75 años, se "enamoró" de nosotros, de nuestro hablado y de todo lo que le contábamos de Colombia, de Medellín, de Gardel (su ídolo)de Zubeldía y de tantos técnicos y jugadores que han pasado por acá. Lo mas charro era que mi señora, siempre que compraba algo, le decia a la empleada del almacén: Muy querida y muy formal, y claro, "el formal" no lo entendían, por lo que había que entrar a explicarles. Hermosa ciudad y gente muy amable