Disfruté el libro titulado Los
días azules del escritor antioqueño Fernando Vallejo y aunque el tipo me parece
detestable, debo reconocer que es una de las mejores plumas que ha producido
este país. En la obra Vallejo rememora su niñez en una familia paisa del común,
por lo que me identifico con los dichos, tradiciones, costumbres, situaciones y
demás minucias de la narración. Algunas expresiones de su madre son las mismas
de la mía y las pilatunas de los mocosos idénticas a las nuestras. Gratos
recuerdos me trajo la descripción que hace de la finca Santa Anita, parcela
familiar cercana a Medellín donde transcurre buena parte del relato.
Nosotros vivimos en una finca muy
parecida. Después de haber disfrutado unos pocos años en la casa de La Camelia
y supongo que por dificultades económicas, mi padre resolvió alquilarla; por su
tamaño y comodidad seguro cobraría una buena suma por ella. Y lo supongo porque
entonces los niños no nos enterábamos de los problemas de los mayores. Como el
cucho insistía en que los niños debíamos crecer en el campo, consiguió una finquita
en las afueras de Villamaría; lógico que mi mamá se opuso, pues tenía la
experiencia de cuando vivimos en La Cecilia, pero la convenció al prometerle
que contrataría un chofer para facilitar las cosas. Quedan pendientes los
cuentos de Gonzalo, el camaján que contrató para tal fin.
Unos cien metros abajo de la
conocida tienda El Estrelladero está la entrada a Villa Julia, la vieja casona
que desapareció cuando ampliaron la vía que comunica al vecino municipio con
Manizales. Construcción típica de la región, con amplios corredores de
chambrana y muchas habitaciones comunicadas entre sí, estaba rodeada de
frondosos árboles, muchas flores y un bello guadual. A pocos metros estaba la vivienda
de los caseros, Hernando y Fabiola (igualita a La Chimoltrufia) y dos caguetas
metidos y pone quejas, Alirio y Diegucho. El predio de unas tres hectáreas de
extensión estuvo dedicado a la explotación de flores y como todavía quedaba
alguito de producción, mi papá nos autorizó a venderlas. Todos los sábados iba
un señor con el que hicimos una contrata, por lo que recibíamos unos pesitos al
venderle agapantos, dalias, astromelias y espigas.
Aunque la cosecha de agapantos se
vio reducida porque estaban cultivados en una falda y descubrimos que si
utilizábamos cartones podíamos deslizarnos por encima de las plantas, para
remplazar así los carros de balineras que echábamos tanto de menos. También
había un cafetal, pero por ser tierra de ombligo puedo asegurar que lo
recolectado en la cosecha cabía en un líchigo; además muchos árboles frutales y
un potrerito muy bonito, con pasto y agua suficientes. Entonces apareció
Alonso, un joven vecino que padecía cojera y quien se dedicaba a ordeñar una
vaquitas de su propiedad, a proponer que le alquilaran la manga para meter ahí los
animales. Mis padres le permitieron usarlo con la condición que todos los días nos
llevara cierta cantidad de postreras, esos provocativos vasos con leche ordeñada
directamente de la ubre.
En medio de un cafetal muy
faldudo había un gran carbonero y en todo lo alto construimos una casa, en la
cual nos refugiábamos cuando por alguna pilatuna mi mamá nos buscaba para castigarnos.
Del mismo árbol amarramos un lazo que utilizábamos para volar como Tarzán y un
día mi prima Neky se interesó en el juego, empezó a columpiarse y cuando cogió
confianza y volaba bien alto, se reventó la cuerda y esa muchachita salió
disparada cafetal abajo. Al rato subió bastante magullada, llena de cadillos y
con tierra hasta en las orejas, pero sin llorar porque no aceptábamos berrietas
en la gallada.
Si queríamos subir a Manizales un
sábado por la tarde para ir a cine con los amigos o tomar el algo por ahí,
debíamos caminar hasta el parque principal del pueblo para coger un taxi por
puestos, cuyo pasaje costaba un peso, el mismo que nos dejaba en la plaza
Alfonso López, diagonal a la alcaldía. Para regresar el último transporte era
el bus de Sideral de las seis de la tarde, que cogíamos en las oficinas de esa
empresa dos cuadras abajo del edificio de la Licorera. Casi siempre invitábamos
algunos primos y amigos para que nos acompañaran a disfrutar de nuestro feudo.
Un viejo cascarrabias vecino
tenía unos palos de chirimoya que cuidaba con mucho celo, pero nosotros nos
metíamos al caer la tarde y con mucha maña, para evadir los perros, arrasábamos
con la producción. Luego las envolvíamos en periódico para madurarlas y las
escondíamos en un cajón que enterramos en medio del cafetal y que cubríamos con
hojarasca para disimularlo. A los culicagaos de la otra casa les hacíamos todo
tipo de maldades y cuando nos acusaban, poníamos cara de asombro y jurábamos inocencia.
Cualquier peso que cogíamos lo
gastábamos en El Estrelladero, donde vendían unas papeletas buenísimas que
colmaban ese espíritu pirómano que era tan común entonces, y las embarradas que
hacíamos con ellas dan para un capítulo aparte. En Villa Julia duramos poco
porque mi mamá no le jaló, esta vez debido a que mi padre decía tener todas las
tardes junta, reuniones urgentes y otros compromisos, y llegaba a media noche
copetón mientras ella no había pegado el ojo consumida por la preocupación.
pamear@telmex.net.co
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