Muchos de nuestros recuerdos más
gratos se remontan a la infancia y a esos barrios donde compartimos tantos
momentos maravillosos. Hay quienes durante su existencia viven en diferentes
sectores de la ciudad y además residen durante temporadas en otras latitudes.
En mi familia no fuimos muy andariegos y por ser pocas las viviendas que
habitamos guardo en mi memoria aquellas casas, las cuales puedo describir con
lujo de detalle en su distribución y demás características; también los entornos,
sus vecinos, sucesos y personajes. Inicio una serie de remembranzas sin orden
cronológico, y que espero publicar cada cierto tiempo, donde quiero revivir momentos
y experiencias de aquellas épocas.
Cuando llegamos al barrio La
Camelia, a principios de la década de 1960, las casas construidas en el
vecindario eran muy pocas. El barrio debe su nombre a la finca que fue de mi
abuelo Rafael y en cuya casa quinta vivió con su familia durante varios años,
la misma que no alcanzamos a conocer porque entonces ya la habían demolido; mi
tío Eduardo aprovechó el lote para construir allí su casa de habitación. Sentí
nostalgia cuando hace unos meses vi desde mi ventana una maquinaria pesada derribar
la edificación, porque fueron muchos los momentos inolvidables que vivimos en
ella; ahora construyen allí un flamante edificio y por fortuna respetaron los
guaduales, las palmas y algunos árboles monumentales que adornan el lugar desde
hace muchísimos años.
Cuando murió el abuelo algunos de
mis tíos procedieron a urbanizar los terrenos de la finca, la cual lindaba por
el oriente con la avenida Santander, por el sur con el batallón Ayacucho, por
el occidente con lo que es hoy la Escuela Nacional de Enfermería, cuya vieja
casona sigue en pié, y por el norte con la finca La Lucía. Así nació el barrio
y pronto mis padres se animaron a construir su casa ahí en la calle 70, unos
pasos abajo de la avenida Santander. Diagonal hacia arriba quedaba la residencia
de don Roberto Muñoz, la cual también recién desapareció para dar cabida a un moderno
edificio; esa casa tenía un amplio solar con una malla que lo separaba de la
calle y quedaba a todo el frente de nuestra vivienda. En el patio don Roberto
tenía un perro chow- chow, peludo, con el rabo enroscado y una inmensa lengua
morada que mantenía afuera, el cual hacíamos correr de una esquina a la otra
mientras ladraba enloquecido; también había unos gansos que graznaban en coro y
que nosotros parecíamos retar a ver quién se cansaba primero. Hasta que el
viejo se asomaba a implorarnos, por lo que más quisiéramos, que no jodiéramos
más con esos animalitos.
En esa época mi tío Eduardo se
radicó en Europa con la familia y su casa fue tomada en alquiler por don
Arcesio Londoño, quien llegó procedente de Bogotá. Entonces Pedro Quiñones, quien
llevaba mucho tiempo encargado de los amplios jardines, resolvió que no
podíamos volver a entrar a los límites de la propiedad porque ahora el patrón
era el nuevo inquilino. La orden nos cayó como un baldado de agua fría, porque
siempre habíamos recorrido el predio sin ninguna restricción. Claro que las
incursiones adquirieron un encanto especial, pues bien es sabido que para unos mocosos
inquietos no existe nada más llamativo que lo prohibido. Además, no íbamos a
renunciar así de fácil a las feijoas, curubas, moras y demás frutas que allí crecían
silvestres.
Cierta mañana estaba con mis
hermanos y vimos aparecer un gordito repelente, nieto de don Arcesio, que
buscaba amigos en el vecindario. Como nosotros éramos unos chinches esmirriados
que vestíamos bluyín Mac Nelson, camisita de popelina y grullas, el zambo nos
pareció un “rolito culo” porque estaba bien vestido, pulcramente peinado y
tenía buenos modales. Para peor inri, al momento de hablarnos pudimos comprobar
que el mocoso era gago, lo que dio origen a burlas y remedos que de inmediato
lo molestaron. Cada que el gordo Wilson quería decir algo nos prendía un ataque
de risa, hasta que se fue iracundo para la casa y apareció al rato acompañado
de un inmenso perro bóxer, que azuzado por él corría hacia nosotros.
Como unas ardillas nos trepamos a
lo más alto de unos de los arrayanes que adornaban los antejardines de la
urbanización (algunos permanecen en pie), mientras el animal saltaba enfurecido
y mostraba los colmillos en terroríficas dentelladas. Ya entumidos por llevar
horas engarzados en las horquetas del árbol le rogábamos al gordo que nos
dejara ir para la casa, pero apenas quería decir algo y de nuevo se le pegaba
la lengua, nos retorcíamos de la risa y debíamos agarrarnos bien de las ramas
para no caer en las garras de la fiera.
Hasta que por fin apareció la
cocinera de su casa y desde el “quiebrapatas” que había a la entrada de la
propiedad, lo llamó a almorzar. Entonces nos tiró las últimas piedras mientras
amenazaba y advertía, y apenas desapareció salimos disparados para nuestra
casa. Cuando llegamos ya la mamá del gordo había llamado a poner la queja y nos
ganamos tremendo regaño, porque ambas familias eran allegadas. Debimos jurar
que no volveríamos a burlarnos de Roberto, con quien hicimos buenas migas y por
cierto después resultó ser un fabuloso cantante. Lo increíble es que cantaba de
corrido.
@pamear55
3 comentarios:
Lástima no vivir por allá, porque lo veo todo y me pongo nostálgico con mi barrio de infancia; esos líos en que nos metíamos y las aventuras por las que pasamos son inolvidables.
Me alegra mucho leer tus crónicas.
Pablo:
El comentario firmado por j es mio, que no fui capaz de hacer bien las cosas.
Pablito, siento envidia por la forma en que escribes, no quisiera que se acabara el cuento, cuéntame más.
Por qué no lo vuelves un cuento?
Publicar un comentario