Se preocupan las mamás por
prepararles una lonchera saludable y balanceada a sus hijos, sin negarles una
golosina o su alimento preferido para animarlos a consumirla. A cierta edad el
infante ya no quiere llevar lonchera y a cambio prefiere dinero para comprar en
la tienda, la cual también es controlada por directivos y padres de familia,
quienes buscan evitar que los educandos se alimenten solo de comida chatarra,
confites y los llamados paqueticos. Claro que los mocosos se las ingenian para
darle gusto al paladar y no falta el alumno negociante que de manera
clandestina ofrece bombones, chicles y demás galguerías.
A nosotros simplemente nos daban
la mesada, que era muy poquita, y ni siquiera nos preguntaban qué comíamos a la
hora del recreo. En aquella época las tiendas de colegio vendían cualquier
porquería que tuviera acogida entre los alumnos, sin importar calorías, fibras,
azúcares, carbohidratos, grasas y demás perendengues. Nadie exigía asepsia ni preguntaba
dónde preparaban los alimentos y a nosotros lo único que nos interesaba era
llenar el buche. Pasteles, confites, parva y fritos eran las viandas
preferidas, y como entonces parecían no existir la gastritis, el reflujo o la
diabetes, a nadie le hacían daño ni lo perjudicaban.
De la primera que tengo memoria
es la tienda del Colegio de Cristo, en el parque Fundadores, donde cursé hasta
cuarto de primaria. La venta quedaba debajo de las escalas, ahí cerquita a la
entrada principal, y el único mecato que recuerdo eran unas empanadas
grandotas, de esas que traen un seco adentro, las mismas que entregaban frías y
en la mano, sin ninguna opción de pedir limón, ají o siquiera una servilleta. Se
pedían un par de empanadas acompañadas de gaseosa -Kolkana, Piña Luz o Freskola-,
y tocaba dejar peña (finca, le dicen en Bogotá), un dinero que les aseguraba la
devolución del envase. Al momento de entregar la botella uno trocaba esa peña
por un bombón u otra golosina. De ese colegio también recuerdo unas bananas
grandes que regalaba el Hermano Patecaucho al alumno que se portara bien.
En Nuestra Señora de la calle 19
cursé quinto de primaria y allá preferíamos comprar el mecato en los carritos
de dulces de la calle, porque era más barato. A media tarde horneaban panes
para servirles con el algo a los alumnos internos y el olor nos ponía a todos a
tragar saliva, hasta que salían los mellizos Fernando y Alberto Mejía, Los
chinches, cargados de mercancía que vendían “como pan caliente”; creo que se
los compraban a sus compañeros y los revendían en el patio con muy buena
utilidad.
A partir de primero de
bachillerato ingresé al Agustín Gemelli, cerca a Morrogacho, y en esos primeros
años la tienda funcionaba en un salón al lado de la tarima que hay en el hall
principal. Sonaba el timbre para el recreo y abrían una ventana grande, donde
los alumnos tratábamos de abrirnos campo a los empujones. Vendían en esa época
parva de la panadería La Victoria, fresquita, y acompañábamos la gaseosa con
gafitas, mojicones, tostadas o pan de rollo. La bebida podía remplazarse por
botellitas de leche Celema, fría, las cuales se agotaban en un dos por tres.
También ofrecían papitas fritas caseras, en bolsitas de plástico que cerraban
con un peine y una vela.
La plaga a la hora del algo eran
los pedigüeños, para más piedra algunos platudos que dizque tenían la
disciplina de ahorrar, quienes recorrían el patio velando y con cara de ternero
degollado pedían un pitico de pan o un traguito de gaseosa. Entonces uno con el
primer trago se encargaba de llenar el líquido de submarinos o le metía el
chicle adentro mientras comía, y así nadie se antojaba. Otra táctica era
enterrar el pico de la botella en el pan y voltearla para mojarlo por dentro,
convirtiéndolo en una mezcolanza desagradable que no le provocaba sino al
dueño. Tampoco faltaba el vergajo maldadoso que recorría el patio y al que
estuviera descuidado, le metía una pequeña piedra en la gaseosa para que debido
a una reacción química todo el líquido se saliera convertido en espuma.
Tiempo después pasaron la tienda
para los bajos de primaria y le entregaron el negocio a Delia, una mujer que
fritaba patacones, chorizos, costillas y empanadas, además de preparar huevos
pericos, chocolate y arepa con mantequilla. Para evitar peloteras nos mamábamos
de clase y bien acomodados, ordenábamos el desayuno mientras Nancho Ocampo,
aprovechando que la vieja vivía enamorada de él, dirigía el negocio a su
antojo. Con disimulo calculábamos el momento en que la buseta se aproximaba
para salir a las carreras, lo que llaman voladora, mientras Nancho de último le
aseguraba a Delia que después arreglábamos.
En cuarto de bachillerato me pasaron castigado para el
Seminario Menor, detrás de Los Rosales, donde duré unos pocos meses. Con
Fernando Giraldo, Tamba, nos hacíamos echar de clase y arrancábamos para una
tienda manejada por los seminaristas mayores, y que debido a la hora estaba
cerrada. Metíamos un palo por un vidrio roto y engarzábamos varios Brazos de
reina, y nos sentábamos a mirar el paisaje mientras nos empetacábamos de
pasteles. Y pensar que añorábamos salir del colegio, cuando es la única etapa
de la vida donde las preocupaciones son mínimas. ¡Qué tiempos aquellos!
1 comentario:
Tanto por la mañana como por la tarde uno no tenía porqué comprar nada: bastaba el chcocolate con arepa y uno que otro aderezo para sobrepasar la jornada.
No obstante, mi mamá me daba 10 centavos, que quedaban en la tienda de enseguida donde compraba una maltina; en todo caso a la escuela (Los pobres no asistíamos a "colegio")no llegaba nada porque en la tienda de don Sinforoso, a una cuadra antes de llegar, daban dos helados de agualeche con azúcar por cinco centavos, los entregaban en un pedacito de papel, venían de la "gavera". Los otros dos-por-cinco de helados eran para la salida.
Como dice usted, los controles higiénicos y las fechas de vencimiento no existían. Yo creo que las bacterias estaban en el neolítico....
Esos tiempos y sus costumbres se irán con nosotros y nuestros recuerdos. A mi nieta le empacan en la "lonchera" una fruta, un bonyur y un alpinito, además del pañal desechables y los pañitos húmedos. Esas cosas al igual que nosotros, estábamos igualmente en el neolítico, los culicagados de ahora no conocieron nada de eso que nosotros recordamos con agrado y que se irá con nosotros, al horno crematorio; los ataúdes al igual que las viejas costumbres, desaparecerán.
Cordial saludo, tataratataraprimo,
BERNARDO MEJIA ARANGO
Publicar un comentario