Desde pequeños los niños dicen
qué quieren ser cuando grandes. Diversas son las profesiones preferidas, pero
un buen amigo de la juventud decidió desde sus primeros años que lo suyo era
volar. Y no soñaba sólo con ser piloto, sino que lo atraía cualquier tipo de
modalidad que le permitiera mirar el mundo desde arriba. Por aquella época no
eran comunes el paracaidismo, el parapente o los ultralivianos, de manera que
le tocó desafiar las alturas de manera muy diferente.
Y es que Gabriel Ángel Uribe, Marucha,
era adicto al peligro. Tanto riesgo truncó su existencia a temprana edad, pero
fueron muchos los sustos que nos hizo pasar con sus locuras y extravagancias.
Ahora descubro que él adoraba era sentir la adrenalina y que habría disfrutado
mucho con tantos deportes extremos que se practican en la actualidad. Marucha
tenía una personalidad fuerte, era tímido con las mujeres, buen amigo, aunque
bravo, y facilito se le saltaba la piedra y se agarraba a puños con quien
fuera.
Cierto día mientras disfrutábamos
del recreo en el colegio Gemelli, hablamos de la Catedral Basílica y alguien le
dijo a Gabriel que él no era capaz de pararse en la baranda del Corredor Polaco,
localizado en lo más alto de la aguja central (no tenía la reja que lo protege
ahora). Como el hombre no se dejaba carear aceptó de inmediato, nos volarnos
del colegio y fuimos a corroborar la hazaña. La catedral tenía una puerta que
permanecía abierta, por la calle 22, y no era necesario pedir permiso para subir;
además, el tramo al aire libre que recorre los techos de las naves carecía de
protección, ni siquiera pasamanos tenía, y debía hacerse con cuidado porque los
escalones permanecían cubiertos de lama y musgo. Las escaleras que suben por la
torre central eran de madera y muchos tramos presentaban desperfectos.
Subimos convencidos de que
Marucha se iba a mamar, pero el hombre sin dudarlo se trepó a la baranda y
empezó a caminar alrededor. Nosotros tratábamos de escondernos detrás de la
aguja para no verlo, pero él saltaba como un acróbata; acto seguido, procedió a
colgarse con las manos por la parte de afuera de la barandilla. En esas miramos
hacia abajo y la gente nos señalaba, hasta que oímos una sirena que se
acercaba. Bajamos a las carreras y nos escondimos en la base de una de las
torres menores, y cuando subió un grupo de bomberos y policías, aprovechamos
para escabullirnos antes de que nos pillaran.
Llegó por esos días la revista Mecánica
Popular con algo novedoso: planos e instrucciones para fabricar un ala delta,
conocida entonces como cometa. Marucha con algunos compañeros consiguieron los
materiales y procedieron a armar su primer objeto volador. Para ensayarla se
lanzaban desde pequeños cerros pero ninguno lograba alzar vuelo, hasta que uno
de ellos se fracturó un brazo en el intento. El aparato quedó averiado pero
pronto lo repararon y como Gabriel decía que se le medía a lo que fuera, lo
retamos a que lo hiciera desde el barrio Chipre hacia La Francia. No lo dudó ni
un momento y nos citamos el sábado por la tarde frente al edificio de piedra.
Llegó muy cumplido, armó la
cometa, se caló el casco y apenas sintió algo de viento se aventó, pero fue a
parar contra unos árboles que había a pocos metros. Sentimos pánico porque
nunca pensamos que se atreviera, entre otras cosas porque no tenía experiencia
y ni siquiera sabía gobernar el aparato. Pues subió de nuevo, asustado pero
decidido, se acomodó y sin titubeos emprendió vuelo hacia un destino incierto
para todos. Nadie decía una palabra y aterrados veíamos cómo volaba directo hacia
el colegio Filipense, donde parecía que iba a chocar contra el edificio y
seguro moriría en el accidente. Pasó rozando la azotea del colegio y cayó
enseguida en el techo de la casa de doña Carlota Arango de Mejía, donde pegó varios
brincos para amortiguar el aterrizaje y luego cayó en un patio interior. La
casa estaba ocupada por una pareja de cuidanderos que salieron a la calle
despavoridos mientras gritaban que había caído un marciano del cielo; porque
Gabriel era bien feo y con ese casco parecía la Hormiga Atómica.
También acostumbraba recorrer
caminando en las manos la baranda de cemento que hay en la Avenida Santander,
en el sector de Vizcaya, y cuando tuvo moto, nos insistió un día para que le
ayudáramos a subirla para hacer el mismo recorrido montado en ella; como lo
conocíamos decidimos no acolitarle. Su sueño infantil se realizó y después de
hacer el curso de aviación consiguió trabajo de copiloto en ACES. Pero como lo
que le gustaba era el peligro y la aventura, se asoció con mi primo Álvaro Arango
y compraron una ruina de avioneta por unos pocos pesos; con paciencia la
arreglaron, le cambiaron piezas y la pusieron a volar, y aún siento escaramucia
al recordar las locuras que hacían en ese pajarraco.
Un sábado a finales de 1978
Álvaro fue a ensayar la avioneta que recién salía de reparación y en ese
momento aterrizó Gabriel, quien laboraba ese día. Aprovecharon ambos para hacer
un vuelo de prueba y quedaron estampillados en las cercanías del aeropuerto La
Nubia. Eso se llama morir en su ley.
pablomejiaarango.blogspot.com
1 comentario:
Todos alguna vez hemos soñado con volar. Recuerdo que alguna vez quice hacer yo mismo un ala delta, en compañía de un amigo del Líbano (Tolima), quien era más soñador que yo, que locura!
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