A la gente hay que creerle,
aconseja el sentido común, aunque el comportamiento de muchos compatriotas se
ha encargado de hacernos dudar de esa premisa. Puedo pecar de iluso pero soy de
los que creen en los demás y al oírle un cuento a alguien supongo que dice la
verdad, a no ser que el relato sea muy rebuscado o el interlocutor tenga fama
de ser de los que se saca un chicharrón de la boca para meter una mentira. Por
lo general confío en la buena fe, así muchas veces sufra desilusiones o me sienta
traicionado. Es mucho más fácil eso que estar prevenido a toda hora y con el
convencimiento de que los demás quieren engañarme. Además, un embuste bien
echado no deja de ser entretenido.
En cambio me he vuelto suspicaz y
malicioso cuando se trata de políticos, dirigentes, ciertos potentados,
periodistas amañados, bandidos de cuello blanco, abogados mediáticos y demás
especímenes que manipulan los hilos del poder. A esos no les creo ni lo que
rezan. Sin embargo muchas veces siento remordimiento al verme convencido de la
culpabilidad de un fulano, a sabiendas de que existe la posibilidad de que sea
inocente. Claro que después de ver tanta porquería, de oír hablar de desfalcos,
carteles, mafias, carruseles de contratación, sobornos, serruchos, mordidas, intrigas,
maturrangas, piruetas, triquiñuelas y demás bellezas, es lógico que nuestra confianza
sufra mella.
Oí decir a un participante en uno
de esos foros que se hacen para la reconciliación y el perdón entre víctimas y
victimarios, que en nuestro país se volvió costumbre que cuando matan a alguien
los demás piensen mal de él, y que todos se pregunten en qué andaría metido el
occiso. Y es lógico el raciocinio, porque si uno lleva una vida normal, alejada
de conflictos o querellas, tranquila y relajada, no es común que lo aborde un
sicario en la calle para dispararle sin ningún motivo. Puede suceder, claro,
por error o porque alguien no le quiera pagar una deuda, pero no es habitual.
Me entero por las noticias de que
un par de curas anglicanos fueron asesinados en Bogotá. Los hechos ocurrieron
al amanecer en el sur de la capital, cuando los sacerdotes se movilizaban en un
automóvil con un civil que según parece fue quien les disparó, para quitarles
doscientos millones de pesos que llevaban para hacer un negocio bien turbio:
comprar una caleta de la firma DMG, con dólares y euros, que supuestamente
encontraron en Villavicencio. Por muy bien pensado que sea uno no puede dejar
de preguntarse en qué andaban metidos ese par de curas. A esa hora, cargados de
billete y con semejantes intenciones. Para empezar, si un sacerdote se entera
de algo así lo mínimo que debe hacer es informar a las autoridades.
Claro que a la gente hay que
creerle, pero no es fácil por ejemplo aceptar que el ex presidente Uribe no
tuviera idea de lo que se fraguó con Agro Ingreso Seguro y que fue a sus
espaldas que pagaron los favores a quienes ayudaron a financiar su campaña a la
reelección. Un político tan sagaz tiene que estar enterado de todo, por lo que
nadie podrá convencerme de que tampoco supo lo que tramaban con Teodolindo y
con Yidis para manipular sus votos; o que no estuviera al tanto de que en el
DAS chuzaban teléfonos y ponían micrófonos en lugares estratégicos; y que fuera
una sorpresa para él que el general Santoyo, con quien tuvo vínculos desde tiempo
atrás y quien fue su edecán durante su mandato, resultara ser un bandido de
siete suelas. Que me metan el dedo en la boca mejor…
Un caso más actual es el de las
maromas legales que adelantó la firma de abogados Brigard & Urrutia para
comprar a nombre de un conglomerado económico unos terrenos en el Vichada.
Acusan al señor Urrutia, nada menos que embajador de nuestro país en Estados
Unidos, de prestarse para un negocio a todas luces inconveniente y él alega que
vendió su participación en la firma de abogados antes de aceptar la embajada.
Claro que todo el entramado legal para que Riopaila se hiciera con las tierras
se realizó mientras Urrutia era la cabeza del bufete, y a pesar del escándalo y
de las pruebas existentes, al pisco no se le ha pasado por la cabeza renunciar
a su cargo. La explicación es que el procedimiento que llevaron a cabo es
legal, sin importar que sea inmoral, vergonzoso, amañado y a todas luces
repudiable. Está bien que a la gente hay que creerle, pero que tampoco nos
crean tan pendejos.
Reafirman nuestra desconfianza
los magistrados miembros de las altas cortes. Escándalos despreciables enlodan a
muchos de esos insignes funcionarios durante los últimos lustros, desde aquel
ilustre Presidente de la corte Suprema de Justicia quien recibía regalos de un
mafioso italiano, hasta la Presidenta actual que resolvió estudiar casos y
revisar expedientes mientras recorría el mar Caribe en un crucero cinco
estrellas. Infinidad de fallos polémicos han emanado de dichas corporaciones,
donde dilatan procesos o los meten al congelador con mucha frecuencia, y siempre
con un tinte político y acomodado. El aberrante carrusel de las pensiones nos
confirma que los encargados de impartir justicia son los mismos que se roban el
país. ¿Cómo podemos creer?
pablomejiaarango.blogspot.com
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